Detrás de los envoltorios coloridos con personajes simpáticos que te invitan a comer, hay productos altos en azúcares y con exceso de contaminación y explotación laboral. Recorremos en este artículo distintas experiencias de trabajadoras y trabajadores, que se enfrentan diariamente a los monopolios de la alimentación por su salud y la de todos los comensales del país.
Martes 9 de noviembre de 2021 00:04
Ilustración por @rama.rabbit para el Dossier Ideas y Universidad.
Una aclaración importante antes de arrancar: todos los nombres de trabajadores y trabajadoras que brindaron sus testimonios para esta nota fueron modificados, para preservar sus puestos de trabajo y evitar la persecución política e ideológica a la que tan acostumbrados nos tienen patrones y sindicatos. Como se diría en televisión: cualquier semejanza con la realidad, (no) es pura coincidencia...
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Con la aprobación en el Congreso de la Ley de Etiquetado Frontal de Alimentos, al tigre de Zucaritas se le borró la sonrisa de la cara y lo mandamos a conseguirse “un empleo honesto”, como dijo en aquella entrevista el Carpo. Es que detrás de estos personajes con colores estridentes, bocas brillantes y ojos redondos que hacen contacto visual con quien pase por las góndolas, hay exceso de sodio, azúcar y nutrientes críticos. Pero sobre todo (y esto casi nadie lo dice), son productos que deberíamos estar etiquetando como altos en explotación laboral, discriminación y persecución a quienes se organizan.
En esta crónica, queremos rescatar experiencias de trabajadores y trabajadoras de la industria de la alimentación. Voces que en el debate por la Ley de Etiquetado Frontal de Alimentos hay que escuchar.
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Pintada de rojo por fuera, adornada con rejas, una garita y un logo hecho en hierro, nos chocamos con una de las plantas de Coca Cola de la Ciudad de Buenos Aires. Dentro de ella se producen bebidas azucaradas, pero también agua mineral en distintos envases plásticos y de vidrio. Por día se producen en esa planta 3 millones de botellas con distintos formatos y distintos sabores para ser distribuidas por todo el AMBA.
L. trabaja hace muchos años en la planta y nos cuenta que está todo estandarizado y regimentado. La mezcla y la cantidad de azúcar de las bebidas está a cargo de una máquina. “En la botella de Coca Cola de 1 litro, encontramos 110 gramos de azúcar, lo que equivale a 22 cucharadas, lo otro que hay adentro es colorante, una locura” dice desde la puerta de la fábrica, “es una bebida que ya está declarada como ‘alto contenido calórico y de azúcar’ y ahora con la ley de etiquetado va a quedar claro para todo el mundo”.
“La producción está pensada desde la ganancia, nunca desde la salud de la población. Nosotros como trabajadores vimos como antes se usaba solo azúcar blanco para endulzar la Coca-Cola clásica y ahora en el último período empezaron a utilizar jarabe de maíz de alta fructosa (JMAF) que para el organismo es más difícil de digerir y es más nocivo. Es como una miel. Y vos me preguntarás, ¿Por qué lo hacen? Bueno, a ellos les sirve más por cómo se disuelve en la bebida y sobre todo por el costo económico. El azúcar que usaban antes era Ledesma, estaba refinada y era muchísimo más cara” nos explica.
El proceso de abaratar costos en la planta de Coca-Cola no solo se dió en los materiales que conforman esos objetos comestibles que después reparten en supermercados, almacenes y escuelas. También cayó sobre la espalda de sus trabajadores.
La patronal lanzó el programa TOM2020, cuyo objetivo principal era aumentar la productividad con un plan de mejoras tecnológicas y procesos de producción que desencadenó un aumento de los ritmos de trabajo, subiendo sistemáticamente las metas a cumplir. Esta medida fue acompañada por una reducción del personal significativa, ocultada por la vía de “retiros voluntarios”, que tuvo como consecuencia la pérdida de muchos puestos de trabajo que no volvieron a ser ocupados.
L siente en el cuerpo estos cambios: “Eso repercutió en mayor esfuerzo por nuestra parte. Tenemos menos gente por sector, estamos mucho más ajustados. Y cuando hay accidentes laborales por estos ritmos, ellos dicen que son “incidentes”, es decir que, de todas las maneras que se vea, siempre hacen que el trabajador sea responsable de su propia seguridad. Ellos la zafan, nunca tienen nada que ver, ¿viste?…” comenta irónicamente.
En semanas como estas, donde vemos que en Argentina todo aumenta, salvo los salarios, escuchamos trabajadores como L y no podemos dejar de pensar en las ganancias extraordinarias de estas empresas, que son las formadoras de precios. Abaratan costos en los alimentos, reducen personal y los sueldos, en cuatro años de macrismo y dos que llevamos del gobierno de Alberto y Cristina, nunca crecieron a la par de la inflación. Y sin embargo, tienen el tupé de aumentar los precios:, una tajada más de ganancia.
Muchos se negaban a la Ley de Etiquetado Frontal, diciendo que sería un impacto económico para estas empresas. Pero lejos están de ser víctimas: son de los pocos ganadores de la pandemia. Molinos, por ejemplo, facturó $1.745 millones y aparece en los Pandora Papers por tener cuentas offshore y fugarse la plata, en vez de invertirla en el país. Arcor fue más allá: Ganó $4.163 millones. Y Ledesma hizo unos $5.205 millones en el 2020.
La tibieza del gobierno llega a niveles impensados. ¿No deberían exigirles a estas empresas que antes de remarcar precios, abran sus libros contables como plantean Nicolás Del Caño y Myriam Bregman? El oficialismo se muestra débil con los duros y duro con los débiles.
La única forma de tener un control serio sobre los precios es si queda en manos de trabajadores y trabajadoras como L, quienes realmente son afectados por estas políticas y pueden defender los intereses de toda la población. Los empresarios siempre van a pensar en sus ganancias.
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Agarramos por la panamericana y bajamos en la Henry Ford. De un lado y el otro de la calle hay árboles enormes, que a medida que la atravesamos van largando sus flores. En el costado derecho está la planta de la ex-Kraft, ahora Mondelez.
Ahí producen como un relojito: las 24 horas de los 7 días de la semana están funcionando sus máquinas. Tienen turno mañana, tarde y noche. Y hace unos días nomás, tuvieron elecciones donde la Lista Bordó de la izquierda se consolidó como la principal oposición a la burocracia de Daer en la fábrica y quedó como tercera fuerza en el STIA (Sindicato de Trabajadores de Industrias de la Alimentación).
K es trabajadora de la fábrica. Cuando nos acercamos a saludarla, nos inunda el olor a dulce que se respira en el aire. “Yo ya me acostumbré, pero mi familia dice que lo siente en la ropa cuando llego a casa” nos explica.
Esta planta es la encargada de producir muchas de las golosinas que encontramos en cualquier kiosco que pisemos: las famosas Titas y Rhodesias. También los alfajores Terrabusi simples y triples de dulce de leche, los Milka con mousse de chocolate, los Oreo y hace poco incorporaron uno nuevo que se llama Manon. Están también los “snacks” que aparecen en las mesas de algunos cumpleaños infantiles, como los Habanitos de chocolate. Y galletitas, muchísimas. Todas las que nos recuerdan a los recreos: Oreos, Pepitos, Lincoln, Cerealitas y hasta las Express de agua. Estos productos salen de la fábrica y van para supermercados grandes del conurbano. Otra cantidad significativa, directo a exportación.
Del encuentro con K, lo que más nos tenía intrigados era saber el paso a paso de todos esos chocolates que de sólo pensarlos, nos hacen agua la boca. “Hay distintos sectores” nos explicó ella. “Acá está todo muy automatizado. En un sector se preparan los ingredientes y se hacen las fórmulas. Después, en otro lado, se hace el amasado. Los ingredientes como harinas, grasas y agua van por unos tubos y se descargan directo en las máquinas. Lo que sí se coloca de manera manual son los ingredientes más chicos, dosificados, como amonio, el sodio, vainilla, esencias, enzimas, almidón y los azúcares. Todo lo que cuesta entender en las etiquetas de los productos, ¿viste?”.
“A mi me gustaría un poco explicar que en realidad se puede producir de otra manera” nos dice, frenando las mil preguntas por segundo que le hacíamos. “Acá hay leyes del Capitalismo. Nos moldean qué es lo que tenemos que comer, hasta qué sabores tenemos registrados en nuestras cabezas. Por un lado, porque algo natural es muy difícil de conseguir, ya no hay alimentos así en los supermercados. Lo que predomina es toda comida refinada, ultra procesada. Y ya nos desacostumbraron a la enorme variedad de sabores que podría haber. Más o menos, todas las multinacionales producen con los mismos ingredientes.” nos explica K.
Nunca imaginamos esta cifra, pero en nuestro país un 75% del total de los alimentos que se consumen son comerciados por supermercados. En promedio, consumimos 185 kilos de ultraprocesados al año por persona. Y como si fuera poco, sabemos que estos lugares ganan tres veces más vendiendo productos ultraprocesados que alimentos de verdad. Son formadores de precios, pero también de sabores.
Así lo muestra Soledad Barruti, periodista y escritora de los libros “Mal Comidos” y “Mala Leche”. La autora recorre junto a la médica y neurocientífica Jimena Ricatti las góndolas del supermercado Walmart. En su paseo por esos packagings de colores estridentes, se detienen sobre un paquete de esas galletitas Oreo que arman K. y sus compañeros de trabajo en la línea de producción.
“Estas galletitas son el resultado del estudio de nuestros cinco sentidos.” le dice Ricatti a Barruti. “Buscan disparar una excitación irrefrenable en nosotros. Hay libros enteros que describen cómo fueron pensadas: la suma de grasa y azúcar, el contraste entre las capas negras más saladas y el relleno blanco extremadamente dulce, la crocantez exterior y el interior más húmedo y blando… Esto tiene un nombre, se llama ‘contraste dinámico’: un lindo sacudón a la mente”.
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Uno de los artículos de la Ley de Etiquetado Frontal de Alimentos prohíbe el ingreso a las escuelas de productos que tengan al menos uno de estos sellos que advierten exceso de nutrientes críticos.
Las encuestas nacionales son alarmantes: los niños, niñas y adolescentes en Argentina consumen un 40% más de bebidas azucaradas que los adultos y, a su vez, comen entre 2 y 3 veces más golosinas y snacks. El aumento de enfermedades crónicas no transmisibles emparentadas con los patrones alimentarios como diabetes tipo II, enfermedades cardiovasculares, hígados grasos y cánceres en este sector de la población, no tiene precedentes previos en la historia.
Recordando estas cifras mientras volvíamos en auto de una actividad del Frente de Izquierda Unidad con una compañera que trabajó durante muchísimos años en PepsiCo, aparecieron anécdotas de cuando ella trabajaba en la planta de Florida, Provincia de Buenos Aires.
“El mayor caudal de la producción que se hacía era destinada a los niños”, me explica. “Tenían todo re-contra pensado para cautivar a los pibes. Los paquetes eran chiquitos para que se puedan vender en kioscos y adentro de las escuelas; ponían de publicidad las películas infantiles que salían en el momento; adentro siempre metían algún sticker, algún juguete para armar o coleccionar. Eso en un momento llegó a ser el 80% de lo que se producía en cada línea y cuando necesitan dirigirse a un público más adolescente buscan personajes deportivos como Messi”.
“Hubo una época en la que fomentaban las visitas escolares, para que los niños del barrio vieran cómo se producía en la fábrica. Y después les regalaban mucha mercadería para llevar a los colegios de la zona. Era una forma de hacer publicidad, porque no puede ingresar gente externa a una línea de producción. Estamos hablando de cuestiones de seguridad industrial, tener buenas prácticas a la hora de manipular alimentos y con los chicos ahí se podían contaminar los productos. Era una locura lo que hacían con tal de enganchar a los pibes.”
La escuchamos a C. necesitando que todo el mundo se entere de las estrategias de marketing que hay detrás de los envoltorios. Que se desnude toda esa maquinaria publicitaria pensada para aumentar las ganancias empresariales.
Y cuando creíamos estar seguros de que los ataques a la salud por parte de estas empresas entraban por nuestras bocas y nuestros ojos... Lamentablemente, descubrimos que siempre hay más.
“En el 2009 PepsiCo armó una planta procesadora de agua para desecharla correctamente. El municipio de Vicente López le había regalado la calle que estaba dentro de la planta, quedando la empresa como dueña de todo el predio. Y la inauguración la hicieron con Jorge Macri, a todo trapo”, plantea C. “Pero ¿Qué pasó? La empresa hizo un by pass para esquivar estos controles y al final el agua que vertían desde la planta caía a la calle con todo el aceite, la harina y los residuos de la producción. Eso iba a parar directo a las cloacas de los vecinos. Y obviamente, el barrio cada dos por tres se empezó a inundar y había olores muy fuertes, nauseabundos. Los vecinos se quejaron, hicieron denuncias. Incluso me acuerdo que juntaban el agua en bidones y se lo traían a la patronal para que la vean. ‘¿Ustedes se bañarían con esto?’ les preguntaban. La impunidad con la que se manejaba PepsiCo es impresionante. Y no digo solo hacia adentro con las y los trabajadores, sino hacia el barrio. Les regalan paquetitos de productos demagógicamente, pero después les tiran toda la porquería encima.”
“Como trabajadores y trabajadoras de la fábrica nos teníamos que solidarizar. Fuimos a hablar con los vecinos y nos plantamos con la empresa para que frenen. Nosotros jugamos con una carta que a la empresa no le convenía: como trabajábamos dentro de la planta, sabíamos perfectamente que es lo que PepsiCo estaba haciendo mal, en qué parte del proceso y de la fábrica estaban abaratando costos para no tratar el agua. Así la patronal ya no podía ocultarlo. Logramos que venga la justicia a la planta y que cerrarán la fábrica por un tiempo. Y ahí esa unidad con el barrio mostró que era muy poderosa, porque corríamos riesgos de quedar todos desempleados por el cierre. Pero como se dice ‘hoy por ti, mañana por mi’, junto a las familias hicimos cortes, festivales y acciones y logramos que toda la planta siguiera cobrando su sueldo hasta que la volvieron a abrir en las condiciones que exigían los vecinos.”
Lo que se pide parece bastante realista. Vivir en barrios sin contaminación y que nuestros alimentos no nos enfermen con el paso del tiempo. Demandas básicas que los empresarios y las grandes multinacionales no pueden cumplir porque entienden la vida en términos de pérdida y aumento de ganancias. Utilizar otros ingredientes en la comida y reforzar procesos de tratamiento del agua significa que al final del día, hay menos plata en sus bolsillos. Algo que no están dispuestos a arriesgar.
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Estos diálogos con trabajadores y trabajadoras son el primer paso para imaginar otros caminos posibles. En medio de la coyuntura electoral, la pregunta por la producción de alimentos en Argentina se coló en la escena.
Vivimos en un mundo donde la humanidad logró producir alimentos para abastecer a toda la población mundial. Sin embargo, hoy en nuestro territorio tenemos un 40% de pobres y la malnutrición se está transformando en la realidad de millones. No es un detalle menor que nos estemos preguntando como jóvenes, activistas, militantes ¿Quiénes producen los alimentos? ¿Cómo se producen? ¿Para qué? y ¿Para quienes?.
Imaginar otras formas posibles de producir y distribuir alimentos es posible, es realista, pero más que eso, es necesario. La experiencia nos dice que para cambiar de raíz el sistema productivo y poner en pie uno nuevo, hay que tocar a las grandes multinacionales y a los 4 mil terratenientes que son los dueños del país. Esto no podemos dejarlo en manos de los mismos que hasta ahora se encargaron de defender estos intereses y traernos a esta crisis alimentaria. La solución no va a bajar de los gobiernos peronistas, ni la oposición de Cambiemos, porque año tras año se encargan de que nada se interponga en la matriz productiva del país. Sostienen un modelo extractivista, al servicio de las multinacionales y el imperialismo.
Las voces que mostramos en este artículo, demuestran que son las y los trabajadores quienes saben cómo producir, conocen los mecanismos a la perfección y pueden mejorarlos, porque su lógica es distinta. No ven el mundo desde los ojos de la ganancia empresarial.
Pero para poner un freno de mano a este sistema, va a ser necesario pelear. Para empezar, contra las burocracias sindicales que en las fábricas piden que los trabajadores bajen la cabeza. Y si quieren cuestionar algo, como mucho, les permiten pensar en los salarios. Nada más. Nunca dejarían que las y los trabajadores sientan que tienen la fuerza de ser quienes ponen a funcionar el mundo.
La alianza entre los trabajadores de la alimentación, del sector agrario, del transporte, junto con las familias de los barrios populares (que son las que más sufren los aumentos de precios de los alimentos), es una poderosa fuerza social que puede plantear una perspectiva anticapitalista en la que la producción de alimentos, los precios y la salud alimentaria esté al servicios de las grandes mayorías.
El movimiento estudiantil y ambiental, los investigadores y científicos, nutricionistas y comensales pueden (y deben) ser parte junto a ellos de dar esta pelea. Una lucha colectiva en la cual vale la pena embarcarse.
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