Primera entrega de una serie de entrevistas que iniciamos con el fin debatir algunos campos poco visitados de la historia y la realidad política actual.
Miércoles 11 de septiembre de 2019 00:00
LID: ¿Qué representa Sarmiento en la historia nacional?
Ezequiel Adamovsky: Sarmiento, como uno de sus padres fundadores, tiene la ambivalencia que tiene la tradición liberal en la Argentina. Por un lado, sus ideas fueron absolutamente de avanzada en lo cultural y en algunos aspectos de lo político. Creyó como pocos en el valor de la ciencia y la educación y le debemos el ser, junto con Uruguay, los dos países de América Latina en los que el Estado encaró más temprana y enérgicamente la educación de las clases bajas. También fue de avanzada en la bienvenida que dio a la participación de las mujeres y en la vida pública. Fue asimismo de los que creyeron en la importancia de cierta igualdad en el acceso a la propiedad como precondición para una vida política democrática. En todo eso se destacaba entre sus contemporáneos.
Al mismo tiempo, todas estas ideas se aplicaban, en su mente, sobre una población ideal que no era la que habitaba estas pampas. Sobre los habitantes reales de la Argentina, en especial las clases bajas, su opinión era la peor. Los consideraba absolutamente incapaces para la vida civilizada. Su desprecio de los gauchos, criollos e indígenas llegaba a un verdadero odio visceral. Por ello, su benevolente espíritu educativo se tornaba rápidamente en una actitud más violenta respecto de los pobladores reales, toda vez que demostraran no adaptarse bien a sus esquemas teóricos. En la función pública se comportó con un fuerte autoritarismo y fue escasamente pluralista. A sus adversarios políticos no les reconocía ninguna legitimidad: eran “la barbarie”. No se cansó de exigir que el partido federal fuese aplastado y exterminado y llegó a celebrar públicamente que se cortara la cabeza del Chacho Peñaloza y se la exhibiera en una plaza clavada en una pica.
Debemos a Sarmiento el Facundo, posiblemente el libro más influyente de la historia argentina, el que más incidió en el modo en que esta sociedad se piensa a sí misma. Allí nos invitó a pensar nuestra historia como una lucha de civilización contra barbarie, en la que las clases bajas, especialmente si eran mestizas, representaban las fuerzas de la barbarie y en la que todo lo civilizado venía de Europa y de las clases letradas. Esa dicotomía tuvo efectos políticos nefastos. Nos educó en el desprecio de lo popular y de lo no blanco y, por ello, en el tipo de ejercicios de autodenigración nacional que afloran constantemente en nuestros debates públicos. La visión sarmientina de lo que somos fue uno de los abonos de la violencia de clase y estatal que tantas veces se impuso sobre nosotros y nosotras, tanto como de los microfascismos que pueblan nuestras interacciones cotidianas.
LID: En su opinión, ¿cómo es abordada la Historia en el sistema educativo actual?
Ezequiel Adamovsky: Sobre el sistema medio conozco poco como para dar una opinión fundada. Sobre la historia en las universidades, la Argentina tiene varios centros de formación de excelencia, que no tienen nada que envidiar a los mejores del mundo. A mi gusto sería necesario acentuar la formación en comunicación pública de la historia y limitar la excesiva tendencia a la hiperespecialización.
En los años ochenta la producción historiográfica estuvo condicionada, moldeada por el retorno democrático tanto en relación a los temas de investigación, la especialización académica y el papel de los historiadores en el escenario público.
LID: ¿Cómo definiría esa relación entre la Historia y la realidad política en el último período?
Ezequiel Adamovsky: La generación de los historiadores e historiadoras que reorganizaron el campo historiográfico en la década de 1980 imprimió algunas dinámicas y sesgos que, para mi generación, fueron una carga. Por la experiencia de la que venían –la intensa militancia de los años setenta— trataron de levantar un muro entre historia y política, aislar a la historiografía de las demandas de sentido de la cultura general. Y propusieron una visión de lo que significaba ser un “historiador profesional” que era, supuestamente, despolitizada. La historia debía ser desmitificadora, iluminar las complejidades, evitar cualquier mensaje o moraleja sobre el pasado, nunca valorarlo éticamente. Eso significó, entre otras cosas, que el marxismo fue declarado obsoleto y, con él, la lectura clasista del pasado.
Con alguna dificultad mi generación descubrió que detrás de ese mandato despolitizador había una mirada política implícita, que era la de la armonía que proponía la visión alfonsinista, una sociedad reconciliada en el ejercicio de la ciudadanía democrática en una democracia “sin adjetivos”, como se decía entonces. Es decir, la modernidad capitalista y la democracia burguesa como horizonte implícito de “normalidad” a la que una sociedad debía aspirar. Y la lectura de toda “desviación” respecto de esa norma como un problema. Los principales proyectos de la historiografía de los ochenta fueron entonces los de entender dónde “anida la democracia” y cuáles son las amenazas que pesan sobre ella. La pregunta misma de investigación involucraba una mirada normativa y política respecto del pasado que era, paradójicamente, lo que nos decían que no debíamos hacer.
Por suerte luego de 2001 fue cambiando el escenario. Por varios motivos, entre ellos que la visión del “país normal” se hizo añicos. Hoy el campo historiográfico es mucho más plural ideológicamente de lo que era. Por supuesto sigue habiendo hegemonías, pero ya no es tan ideológicamente monolítico como en los 90s. Y lentamente se va abriendo a pensar que hay una conexión intrínseca entre historia y política y que la historia puede tener una utilidad para públicos más amplios.
LID: ¿Cómo ve a los historiadores y los usos de la Historia en el actual escenario del país? ¿Qué rol o que intervención le parece deberían tener los historiadores?
Ezequiel Adamovsky: Yo no creo que los historiadores DEBAN asumir un rol determinado. Que cada cual haga lo que quiera, no voy a decirle a los demás qué hacer. Pero sí me gustaría que hubiese mayor aprecio y espacio para aquellos de nosotros y nosotras que deseamos tener un rol público y comunicar sentidos sobre el pasado capaces de conectarse con la población general y con las preguntas políticas del presente. En eso hay mucho para hacer, especialmente en el momento actual.
El gobierno del PRO trajo una novedad en la cultura política de nuestro país que es bien preocupante. Es el primer gobierno que no plantea una visión propia sobre el pasado, sino que, más bien, es enemigo del pasado, enemigo de la historia. Desea profundamente que nuestra sociedad deje de referenciarse en su pasado, para hacerlo en cambio en los valores fundamentales y universales de mercado que ellos promueven. El emprendedurismo, la meritocracia y mitos por el estilo. En CABA Macri intentó eliminar o reducir la historia de la currícula del secundario. Estuvo también la eliminación de los próceres de los billetes y su reemplazo por animalitos. Y el desgano con el que se conmemoró el Bicentenario de 1816. Es un gobierno que nos invita a sostenernos sólo en una visión de futuro, sin pasado y a pesar de un presente que muestra pocos motivos para el optimismo. Y naturalmente necesitamos del pasado y de los sentidos de comunidad que podamos construir desde él para poder enfrentar estos avances del capital sobre nuestras vidas.
Y naturalmente necesitamos del pasado y de los sentidos de comunidad que podamos construir desde él para poder enfrentar estos avances del capital sobre nuestras vidas.
Acerca del entrevistado
Ezequiel Adamovsky es Doctor en Historia por University College London (UCL) y Licenciado en Historia por la Universidad de Buenos Aires. Es Investigador Independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y ha sido Investigador Invitado en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CNRS) en Francia. Se desempeña como profesor de la Universidad Nacional de San Martín y de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y ha dictado cursos en otras universidades en Argentina y en el exterior. Es autor de los libros Euro-Orientalism: Liberal Ideology and the Image of Russia in France, c. 1740–1880 (Oxford, Peter Lang, 2006); Historia de la clase media argentina: Apogeo y decadencia de una ilusión, 1919-2003 (Buenos Aires, Planeta, 2009); La marchita, el escudo y el bombo: una historia cultural de los emblemas del peronismo (con Esteban Buch, Buenos Aires, Planeta, 2016); El gaucho indómito: de Martín Fierro a Perón, el emblema imposible de una nación desgarrada (Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 2019) entre otros. En 2009 fue distinguido con el James Alexander Robertson Memorial Prize, en 2013 con el Premio Nacional (Primer premio categoría historia) y en 2016 con el Premio Bernardo Houssay.