A 45 años del último golpe cívico eclesiástico militar recordamos como fue utilizada la guerra contra las drogas impulsadas por los Estados Unidos frente al ascenso de las luchas en los 70 en Argentina.
Miércoles 24 de marzo de 2021
“La campaña antidrogas será auténticamente una campaña antiguerrila” dijo López Rega sintetizando la orientación política del gobierno que antecedió al golpe genocida.
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Fue en 1926 cuando en Argentina se penó la posesión o tenencia ilegitima de narcóticos y alcaloides, entre los que se encontraban la marihuana, la cocaína y el opio. A partir de entonces, salvo el extraño caso de la ley 17.567 de 1968, que dejaba exento de pena la tenencia y consumo personal, que luego se derogó por haber sido aprobada durante la dictadura de Onganía, quien haga uso de las drogas es empujado a los márgenes de la criminalidad.
Desde 1961 Estados Unidos logró imponer la prohibición del cannabis y otros psicoactivos de origen vegetal a nivel internacional. En 1971, el presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, dió un histórico discurso donde anunció el comienzo de la guerra contra las drogas. Dos años después, nació la DEA – Drug Enforcement Administration- como fuerza única para la lucha contra las drogas, nucleando una dispersión de agencias. La particularidad de esta era su capacidad para operar en el exterior, cualidad que hoy en día comparte únicamente con la CIA.
En nuestro país la obediencia se haría efectiva en 1974 con la sanción de la ley 20.771, impulsada por el suboficial de policía, en ese entonces Ministro de Bienestar Social, José López Rega, quien a su vez fuera creador de la Alianza Anticomunista Argentina (la Triple A), y declaraba que “Las guerrillas son los principales consumidores de droga en la Argentina, por lo tanto la campaña antidrogas será auténticamente una campaña antiguerrila”. En plena avanzada estadounidense sobre América Latina, esta norma tendría el objetivo de sumar a la presunta protección de la Salud Pública, la supuesta Seguridad Pública.
La persona que use drogas será considerada potencial enemiga del orden occidental y cristiano, el "toxicómano" ya no será un enfermo sino un subversivo en potencia y viceversa. En ese momento se penaliza por primera vez el autocultivo y la tenencia de semillas. Incluso para consumo personal las penas iban de uno a seis años de prisión.
El Convenio de Cooperación Binacional renovado entre Estados Unidos y Argentina, en mayo de 1974, se pensó sería un recuerdo al país de las obligaciones contraídas para controlar el tráfico y la producción de materias primas. Sin embargo, el espíritu del acuerdo estuvo, más bien, centrado en el consumo que ciertos grupos supuestamente hacían de sustancias psicoactivas ilegales. En palabras del embajador norteamericano: “Las guerrillas son los principales consumidores de drogas en la Argentina, por lo tanto la campaña antidrogas será automáticamente una campaña antisubversiva” (citado en Weissmann, 2005:154). Como se puede observar, el lineamiento entre las políticas estadounidenses y las argentinas, llegaban hasta los discursos públicos.
De manera grosera y obscena, así como en el mundo el “narcoterrorismo” es una generalización para buscar explicar y estigmatizar los estallidos sociales y las insurgencias, el “narcotráfico” resulta una justificación conveniente para desplegar desde los Estados, estrategias militaristas de control social.
“El "narcotráfico" se utiliza para sustentar una estrategia que globalice en el continente latinoamericano los intereses de la seguridad nacional estadounidense, encarados simultáneamente desde los planos geográfico, económico y militar" (Blixen Samuel, 1997)”
Esta relación directa entre drogas y subversión, que contaba con el apoyo de la policía, jueces y médicos así como con el beneplácito de los medios locales, resultó ser una estrategia nada complicada y en extremo provechosa para los objetivos políticos de López Rega, y es que el estereotipo “adicto-subversivo” no solo ayudaba a legitimar la persecución de sus enemigos políticos, sino también a encubrir un modelo de acción política que utilizaba el dinero del narcotráfico para financiar las actividades parapoliciales de la organización terrorista que coordinaba el entonces ministro, la Alianza Anticomunista Argentina (Aguirre, 2008; Pasquini y De Miguel, 1995). Dinero que —otros dicen— obtenía de sus acuerdos con Estados Unidos y que, además, utilizó para financiar la División de Toxicomanías y el CENARESO (Manzano, 2014). Así, pocos meses después cuando se modificó la ley penal, fue la conveniente imagen del “adicto” como enemigo político la que cristalizó en el proyecto presentado por el Poder Ejecutivo.
La policía en su contemporáneo Manual de Toxicomanía (1979) tiene las definiciones de adicto y de adicción como fenómeno urbano juvenil grupal, definiciones que proporcionaban los médicos legistas, psiquiatras y toxicólogos tanto como los aspectos criminógenos que estos profesionales le adjudicaban a esta “enfermedad contagiosa” en sus pericias y tratados, que justificaban el accionar policial sobre determinados sectores sociales así como la especificidad de las acciones preventivas y represivas que la institución se atribuía.
El saldo de esta política de drogas fue la persecución policial, la criminalización, estigmatización y el encarcelamiento de jóvenes usuarios. Ello hizo de la sustitución de este paradigma represivo un tema en la agenda de importantes referentes de los derechos humanos durante los últimos años de la dictadura y los primeros años del gobierno democrático.
La democracia que no fue
A pesar de que en 1986 se absolvió a Gustavo Bazterrica por la tenencia de dos porros, en un fallo donde la Corte Suprema de Justicia de la Nación declaraba que penar la tenencia de drogas para uso personal era una aberración jurídica, basándose en el principio de autonomía y privacidad del Artículo 19 de la Constitución, al momento de la profundización del debate sobre las drogas, el alinamiento con las politicas estadounidenses dió como resultado la ley 23.737 de 1989, con Menem como presidente. Por un lado, mantuvo y aumentó penas acorde al punitivismo norteamericano, garantizando la penalización de la tenencia de drogas para consumo personal, el cultivo de plantas y la guarda de semillas, entre otras cuestiones. Por otro, reforzó la vieja mirada higienista: en caso de demostrar que no es un criminal despreciable, el “drogadependiente”, carente de voluntad, debe ser internado sin su consentimiento.
El tráfico (sin diferenciar narcos de dealers) se equiparó con una violación, la tenencia simple (es decir, tener drogas sin poder convencer al juez de que es para consumo y sin pruebas en contra de comercio) se equiparó con un robo y si la tenencia es para consumo personal el usuario debe asumir una adicción para canjear la pena por un tratamiento compulsivo.
La deriva de semejante política de Estado fue calamitosa. Los usuarios y cultivadores de cannabis forman el grupo más numeroso de encausados y de detenidos sin condena firme. No son los únicos, por supuesto: la ley es brutal sin importar la sustancia ilegal en cuestión. Quienes no se dedican a la venta de drogas representan desde hace años un promedio del 50 por ciento de las infracciones a la ley 23.737.
Los datos disponibles no prueban la efectividad de la “guerra contra el narcotráfico” pero no dejan dudas sobre sus consecuencias negativas para los derechos fundamentales. El punitivismo y el prohibicionismo persiguen a les consumidores y a les vendedores de pequeñas cantidades. De este modo, personas que no cometen delitos violentos, y que ya sufren vulneraciones sociales, son encerradas, en muchos casos en condiciones inhumanas.
En definitiva la tan nombrada “Guerra” en la Argentina, resulta fácil de traducir como una guerra contra los pobres. De hecho en la actualidad, el accionar de las fuerzas represivas en materia de drogas recae principalmente en personas usuarias y mujeres jefas de hogar perteneciente a los sectores más vulnerados del norte argentino que recurren a la comercialización de estupefacientes como sustento económico.
No hay nada nuevo bajo el sol
La dictadura pasó, pero sus políticas no. Con el correr de la democracia, salvo algunos atisbos efímeros o endebles de inclinar la balanza hacia una política justa y seria, que parta desde una perspectiva de salud pública, aún seguimos denunciando la estigmatización, la criminalización, la persecución y la privación de libertad de cientos de miles de personas en todo el país. De hecho el avance de las fuerzas represivas y la política del gatillo fácil llegan a acusar un muerto cada 21 horas.
La agenda bilateral de “combate al terrorismo y al narcotráfico” que tiene nuestro país con el imperio ya es una constante que sostuvieron todos los gobiernos hasta el día de hoy.
En los últimos años, tanto Bullrich del PRO como Berni del Frente de Todos, levantan las banderas de “la guerra contra el narcotráfico”, aún con la cantidad de evidencias que existen al día de hoy de que todo crimen organizado no opera sin connivencia y garantías de las fuerzas represivas, el Estado corrupto y los empresarios, la supuesta guerra, solo encierra jóvenes durante años y sin condena firme, por uso o tenencia. Tal es así que incluso se ha buscado “redefinir” el rol de las Fuerzas Armadas buscando que intervengan en la seguridad interna bajo la misma farsa de los enemigos número uno “narcotráfico y terrorismo”.
Mientras en la actualidad el gobierno de Alberto Fernández busca lavar su imagen golpeada por las malas políticas en materia de Salud y Economía frente a la pandemia con medidas tibias sobre el uso de cannabis, la legalización del cultivo medicinal y dice haber dejado de perseguir a usuarios, los funcionarios de su fuerza política (y represiva) siguen encerrando jóvenes por tenencia, desapareciéndolos y asesinándolos sin mayores costos.
Por eso a 45 años de la última dictadura, seguimos peleando por nuestros derechos, porque no olvidamos, no perdonamos, no nos reconciliamos. 30mil compañerxs detenidxs desaparecidxs, ¡PRESENTES!
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