Viernes 7 de noviembre de 2014
Jerusalén oriental respira un aire que parece cortarse con cuchillo. El gobierno derechista del premier israelí Benjamín Netanyahu lanzó dos provocaciones que abrieron un horizonte impredecible. Por un lado, acaba de aprobar la construcción de 500 viviendas destinadas a colonos judíos, extendiendo el asentamiento de Ramat Shlomo, (tras haber anunciado otras 600 en la misma zona) sumadas a 400 viviendas más en Har Homa (el asentamiento estratégico que impide la comunicación palestina entre Bethlehem y Jerusalén). Por otro lado, cerró el acceso a la Explanada de las Mezquitas, el tercer sitio mas importante para los musulmanes, bajo la excusa de “calmar las aguas” tras el asesinato de Mutaz Hiyazi, un joven palestino militante de la Jihad Islámica que purgó 11 años de prisión en las mazmorras israelíes, considerado “sospechoso” de atentar contra la vida del rabino ultraderechista Yehuda Glick, una calumnia desmentida con pruebas aportadas por el periodista israelí Dan Cohen. Glick es un fanático milenarista que promueve la expulsión de las familias palestinas de Jerusalén oriental para establecer el Tercer Templo judío sobre la Explanada de las Mezquitas, que abriría las puertas del próximo mesías. Bajo el padrinazgo del vicepresidente de la Kneset y dirigente del Likud, Moshé Feiglin, el rabino judeo-norteamericano buscaba una provocación movilizando colonos sobre las tierras árabes más calientes, advirtiendo con anterioridad que “la situación del Monte del Templo (denominación israelí de la Explanada de las Mezquitas) cambiaría tras un acto de violencia contra los judíos”. Desde 1996, el Likud y los movimientos de colonos provenientes del Gush Emunim (Bloque de los Creyentes) promueven la construcción de un túnel “arqueológico” con la finalidad de socavar los cimientos de la explanada.
Desde la presidencia de la Autoridad Palestina, los colaboracionistas Mahmoud Abbas y el Fatah consideraron la iniciativa israelí como una “declaración de guerra”, mientras Hamas agitó por una tercera Intifada.
La Explanada de las Mezquitas tiene un alto peso simbólico pues fue la mecha que encendió la segunda Intifada en octubre de 2000 (hasta 2005) tras la célebre provocación de Ariel Sharon, que abrió una oleada de huelgas y levantamientos radicales de masas que dejaban perplejas a las tropas israelíes, expuestas como tropas asesinas a los ojos de todo el mundo. Después de la Guerra de los Seis Días, cuando el Ejército israelí ocupó por la fuerza Jerusalén oriental en junio de 1967, las autoridades sionistas acordaron con la monarquía hachemita de Jordania el control de esa zona, vedando la presencia de colonos judíos para evitar rispideces de consecuencias severas.
En ese sentido, el primer ministro jordano, Abdalá Ensur, advirtió que presentará “una queja inmediata” ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas por “las agresiones israelíes contra los santuarios”. Es el mismo gobierno de Netanyahu el que envía provocadores como Shuli Moalem-Refaeli, legisladora de Habait Hayeudi (del ultraderechista Naftali Bennet), quien recientemente entró en la Mezquita Al Aqsa junto al hijo del rabino Glick provocando a una mujer, la cual fue detenida al igual que otros 850 palestinos arrestados durante los últimos cuatro meses.
Siguiendo el legado del ex premier Menajem Beguin, el gobierno de Netanyahu pretende hacer efectiva su definición de Jerusalén como “ciudad capital eterna, única e indivisible del Estado judío”.
Por si fuera poco, el ministro de Defensa Moshe Yaalon prohibió oficialmente a los palestinos de Jerusalén oriental y Cisjordania utilizar el transporte público israelí, de acuerdo a las exigencias efectuadas por el Comité de Colonos de Samaria. Este curso de neto apartheid agrega una nueva tortuosidad a los trabajadores palestinos que viajan todos los días al territorio hebreo (donde tienen prohibido pernoctar), atravesando sus checkpoints y su frontera, obligándolos a hacer un rodeo por Eyal Crossing que insumiría aún más tiempo de viaje que el que emplean habitualmente.
Para encubrir el racismo, los medios israelíes y el régimen político orquestaron una campaña contra los presuntos “lobos grises” palestinos que recurren a ataques con sus automóviles atentando contra la vida de los transeúntes judíos, como el reciente accidente de tránsito en la Plaza Zaks que arrojó un muerto y 13 heridos.
A pesar de ser su socio incondicional, EE.UU. tuvo una serie de dimes y diretes con Netanyahu y criticó las determinaciones unilaterales israelíes que tensan la cuerda de las relaciones de fuerza más generales. Tras días de refriegas callejeras protagonizadas por jóvenes entre 15 y 20 años, Jerusalén oriental arde a las puertas de una posible y nueva Intifada. Desde julio se cuece a fuego lento una olla a presión que comenzó con el macabro asesinato del adolescente Mohamed Abu Kdeir, quien resultó carbonizado como represalia del secuestro y asesinato de tres jóvenes colonos de Hebrón; el pretexto que encontró Netanyahu para acusar sin pruebas a Hamas y lanzar la masacre de la operación Margen Protector, la que durante 51 días segó la vida de más de 2100 gazatíes.
En el barrio árabe de Silwan los jóvenes palestinos arrojan bombas Molotov contra los colonos judíos que sorprenden por las noches tomando por asalto las azoteas de los domicilios con el apoyo de la Justicia israeli para avanzar posiciones en la ocupación. Los disturbios llegaron al puesto de control de Qalandia, donde fue ultimado el joven Talat Ramiya por lanzar una bengala. Los analistas políticos abren un interrogante sobre las perspectivas.
Durante los primeros 40 años de su existencia, las riendas del Estado judío estuvieron en manos de los sionistas de las distintas vertientes del laborismo, que contaron con el apoyo de los “izquierdistas” del entonces Mapam-Hashomer Hatzair. David Ben Gurión, David Levy Eshkol, Golda Meir ejecutaron la limpieza étnica del pueblo palestino sobre una campaña de engaños que ocultaba ese genocidio detrás del discurso de un país “socialista” con granjas colectivas como el kibutz (en su origen un campamento militar), que representaba la “única democracia en Medio Oriente”. Tras la expansión de la guerra de 1967 esos sionistas “socialistas” oscilaban entre dos planes: el plan del general Moshé Dayán que sostenía la anexión de Jerusalén oriental y Cisjordania para incorporar mano de obra barata árabe, desprovista de todo tipo de derechos, es decir una política de apartheid, y el plan del general Igal Alón que también sostenía la anexión pero contemplaba la concesión de algunos derechos políticos como factor de control. En ese entonces, la propaganda sionista “socialista” rindió sus frutos encubriendo la opresión nacional sobre el pueblo palestino, en medio de la relativa prosperidad con el boom de post guerra.
Desprovisto hasta de la demagogia pacifista, Netanyahu apela a la brutalidad para fortalecer su gobierno tras salir derrotado en el último episodio de Gaza sin haber logrado eliminar a Hamas y a los diversos grupos que componen la resistencia nacional, reconociéndolos encima como parte beligerante en las próximas negociaciones de El Cairo. Pero los derechistas del Likud y sus socios en Jerusalén oriental juegan con fuego que puede incendiar todo el tablero.