Es posible que haya diferencias entre la percepción que pueda generar una sala llena u otra vacía en el visionado de una película. Aunque la oscuridad de la sala hace que la experiencia sea un ritual íntimo, la emoción compartida se torna un suceso inconsciente de comunicación, si es que las imágenes son capaces de trasmitirla.
Martes 2 de noviembre de 2021
La lectura de las críticas a la última película de Almodóvar, "Madres paralelas", junto a algunas referencias de amigos que habían ido a verla, me hicieron suponer que saldría del cine con alguna lagrimita bajo el ojo, cosa no poco importante, puesto que hace tiempo que el cine no me provoca sensaciones de tal intensidad. En el Festival de Venecia hubo aplausos y una buena acogida, y el propio Almodóvar, en diversas entrevistas, hizo hincapié, no sólo en su determinada inclinación a retratar la fortaleza del carácter femenino, sino también en la naturaleza política de su criatura, lo que aumentó mi interés por ella. Además, casualmente, Fernando León presentó igualmente su última película, "El buen patrón", que acabó imponiéndose a "Madres paralelas" en la elección para el óscar de Hollywood a la mejor película extranjera, lo que también me llamó la atención. Dos películas de contenido político, muy diferentes entre sí, compitiendo en un contexto de crisis global. Había que verlas. Pero si la sala, en el caso de "El buen patrón", estaba completamente llena, la de "Madres paralelas" fue casi como una sesión privada. Era la única persona en ella. Ignoro si eso pudo influir, como dije, en mi percepción de lo que vi, pero creo que, en cualquier caso, ambas situaciones reflejan un síntoma sobre el ambiente creado respecto a la recepción del público, pese a la gran máquina publicitaria almodovariana. El por qué de esta cuestión lo expondré a continuación.
Almodóvar es un genio de la publicidad y la estética de todas sus películas, al menos desde "Tacones lejanos" (1991), ha pasado del "underground" más o menos posmoderno de la "movida" madrileña, con las transgresiones y provocaciones sexuales de sus primeros filmes, al retrato psico-existencial de personajes, sobre todo femeninos, envueltos en enrevesadas tramas, donde la ambigüedad sexual y la, en ocasiones, angustia vital por la autorrepresión y ausencia de reconocimiento personal, nos hacían reflexionar sobre nuestra propia condición y las relaciones que mantenemos con nuestro entorno íntimo. Y la seriedad iba ganando terreno a los elementos cómicos, al tiempo que los primeros ambientes marginales y suburbiales iban dando paso a entornos de clase media-alta y a una creciente preocupación por volver a unos orígenes rurales, la mayor parte de las veces idealizados, en su Mancha natal, mezclando la amarga realidad de la vida en el campo y los pueblos durante la época de la emigración, con una estética limpia y ajena a lo que todo aquello representaba. Esa fue mi impresión cuando vi "Volver" (2006), con sus mujeres besuconas, sus sábanas hiperblancas tendidas al sol y sus calles de pueblo, más parecidas a las de un decorado de "spaguetti western" que a un lugar auténtico; o en "Dolor y gloria" (2019), donde el reencuentro con el pasado toma forma en unas cuevas sorprendentemente claras, limpias y luminosas, que parecen más preparadas para el turismo rural que para la vida en una época de pobreza y privaciones.
Es esta contradicción entre una estética casi tendente al "glamour" y unos guiones perfectamente engarzados en su intencionalidad dramática, lo que siempre me ha chirriado en los últimos filmes de Almodóvar. Y es esto mismo lo que menos me ha gustado de "Madres paralelas", cuya historia, basada en la maternidad de dos mujeres solteras, de diferentes generaciones pero de nivel socioeconómico acomodado similar, mezcla su compleja relación íntima, tanto como mujeres en busca de su independencia personal, como de madres implicadas emocionalmente con sus hijas, con la problemática de la recuperación de la memoria histórica de las fosas comunes de la Guerra Civil, en un intento de elaborar nuevamente una conexión entre unos orígenes familiares rurales truncados y un presente olvidadizo. Almodóvar nos devuelve otra vez al pueblo, esta vez en la actualidad, mostrándonos las fotos de los desaparecidos y aleccionándonos con discursos que, aunque correctos en su intención, resultan algo forzados, como en el caso de la discusión entre las dos mujeres sobre la necesidad de su recuperación. Pero las dos temáticas, como bien refleja el adjetivo del título, van paralelas y sin coincidencia alguna: Las madres desarrollan su particular polémica vital casi al margen de la historia de la fosa que se va a excavar, que más parece un detalle "de fondo" que un tema central que preocupe en el trascurso de la película. Además, volvemos a detenernos en esa estética de colores "a juego", mobiliario y vestuario, más propios de anuncio publicitario que de una muestra de realidad formal, que hace que disminuya la sensación de credibilidad. Todo lo contrario que ocurre con "El buen patrón", donde la ironía y el humor negro se funden con una amarga reflexión sobre las relaciones laborales en el contexto de una fábrica en una ciudad de provincias.
La subversión, la desobediencia a la tiranía no debería estar cortada solo por los patrones de los sueños incumplidos de una transición que nunca fue, de fosas sin abrir, de una guerra que se sigue llamando por los nuevos cachorros “glorioso alzamiento”. No me parece Almodóvar el realizador adecuado para abordar este tema, lo cual no quiere decir que su mirada sobre el pasado y el presente sea más o menos subversiva, sino que está trazada con otros colores. Esos colores chillones, esta estética camp, ese humor irreverente, esa sátira de las miserias materiales y simbólicas, hicieron algunas de sus películas más incómodas como “¿Qué hecho yo para merecer esto?”, “La ley del deseo” o “La mala educación”, donde se abren las fosas comunes del machismo estructural de la sociedad española, de la homofobia genocida del nacionalcatolicismo o de las exigencias de la fama y de las miserias de la codicia narcisista.
Tener un enemigo tan gris como el “comentarista cinematográfico” Carlos Boyero es un regalo del cielo, como también lo es construir una serie de películas que nunca son amadas ni odiadas del todo. Donde un movimiento de cámara, un personaje, una situación incómoda, una burla mordaz de una institución, una interacción bizarra con lo que espera y lo que obtiene el espectador, siempre consiguen momentos de fascinación visual y ensimismamiento: Gael García Bernal y los cocodrilos, Carmen Maura y la pata de jamón, los policías esperando a que acabe un baile gay al ritmo de “Lo dudo”, un convento digno de Agustín Gómez Arcos, una madre monja seropositiva, Elena Anaya y los vestidos rotos... Uno no puede ir a ver a Bergman y esperar pasárselo bomba (a no se que tiendas puentes como Woody Allen). Ni la genialidad ni la banalidad son adjetivos adecuados para definirlo.
A mi Almodóvar, como el destape, me llegó un poco tarde. Porque cuando lo conocí, ya era ese autor de comedias blancas como “Mujeres al borde de un ataque de nervios”. Pero la fierecilla no se domó en absoluto. Hoy en día seguimos viendo en carne viva los rescoldos del fascismo, la homofobia, la transfobia, el machismo, la familia nuclear y de esos núcleos afectivos que se han descompuesto o recompuesto en algunas películas del maestro de la polémica. Sus dos últimas películas son dos grandes fracasos a partir de jugosos materiales de base, como son un monólogo mítico en boca de la grandísima actriz inglesa Tilda Swinton y un melodrama lésbico algo tramposo con algunos apuntes sobre las cunetas de la guerra civil y la desmemoria histórica. Oportuno, pero hecho sin fuste. Almodóvar, es posible, ha ido abandonando su radicalismo inicial, pero su gusto por la paradoja y la prosa poética (como los parámetros en los que pueden ser leídos la violación en “Hable con ella”, la suplantación de los personajes en “La mala educación”, la mezcla del regusto del fino camp y lo kitsch más cutre).
Estamos en un terreno pantanoso, ya que no nos encontramos ante Visconti rodando “La terra trema”-ni sabe ni quiere hacerlo-, sino ante un elemento desigual, pero, en ocasiones, fascinante de la cultura hispánica. Coqueteando siempre con la paradoja en la fallida pero interesante “Madres paralelas”, el realizador nos presenta al personaje más reaccionario del relato (encarnado por Aitana Sánchez-Gijón) ensayando a “Doña Rosita la soltera”, un personaje salido de la pluma de un poeta y escenógrafo cuyos huesos siguen en una de esas fosas comunes.
Juan Argelina
Madrid, 1960. Es doctor en Historia por la Universidad Complutense en la especialidad de arqueología e historia antigua, profesor de secundaria, amante del cine, y colaborador de Izquierda Diario, Contrapunto y otras revistas especializadas.