En este ensayo continuamos las intersecciones, contrapuntos y diálogos posibles entre León Trotsky —uno de los marxistas revolucionarios más fecundos del siglo XX— y dos intelectuales latinoamericanos, José Revueltas y René Zavaleta Mercado, que destacan por sus agudas aportaciones y sus originales reflexiones en el terreno de la teoría social y política de nuestra región.
La elección no es caprichosa: ambos escribieron en torno a dos de las revoluciones más destacadas del siglo XX latinoamericano —la mexicana y la boliviana, que guardan esa importancia junto a la cubana—, realizaron una labor que no se limitó a una interpretación histórica sino que crearon conceptos teóricos para intentar entender las formaciones sociales, las características de los procesos revolucionarios y de la hegemonía que la clase dominante construyó a partir de la contención de los mismos. Si bien Zavaleta se convirtió en una figura prácticamente “canónica” de la academia en México, Bolivia y otros países —lo cual contrasta con la marginalización de la cual fue objeto Revueltas— los dos tuvieron una historia militante cuyo devenir se articuló (y en cierta manera, se reflejó) en la evolución de su pensamiento teórico, y también en las inercias que se mantuvieron, sobre las cuales volveremos críticamente en este ensayo. Nuestro enfoque pretende, partiendo de reconocer aspectos que merecen ser recuperados, establecer un debate con varias de sus elaboraciones, incluyendo sus conclusiones en torno a las revoluciones que estudian.
Si en el primer artículo desarrollamos lo referente al abigarramiento social, el desarrollo desigual y combinado y el bonapartismo, en éste nos referimos al análisis de las revoluciones, estableciendo las aristas que consideramos más destacables en cada autor. En este punto, poner en juego las elaboraciones de Trotsky es central, particularmente en lo que hace a la caracterización de las revoluciones. Protagonista directo de dos revoluciones rusas y dirigente del estado obrero soviético hasta la degeneración burocrática estalinista, Trotsky escribió su monumental Historia de la Revolución Rusa, y puso sus energías en entender los procesos revolucionarios ocurridos durante las décadas de 1920 y 1930, y proponer una estrategia política para el triunfo de los mismos. A la par, su Teoría de la Revolución Permanente resulta fundamental para pensar la revolución en los países de desarrollo capitalista dependiente, y permite un diálogo con los dos intelectuales a los que nos referimos; por otra parte, ellos fueron lectores del marxista ruso, como puede rastrearse en su obra. Trotsky, durante su exilio en México entre 1937 y su asesinato acaecido en agosto de 1940, enriqueció su teoría de la revolución a partir de interiorizarse con la historia y la realidad social y política de nuestra región, y en particular al conocer la experiencia de la Revolución Mexicana. Y se constituyó como uno de los marxistas europeos más “latinoamericanos”, en la medida que sus trabajos resultan una verdadera aportación para la reflexión en torno a los procesos revolucionarios en América Latina.
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Antagonismos de clase y los límites de las burguesías nativas, según Revueltas y Zavaleta
Las revoluciones mexicana y boliviana se dan en países que tienen una estructura social caracterizada por una fuerte presencia de las masas agrarias y los pueblos originarios. No obstante, fue distinta la dinámica del proceso revolucionario y en particular la participación del proletariado.
La primera causa, por darse en dos momentos históricos diferenciados. La revolución mexicana ocurre cuando el capitalismo nativo estaba aún en una fase temprana, en donde la centralidad social revolucionaria recayó en el campesinado —expresión contemporánea de un largo historial de revueltas agrarias que en el siglo XIX cruzó el llamado México independiente—, [1] jugando la clase obrera un rol más modesto y menos explosivo, tanto por su todavía temprano desarrollo como por el peso de las derrotas previas, particularmente en Cananea y Río Blanco en 1906 y 1907. En ese sentido, Revueltas considera en múltiples pasajes de Ensayo sobre un proletariado sin cabeza el rol de los ejércitos de Zapata y Villa en el devenir de los acontecimientos, cuando “se desencadena con formidable ímpetu la revolución agraria popular e independiente, de franco carácter plebeyo, que Zapata proclama con el Plan de Ayala” (2020, p.157).
La revolución boliviana de 1952, en cambio, se despliega cuando ya había emergido una clase obrera fuerte, con su destacamento central en el proletariado minero, con una tradición y experiencia de lucha desplegada a partir de la Guerra del Chaco (1932-1935) y atravesando los 17 años siguientes, con gobiernos bonapartistas de distinto signo, huelgas generales, represiones sangrientas. En ese período desarrolla una importante subjetividad proletaria, constituyéndose, como reconoce el propio Zavaleta, en el “esqueleto combatiente del movimiento democrático” que ocupa el proscenio en 1952. Sobre los antecedentes de esto, Eduardo Molina (2019) por ejemplo, plantea que “sobre la base de este proceso de recomposición del movimiento obrero se llegará a la huelga general de mayo de 1936, que representa el primer gran ensayo del proletariado boliviano luego de la Guerra del Chaco.” (p. 233). [2]
Ambos autores tienen un mérito importante en que indagan en las determinaciones estructurales y su articulación con los procesos políticos, sociales y de la lucha de clases, con un enfoque clasista.
Esto se ve en sus consideraciones sobre el protagonismo de las clases subalternas y su influencia en el desarrollo de los acontecimientos. Revueltas plantea que la cuestión clave que motoriza la revolución a partir de 1913 es
[…] la lucha (por parte de Carranza y Obregón, N. del A.) contra el problema militar representado por Villa y la División del Norte, y la lucha, de carácter más profundo y de mayor importancia histórica, contra el problema de la revolución campesina popular, representada por la alianza Zapata-Villa que se produjo desde la Convención Militar de Aguascalientes en 1914”. (2020, p.159).
Y explica desde allí los cambios en las políticas de los representantes de la burguesía, que, como Carranza y Obregón, prometen resolver demandas sociales como vía para contener la revolución agraria.
En Bolivia, Zavaleta considera que es la acción del proletariado y los sectores populares lo que convierte al golpe de estado planificado por la cúpula del MNR, en una revolución donde el protagonismo está en las masas insurgentes que irrumpen con una acción histórica independiente, la insurrección del 9 de abril:
[…] lo que el MNR, cuyos negociadores o conspiradores eran, en el caso, Lechín y Siles, planteaba como traspaso del mero aparato estatal iba a ocurrir en la realidad en términos mucho mayores, como sustitución de un Estado por otro, de un bloque de clases por otro, es decir, como una revolución en forma. (2013b, p. 64)
Como plantea Sergio Mendez Moissen en su ensayo sobre la revolución boliviana y la obra de René Zavaleta Mercado, “Aunque el MNR había participado de las anteriores luchas del proletariado minero de Bolivia consideraba a la “masa”, a los “plebeyos potentes”, como sujetos secundarios en su estrategia de toma del poder.”
Para ambos autores, la burguesía no funge un papel transformador en las décadas previas a los procesos revolucionarios, lo cual se verifica en el retraso de la revolución democrático-burguesa y en la dinámica de los procesos referidos. Mientras Zavaleta habla de su carácter “señorial” y de la inexistencia de una “reforma intelectual” que vaya en el sentido de la ideología capitalista, [3] Revueltas, más claramente, la considera reaccionaria y conservadora en su totalidad, y sostiene la discordancia de la ideología democrático revolucionaria, acuñando dos categorías cruciales en su obra: necesidades históricas —relacionadas con la liquidación de todas las trabas “feudales”— y necesidades inmediatas, en referencia a las que se limita a resolver la burguesía antes de la revolución de 1910. Revueltas considera que para 1917, la que toma el poder es una prefiguración de la burguesía, su tendencia a ser, y su maduración llegará recién hasta 1937 bajo el cardenismo. [4] Por su parte Zavaleta, después de considerar los límites de la clase dominante boliviana y su carácter oligárquico, considera que el Movimiento Nacionalista Revolucionario es una expresión monopolizada por la pequeña burguesía que finalmente encarnará el proyecto burgués. [5] Esta definición, si bien crítica, no establece claramente el carácter burgués del programa y el proyecto político del MNR desde su formación.
En este punto, hay que considerar cómo explican esta dinámica a partir de las particularidades del proceso histórico. En el artículo anterior, nos referimos a la categoría de abigarramiento, que concentra formas capitalistas y precapitalistas. En el horizonte zavaletiano, la misma se articula con la idea de que la burguesía mantiene una forma de ser oligárquica, y que, incapacitada de construir un capitalismo moderno, no logra una verdadera hegemonía.
Era una burguesía que no era burguesa sino en ciertos aspectos muy específicos de su acumulación, o sea burguesa en su riqueza pero no en su proyecto, como alcance nacional, en cambio, fundaba su propio poder en una articulación no burguesa de las relaciones productivas existentes en el país, y en último término, era la burguesía la que impedía la ampliación de la burguesía, la generalización del proceso capitalista y en general la realización in pleno de las tareas burguesas. (Zavaleta, 2013b, pp. 66-67)
Si la perspectiva de Zavaleta es prioritariamente endógena —lo cual lo lleva a no destacar suficientemente la primacía de las estructuras capitalistas, vinculadas al mercado mundial, en dinámica de la formación abigarrada—, en el caso de Revueltas encontramos una serie de consideraciones sobre el contexto capitalista internacional:
¿Cuáles son los factores determinantes de la contradicción histórica de la ideología democrático burguesa, entre la conciencia de las necesidades inmediatas y la conciencia de las necesidades mediatas de su realización? Señalemos las que a nuestro modo de ver son las principales:
1) El enorme retraso con que el país entra al proceso general del desarrollo histórico.
2) Las continuas guerras civiles y extranjeras durante el siglo XIX y la amenaza imperialista en el siglo XX.
3) La integración nacional del país como un proceso que no marcha al parejo de la independencia política ni del desarrollo democrático burgués. (Revueltas, 2020, p. 314)
En ambos casos vemos un pensamiento dialéctico para pensar el retraso de la revolución democrático burguesa, y las limitaciones estructurales y políticas de la clase dominante.
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Sin embargo, aún así consideran que es la burguesía (o sus representantes políticos) quién puede jugar un rol hegemónico en el proceso revolucionario, lo cual no puede ser asumido por las clases subalternas. Revueltas lo plantea así:
[…] las grandes masas campesinas y obreras (estas últimas con un peso específico bastante débil), incapaces de llevar a cabo ninguna acción independiente y, por cuanto, a la clase obrera, sin una conciencia propia, como tal clase, que la pudiese situar en las condiciones de aliarse a los campesinos y disputarle a la clase burguesa la hegemonía. (p.153)
Este aspecto crítico respecto a las potencialidades de las clases oprimidas y explotadas, no supone negar que, para Revueltas, el antagonismo de clase era el motor de la revolución. El fue uno de los primeros y grandes críticos marxistas del nacionalismo revolucionario, que señala claramente como contiene la revolución, apelando a reformas “desde arriba”, expresadas primero a las adiciones al Plan de Guadalupe de Carranza y luego en la Constitución de 1917. Éste es su aporte precursor, una historia a contrapelo del discurso oficial instrumentado por “la revolución hecha gobierno”. Esta crítica implacable explica la marginalización que se generó desde el estado y sus instituciones sobre José Revueltas.
René Zavaleta, si bien establece la centralidad de la clase —en términos de una suerte de hegemonía social en el movimiento democrático— considera que no logra superar la hegemonía política e ideológica de la burguesía, lo cual se adjudica a una inmadurez política e ideológica preexistente de la clase trabajadora. Se trata de un análisis que cae en cierto subjetivismo, que le lleva a secundarizar la potencialidad del antagonismo expresados en la lucha de clases, en la relación entre la clase trabajadora y la dirección emerrista y en las tendencias a ir más allá del programa y del accionar de la dirección burguesa. Esto puede rastrearse en sus consideraciones sobre las Tesis de Pulacayo, de las cuales si bien reconoce su importancia programática, no expresaría un proceso de radicalización real en el proletariado minero, todavía sujeto a la ideología burguesa. Pero también en su postulados en torno a la dualidad de poderes. En su libro “El poder dual en América Latina”, que constituye una rica y aguda reflexión en torno a la experiencia boliviana y chilena, que establece un debate particular con las elaboraciones de León Trotsky, considera que “la espontaneidad de las masas no podía plantear una verdadera dualidad de poderes y debía producir necesariamente la degeneración de ese embrión.” (Zavaleta, 2013a, p.421), dejando de lado la responsabilidad política del MNR y de los líderes obreros y campesinos en ello. Sobre esto,el trabajo citado de Moissen plantea: “A pesar de la hegemonía que conceda al proletariado en la revolución de 1952, Zavaleta consideró que en ese momento no existió un poder dual sino tan sólo en carácter germinal confundiendo una revolución proletaria victoriosa con situaciones revolucionarias abiertas”.
Cabe preguntarse entonces, ¿cómo un proletariado que protagoniza una insurrección triunfante —yendo mucho más allá del golpe de estado proyectado por el MNR y la logia militar Radepa—, que organiza milicias armadas, y sienta las bases de un doble poder desde las minas y las barriadas obreras, puede ser considerado inmaduro políticamente? Como dice Molina, en las consideraciones zavaletianas sobre este momento se encuentra “como fin apuntalar la idea de la Revolución boliviana como una revolución puramente democrática o nacional y al MNR como su conducción natural” (2019, p.338). Esto lleva a minimizar el lugar definitorio y central de la lucha de estrategias y programas, y por ende la responsabilidad que tuvieron las conducciones del movimiento de masas en que la revolución no lograse romper la contención que pretende darle el MNR, cuestión que Zavaleta deja planteado (ya que es crìtico de dirigentes como Lechin) pero no le da su justo lugar definitorio y determinante.
Es importante en este punto considerar su posicionamiento ante el nacionalismo revolucionario. Si bien a partir de su salida del MNR (en el cual llegó a ser Ministro de Minas bajo el gobierno de Paz Estenssoro en 1964), desarrolló una importante crítica de su anterior partido, saliendo de la mistificación de que la revolución era obra entera del MNR, [6] aún después de 1970 seguirá considerando que el nacionalismo puede significar un paso adelante en una perspectiva socialista. Por ejemplo, adjudica las diferencias entre Siles Suazo y Paz Estenssoro a la existencia de proyectos enfrentados. Paz encarnaría un proyecto capaz de garantizar un desarrollo capitalista más integrador y nacionalizador, muy distinto al de Siles. Aunque siempre reconoce el carácter capitalista de estos planes, considera que pueden significar un paso progresivo hacia un posterior curso socialista; se expresa así su búsqueda por vincular un capitalismo nacional y autóctono con su idea particular del socialismo. Esto es una distinción evidente con Revueltas quien pensó las diferencias entre las alas de la burguesía durante la revolución como diversas formas de contener y desviar la acción de las masas. [7]
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Revoluciones democráticas burguesas y socialismo en América Latina
Si Revueltas y Zavaleta escriben sobre dos revoluciones en las que la burguesía no había realizado previamente las tareas históricas que supuestamente debía resolver, León Trotsky también reflexiona y teoriza sobre los procesos revolucionarios en los países de desarrollo capitalista atrasado donde la clase obrera y los campesinos habían tomado la estafeta. Es el caso de las dos revoluciones rusas de inicios de siglo XX, pero también de la revolución China de 1925-1927, o sus escritos y discusiones en torno a México y América Latina a fines de los años 30.
Los dos marxistas latinoamericanos optan por definir a las revoluciones que estudian como democrático-burguesas. En un artículo reciente recuperamos la conceptualización revueltiana de “revolución democrático-burguesa tardía”. Por su parte Zavaleta sustenta su definición en un debate polémico. En “Consideraciones sobre la historia de Bolivia” se pregunta ¿qué es lo que define el carácter de una revolución?:
Se presentan aspectos subjetivos y objetivos. Por lo primero, el objeto que se busca y también el sujeto clasista que juega el papel protagónico. No es raro el caso de algunos que definen las tareas por la vía de quién las realiza y, en este caso, por ejemplo, sería proletario todo lo que el proletariado hace. En tal sentido, puesto que la clase preponderante en el momento de clímax fue el proletariado, que oficiaba de organizador elemental y jefe de todos los demás sectores oprimidos, entonces tendríamos que hablar de 1952 como de una revolución proletaria. Es criterio no pertinente a todas luces. Tampoco es un punto fuerte de definición el objeto que busca el proceso. Aquí, dicho del modo más simple, se buscaban objetivos diferentes, según la clase y el sector de la clase, aunque todos ellos estuvieran dentro del pacto revolucionario. (p. 67)
Su conclusión no deja lugar a dudas: lo que define a una revolución “en general” y a la boliviana en particular, “no es lo que se supone que se quiere de ella ni el carácter de los sujetos clasistas ejecutantes, aunque un aspecto y el otro tienen obvia trascendencia, sino el curso objetivo, o las tareas que se ejecutan, que son lo comprobable dentro del proceso revolucionario, su resultante como suma de las coordenadas compuestas por las influencias clasistas.” (Zavaleta, 2013b, p. 68)
Se trata de una discusión compleja. Aunque Zavaleta le da un lugar fundamental a la clase obrera, su conceptualización resalta el adverso resultado del proceso revolucionario, una “suma de influencias clasistas” que se concretan en una revolución democrático-burguesa, acotada a las limitaciones programáticas e ideológicas que determinaron, en última instancia, su contenido.
La contradicción marcada por una revolución democrático-burguesa que se da mientras la clase dominante es incapaz de completar un desarrollo verdaderamente nacional y capitalista lleva a Zavaleta a plantear que:
Es el propio Marx el que prevé en algunos de sus textos la necesidad que la revolución burguesa tiene de luchar contra ciertos sectores de la burguesía ligados a la superestructura anterior, como la burguesía comercial respecto de la monarquía absoluta, etc. (p. 67)
Pero en Bolivia la destrucción de la maquinaria estatal no se da como resultado de la acción de estos sectores, sino de la irrupción del proletariado y las masas populares, que abren y definen la dinámica de la revolución. La forma de lucha de la “revolución burguesa” (el golpe de estado planificado por el MNR) era coherente con el objetivo: ocupar el Estado preexistente y limitarse a un cambio de gobierno. Esto se encuentra lejos de lo que sucede a partir de la insurrección de masas del 9 de abril. Según Zavaleta ese día “los portadores de la nueva burguesía entraban al nuevo Estado en las condiciones dadas por las masas” (p. 65), lo cual es muy distinto a su objetivo inicial, que era “introducir a esas masas a la política, a través del uso del viejo aparato estatal, esta vez en sus manos, pero intacto en su carácter” (p. 65).
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Entonces, ¿cómo definir la revolución? Nadie duda que, en el caso boliviano, su resultado queda en los marcos democrático-burgueses. No obstante, es problemático definirla solo por su resultado, más aún cuando las “coordenadas de influencias clasistas” de la que nos habla Zavaleta implicaron tendencias contrapuestas, expresadas en un verdadero antagonismo de clase y el despliegue de una acción radicalizada y tendencialmente anticapitalista por parte del proletariado y el movimiento de masas, con la emergencia de un embrión de doble poder, milicias obreras y la propia destrucción del pilar del estado oligárquico, las fuerzas armadas. Dicha elección en el terreno conceptual, conduce a separar artificialmente la revolución democrático-burguesa de la revolución socialista, las cuales en el convulsivo proceso histórico referido tendieron a articularse a través de la acción de las clases explotadas y oprimidas. Si pensamos desde allí el caso mexicano, también allí —más allá de las limitaciones evidentes en la participación proletaria— se expresó el antagonismo de clase, proyectos claramente contrapuestos y fuertes tendencias anticapitalistas, en la radicalidad de los ejércitos de Villa y Zapata y en la experiencia de la Comuna de Morelos.
En este punto conviene recurrir a Trotsky. Su teoría de la revolución permanente parte de generalizar la experiencia de las revoluciones rusa y china, sosteniendo que, en la época imperialista, como resultado del profundo conservadurismo de las clases dominantes —desde las oligarquías hasta la burguesía nativa, que por otra parte se entrelazan—, en la dinámica del proceso revolucionario las cuestiones propias de la revolución democrático-burguesa —como la cuestión agraria, el fin del racismo y la opresión sobre los pueblos originarios, y la soberanía nacional— se articulan con tareas de corte anticapitalista y socialista. Esto se desarrolla en la misma lucha de clases en la medida que ésta se profundiza y radicaliza, como se confirmó en las revoluciones mexicana y boliviana. Y esto se traduce y se expresa en el carácter, la dinámica y el contenido que asumen los procesos revolucionarios. Es desde allí, además como Trotsky reflexiona sobre la revolución mexicana durante su exilio en Coyoacán, cuando sostiene que en México la clase que se gane al campesinado será la que encabece la nación; y estima que si el proletariado pretende impulsar una perspectiva socialista, debe hacer propias las demandas democráticas, planteando la lucha por una verdadera y efectiva reforma agraria (el revolucionario ruso analizó críticamente las reformas impulsadas por el gobierno mexicano) y la independencia real y efectiva del imperialismo. Por otra parte, partiendo de su reflexión más general sobre la dinámica de la revolución en los países dependientes, es que Trotsky —en un debate que es pertinente en este punto— le escribe a Eugene Preobajensky respecto a la revolución china de 1925:
¿Cómo caracterizar una revolución? ¿Por la clase que la dirige o por su contenido social? Hay una trampa teórica subyacente al contraponer la primera a la última en forma tan general. El período jacobino de la revolución francesa fue, por supuesto, el período de la dictadura pequeñoburguesa, en el cual, además, la pequeña burguesía en armonía total con su naturaleza sociológica, abrió el camino para la gran burguesía. La revolución de noviembre en Alemania fue el comienzo de la revolución proletaria pero fue detenida en sus primeros pasos por la dirección pequeñoburguesa, y sólo logró unas pocas cuestiones que no fueron cumplidas por la revolución burguesa. ¿Cómo llamamos a la revolución de noviembre: burguesa o proletaria? Ambas respuestas son incorrectas. El lugar de la revolución de octubre será restablecido cuando establezcamos la mecánica de esta revolución y determinemos sus resultados. No habrá contradicción en este caso entre la mecánica (poniendo bajo este nombre, por supuesto, no sólo la fuerza motriz sino también la dirección) y los resultados: ambos poseen un carácter “sociológicamente” indeterminado.” (p.235).
Hay que tomar en cuenta, entonces, el conjunto de los elementos: su mecánica (que implica considerar las clases en pugna y las conducciones de las mismas) y su resultado.
En el caso boliviano y mexicano, creemos que esto supone incorporar la dinámica, que es novedosa respecto a la ruta tradicional de las revoluciones burguesas clásicas. Lo que se mostró es que ya no era posible una revolución democrático-burguesa encabezada por la burguesía. Los sectores que actuaron como los representantes de los intereses de la burguesía —el MNR en Bolivia, el maderismo y constitucionalismo en México— no buscaban una revolución, sino a lo sumo imponer un cambio en el régimen político. [8] No podían resolver la cuestión agraria, ya que implicaba atacar las bases fundamentales del orden capitalista, algo que tampoco logran después de los respectivos procesos revolucionarios. Es la dinámica de la acción del movimiento de masas, empujada por el antagonismo de clase, lo que desborda a estas facciones políticas, y abre un escenario superior de lucha de clases.
Si esto tiene características diferenciadas en cada revolución, lo que se evidencia como aspecto en común es un protagonismo de las clases subalternas que expresa una dinámica de corte anticapitalista, la cual diverge de la contención que pretenden imponer los sectores burgueses.
La definición del carácter de la revolución debe tener en cuenta las dos grandes tendencias, que se expresan en la dinámica de los acontecimientos. Si en México esto está presente aún sin una clase obrera desarrollada, a través del crisol del accionar campesino que enfrenta al constitucionalismo, en el caso boliviano es evidente. Allí se ve como una de estas tendencias apunta hacia la reconstitución de un estado capitalista —que apela para ello a la colaboración de las dirigencias obreras y campesinas y a una agenda de reformas desde arriba— y la otra —semiconsciente e inacabada, pero expresada en el accionar de las clases protagonistas de la insurrección— hacia una autonomía de clase, que abre la posibilidad de un poder alternativo y revolucionario.
En el origen de estas revoluciones, entonces, hay tareas irresueltas, propias de una revolución burguesa: los primeros adversarios son las viejas clases dominantes y el Estado que defiende los intereses del Porfiriato o de la Rosca, los principales enemigos del reparto agrario. Su resultado, a partir del desvío y la contención de las facciones más avanzadas, es la emergencia de un poder estatal nacionalista burgués; pero, aunque todos estos aspectos son ciertos y deben tomarse en cuenta, limitar por ello la definición de estas revoluciones a un carácter democrático burgués (aun incorporandole la dialéctica de lo tardío, como hace Revueltas) no parece suficiente.
La Revolución Mexicana, como revolución campesina, fue más allá de un estadio democrático-burgués, en la medida en que puso en cuestión las bases mismas del dependiente y atrasado capitalismo mexicano en el agro, dando pasos en una dinámica anticapitalista, que fue finalmente contenida y desviada tras las reformas, impulsadas desde arriba, por el constitucionalismo desde el estado burgués posrevolucionario. [9] Respecto a Bolivia, la especificidad distintiva de la revolución de 1952 es la participación de la clase obrera, que estructura en torno a su accionar al resto de los explotados y oprimidos y avanza en una dinámica que cuestiona la dominación capitalista en el país; de igual forma, su imposibilidad de consolidar una alternativa al proyecto del MNR y concretar una hegemonía duradera sobre las masas campesinas. La revolución boliviana se constituye, entonces, como una revolución obrera, contenida y desviada para mantenerse dentro de los marcos democrático-burgueses.
El debate sobre dos de las revoluciones más importantes del siglo XX en América Latina, y sobre las interpretaciones que Zavaleta y Revueltas realizan —y que consideramos profundamente originales y lúcidas, y desde cuyo reconocimiento establecemos las discusiones anteriores— tiene una importancia que va más allá de la clarificación histórica, en la medida que pone en el centro el protagonismo del proletariado y las clases oprimidas, y que busca profundizar en torno a la relación entre la lucha por las cuestiones democráticas —que aún hoy están pendientes en nuestra región y que se profundizan bajo los planes imperialistas—, y la perspectiva de la revolución socialista, tan fundamental para el presente y el futuro de la clase obrera y los pueblos de América Latina.
Fuentes primarias
Mendez Moissen, S. “René Zavaleta Mercado a contrapelo”, consultado el 10 de diciembre en https://www.laizquierdadiario.com/Rene-Zavaleta-Mercado-a-contrapelo
Molina, E. (2022). Revolución obrera en Bolivia – 1952. Argentina: Ediciones IPS.
Revueltas, J. (2020). Obra política, 3 vols Tomo II. Ciudad de México, México: Ediciones Era.
Bibliografía consultada
Dal Maso, J. (2023). Mariátegui: Teoría y revolución. Argentina: Ediciones IPS.
Ferreira, J. (2019). Comunidad, indigenismo, y marxismo. Argentina: Ediciones IPS.
Antezana, L. (2009). “Dos conceptos en la obra de René Zavaleta Mercado: formación abigarrada y democracia como autodeterminación”. En Olivé, L. et al., Pluralismo epistemológico. Bolivia: Clacso coediciones.
Fuentes, J. (2001). José Revueltas una biografía intelectual. México: Miguel Ángel Porrúa y UAM-I.
Gil, M. (2006). “Zavaleta Mercado. Ensayo de biografía intelectual”. En Aguiluz, M. y De los Ríos, N. René Zavaleta Mercado. Ensayos, testimonios y re-visiones. Argentina: Miño y Dávila.
Giller, D. (2016). René Zavaleta Mercado: una revolución contra Bolivar. Argentina: Ediciones UNGS.
Gilly, A. (1980). La revolución interrumpida. México: Ediciones Caballito.
Oliver, L. (1994) “José Revueltas: La irrupción del pensamiento crítico en el México posrevolucionario”. En Marini, R. y Millán, M. (1994). La teoría social latinoamericana Tomo 2. México: Ediciones Caballito.
Oprinari, P (coord.), Mendez Moissen, S. y Vergara Ortega, J. (2021). México en llamas. Interpretaciones marxistas de la revolución. México: Ediciones Armas de la crítica.
Pineda, F. (2005). La revolución del sur 1912-1914. México: Ediciones Era.
Reina, L. (1998). Las rebeliones campesinas en México, 1819-1906. México: Siglo XXI editores.
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