Se cumplen cuatro años de la rebelión de octubre en medio de una crisis económica que acrecienta aún más las injusticias del sistema capitalista chileno y la herencia de la dictadura, mientras el régimen político aún no encuentra salida a la crisis que lo afecta, a la vez que intentan reescribir la historia para que el pueblo, los trabajadores y la juventud no recuperen el protagonismo.

Antonio Paez Dirigente Sindicato Starbucks Coffe Chile

Elizabeth Fernández Profesora
Miércoles 18 de octubre de 2023

Este 18 de Octubre se cumplen cuatro años de la rebelión que se abrió paso en el año 2019, la cual comenzó en Santiago y que posteriormente se abrió paso en todo el país. Hoy en medio de un Consejo Constitucional totalmente cocinado por los partidos tradicionales y el Congreso y el régimen político, que por medio de la ofensiva republicana busca atacar derechos y constitucionalizar las Isapres, AFP y el mercado educativo, queda más que claro que las demandas que se plantearon en la rebelión continúan muy vigentes y sin resolver.
Pero los partidos tradicionales y especialmente la derecha han tomado la tarea de reescribir la historia, primero pretendiendo ligar la revuelta a “pura delincuencia” y ahora último a un supuesto “golpe de estado no convencional” como señaló Piñera a la radio Mitre en Argentina.
Así mismo, ayer durante la sesión especial de la Cámara de Diputados, solicitada por la bancada de Republicanos con el aval de la UDI y RN para condenar el 18/O, estuvo llena de delirios conspiranoicos donde aparecen nuevamente los agentes cubanos, venezolanos, hasta chinos, como señaló un diputado republicano, con explicaciones absurdas donde supuestamente las últimas giras de Boric a Europa y China fueron para ir a dar explicaciones a sus jefes en el fallido intento por destituir a un presidente democráticamente electo.
Con la misma impunidad dicen condenar la violencia como método de acción política, pero reivindican el golpe de estado de 1973 y justifican la represión estatal a los opositores durante los 17 años de dictadura militar.
Pero esta ofensiva no se ha limitado a José Antonio Kast, De la Carrera o los republicanos en general, miembros de la UDI como Macaya, Bellolio, Coloma (hijo) o de RN como Celis, Schalper o incluso el ex presidente del INDH, miembro del Movimiento Amarillos, Sergio Micco, han adherido a esta tesis. Javier Macaya, presidente de la UDI, sostiene que hay que acabar con el "legado del octubrismo", para ocultar que ellos defienden a rajatabla el único legado que hay que terminar, que es la herencia de la dictadura. Todas estas figuras de una u otra forma han sido avaladas por el propio gobierno como demócratas o catalogados como dialogantes en un momento u otro.
Con la tesis del “golpe de estado no convencional", quieren ocultar que la rebelión se trató de un amplio movimiento que tuvo a cientos de miles movilizados durante meses, con el apoyo y la adhesión de millones de personas. Quieren ocultar que Piñera le declaró la guerra al pueblo y es responsable de miles de casos de violaciones de DD.HH, lo cual es avalado por diversos organismos internacionales. Como tienen que reconocer diversos políticos del régimen, Piñera efectivamente estuvo a punto de caer y no terminar su mandato. Así lo plantea, por ejemplo, Gonzalo Blumel en su último libro "La vuelta larga". Pero lo que ocultan es que esto no era producto de ninguna conspiración ni golpe de Estado, sino fruto de una masiva y transversal movilización popular.
Ante esta ofensiva para reescribir la historia, impresiona cómo el gobierno entregó el balance de la revuelta a la derecha, pidiendo perdón por los indultos, reforzando la legitimidad de la policía, manteniendo en la cabeza de carabineros a Ricardo Yáñez, quien ha citado a declarar por su responsabilidad de mando en casos de tortura, hablando del “Demócrata” Piñera. Ahora hablar de “Plaza de la Dignidad” es octubrista, una palabra de la que sienten vergüenza.
¿Qué fue la revuelta?
Contra el relato de la derecha, la revuelta no fue ni un intento de golpe de estado, ni un estallido delincuencial, ni un complot internacional contra la “democracia chilena”, fue la reacción de millones de trabajadores, mujeres y jóvenes contra años de un modelo económico que generó enormes ganancias a un puñado de empresarios nacionales y transnacionales, a costa de la precarización de las grandes mayorías, que entregó los recursos naturales a las empresas extranjeras, mientras la educación y la salud pública se caen a pedazos por la falta de recursos. Millones salieron a la calle para exigir mejores pensiones, para poner sobre la mesa el derecho a la vivienda, el agua o vivir en un ambiente libre de contaminación.
Las demandas fueron miles y que se sintetizan en la consigna de “no son 30 pesos son 30 años”. 30 años de injusticias y hastío por parte de los sectores postergados de la sociedad.
Si bien el 25 de octubre el centro de Santiago se llenó de más de un millón de manifestantes, ese número era muchísimo más grande si se contabilizaban los sectores movilizados a lo largo del país. Dicho día la televisión y las redes sociales se llenaron de imágenes con enormes columnas de personas movilizándose. una imagen icónica también podía verse en la región de Valparaíso, donde la avenida España (que conecta Viña del Mar con Valparaíso) tenía a más de 50 mil personas caminando hacia el congreso. Con todo esto es imposible cuestionar la enorme masividad que se expresó durante la revuelta y que hoy tratan de ocultar.
Durante los días posteriores al 18/O, los lugares de trabajo se transformaron en centros de discusión política, los matinales dejaron sus programas habituales y se dedicaron a mostrar cómo se vive en las poblaciones, donde de golpe la clase trabajadora tomó conciencia de sus problemas comunes, que la mayoría vive endeudado, donde una enfermedad es catastrófica y te arrastra a la pobreza, donde la mayoría de los empleos son precarios, etc.
Este conciencia de solidaridad y acción colectiva produjo las cientos de brigadas de salud que salieron en rescate de los heridos durante las manifestaciones, la “primera línea” no era más que jóvenes y trabajadores que una vez terminada su jornada laboral, concurren al centro de la ciudad ante la necesidad de “hacer algo” para que las cosas cambien. Ahí la coordinación surge del querer cuidarse frente a la brutalidad estatal.
Pero además de estos organismos que surgieron con cierta espontaneidad, también hubo intentos de coordinación consciente, con el objetivo político de dar una coordinación y deliberación que agrupara a los diferentes sectores movilizados, como fueron las cientos de asambleas territoriales que surgieron en todo Chile, o como el Comité de Emergencia y Resguardo en Antofagasta que, organizado desde los profesores, logró convocar a sectores obreros como portuarios, trabajadores de la industria, y también pobladores y estudiantes para organizar las manifestaciones.
Uno de los objetivos declarados del Acuerdo del 15N fue dividir la alianza de clase “de hecho” (en las calles) que se forjó durante la rebelión entre sectores precarios, trabajadoras y trabajadores que actuaron de manera diluida en las protestas y las capas medias. El paro nacional del 12 de noviembre de 2019 -el más importante desde la dictadura- fue el momento en donde se mostró la potencialidad de esta alianza y la posibilidad de que la clase trabajadora entrara en escena. Este fue el “punto de inflexión” como dijo Piñera, porque, tal como señalaron analistas empresariales, si ese paro continuaba, caía el gobierno. Sólo unos días después se firmó el Acuerdo por la Paz para dar pie al proceso constituyente y salvarle el pellejo a Piñera.
El foco fue meter de lleno a los sectores medios al itinerario constitucional con la ilusión de un cambio pacífico del régimen heredado de la dictadura. Y con ese relato, se dirigieron a un amplio sector de masas que se expresó en el plebiscito de entrada.
Este esfuerzo orquestado por todos los partidos (al cual se sumó el Partido Comunista con sus votos en el Congreso) y apoyado por los poderes económicos, fue exitoso. La clase trabajadora, al no intervenir como sujeto propio en la revuelta y no existir instancias de auto-organización a la altura que pudiesen oponerse al desvío, no tuvo un programa alternativo ni la fuerza material para imponerlo. En este marco, la juventud combativa quedó aislada y la línea de “revuelta permanente” sólo podía aumentar el desgaste y el aislamiento frente a la mayoría de la población.
Las principales dirigencias sindicales y de los movimientos sociales, por su parte, sin excepción entraron a ese juego parlamentario de la Convención Constitucional en vez de movilizar por demandas urgentes y ligarlas a un programa de conjunto para acabar de raíz con toda la herencia de la dictadura. ¿El resultado? Lejos de darle soporte social al proceso, aumentó la separación entre la clase trabajadora y los sectores populares con la propia Convención.
Pero contrariamente a lo que planeaba el régimen, no lograron controlar directamente la Convención, que producto de un inesperado resultado electoral le dio mayoría a grupos independientes no ligados directamente a los partidos tradicionales, y la derecha, totalmente deslegitimada por apoyar y sostener a Piñera, no alcanzó los escaños para tener poder de veto.
La Convención cumplió su objetivo más inmediato que era desmovilizar y generar la ilusión que una instancia que no era una Asamblea Constituyente Libre y Soberana, podría resolver los problemas sociales profundos abiertos con la rebelión. Sin embargo, el objetivo estratégico, que era hacer una reforma política que, a la par que reconociera derechos y modernizara el régimen, mantuviera la estabilidad para los partidos tradicionales y los dueños de Chile, hizo aguas. La mayoría de las clases dominantes vieron que el proyecto de nueva constitución -con el cual estaban de acuerdo en un principio-que salió de ahí era disfuncional a su plan más de conjunto. Los partidos del régimen se dividieron entre un sector “progresista apruebista”, un sector de “centro izquierda” burguesa que apostó por el apruebo para reformar (idea que también fue adoptada por Gabriel Boric), y el sector del rechazo donde estaba la derecha y la mayoría del gran empresariado.
Hoy, luego del rechazo de ese proyecto constitucional, el actual proceso constituyente no sólo se ha mostrado más anti democrático aún, por su origen en el Acuerdo por Chile, la Comisión de Expertos y los 12 bordes constitucionales, sino que además se ha revelado marcadamente anti obrero y popular con la dirección del Partido Republicano y la derecha.
La idea hegemónica de las clases dominantes era propiciar un gran acuerdo que reeditara la política de los consensos. Que mantuviera lo esencial de la Constitución de Pinochet, pero modernizando algunas formulaciones, y sobre todo que modificara el régimen político para limitar la fragmentación de los partidos, estableciendo una serie de restricciones antidemocráticas para centralizar y reducir el régimen de partidos. "Hay que acabar con la inestabilidad y la incertidumbre para incentivar las inversiones y que la economía vuelva a crecer", es a lo que apuntaban los partidos tradicionales. Sin embargo, ha primado la polarización y el Partido Republicano ve que esa "vuelta a los noventa" no le conviene. El resultado es una Constitución de José Antonio Kast.
Lo que es claro es que los anhelos y esperanzas que se reflejaron en la revuelta, esas demandas profundas de transformación, no serán resueltas por este proceso antipopular y tampoco podían resolverse en un proceso constitucional como el de la Convención, sometida a los poderes constituidos, respetuosa las reglas del juego de los poderosos y que funcionó como un verdadero desvío a la fuerza de la movilización y de las exigencias populares.
Por su parte, el Gobierno de Boric está cada vez más asimilado a lo que fue la Nueva Mayoría, un verdadero "transformismo" como decía Gramsci, a costa de renunciar a sus propias promesas de campaña, que utiliza para canalizar y pasivizar. Su misión es recomponer la autoridad del régimen (por una vía "democrática" y progresista, pero que supone golpear a sectores críticos que desafíen a su gobierno, como se ve en la persistencia de la represión a quienes nos movilizamos), con un programa de muy tímidas reformas, donde la clave es que no pasa nada que no sea negociado con la derecha.
Hoy, aunque no imponen ataques directos, asumen el programa económico de normalización fiscal y financiera, que busca recortar el gasto estatal, es decir, recortar los presupuestos y personal, como son los 6.500 despidos recientes denunciados por los trabajadores de la salud. Buscan que los costos de la crisis caigan sobre los hombros de los trabajadores.
Los motores que dieron origen a la rebelión siguen completamente planteados y se agudizan. Como lo son las listas de espera, las miserables pensiones, la crisis educativa, mayor desempleo y precariedad, etc. Si algo queda claro es que no será con un lápiz y un papel que lograremos derrotar la resistencia de los capitalistas que se aferran con uñas y dientes a los pilares del Chile neoliberal heredado de la dictadura.
Contra todo facilismo, la conclusión estratégica de estos cuatro años es que se necesita un programa que vaya más allá de la reforma al Estado, que diga con claridad que para resolver la crisis en pensiones, en salud, en educación, que para conquistar derechos básicos como el aborto legal, libre, seguro y gratuito, el fin a la militarización al pueblo mapuche, la devolución de sus tierras y el derecho a la autodeterminación; que para todo esto se deben tomar medidas de fondo contra los intereses capitalistas, tanto nacionales y extranjeros, como es la nacionalización de los recursos estratégicos bajo control de las y los trabajadores y comunidades en beneficio de todo el pueblo trabajador, el fin de las AFP para ir a un sistema de reparto controlado directamente por trabajadores/as y jubilados, entre otras medidas esenciales.
No basta con los estallidos, hay que pasar de la revuelta a la revolución. En un mundo convulsionado, la clase trabajadora debe ponerse al centro, para lo cual es necesario construir una fuerza política independiente al gobierno, una fuerza política de la izquierda socialista, desde la clase trabajadora que se proponga ser alternativa al reformismo y al Partido Comunista, que es uno de los partidos que sostiene al gobierno de Gabriel Boric y lo cubre por izquierda. Una fuerza política que busque construir un partido revolucionario que levante un programa socialista y revolucionario y una estrategia basada en la autoorganización de la clase trabajadora, que supere la impotencia de una estrategia puramente revueltista y que logre conducir a los sectores populares, oprimidos y ganar a las capas medias para la lucha por un gobierno de las y los trabajadores, en la perspectiva de una sociedad socialista que la construyamos desde abajo, y donde las principales riquezas sociales y las palancas de la economía no estén en mano de un puñado de magnates privados, sino del conjunto de la sociedad para ser controlada y gestionada de manera a través de una democracia directa del pueblo trabajador. Esa es la pelea que damos desde el Partido de Trabajadores Revolucionarios.