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Red Internacional
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Literatura. Alucinaciones gráficas, geográficas

Tras su participación en el panel “Los desafíos de las literaturas del sur”, instancia de reflexión e intercambio de autores de África, Australia y América Latina, realizada el pasado 17 de abril, Luis Chitarroni cedió gentilmente para su publicación en La Izquierda Diario el texto que escribió para la ocasión.

Martes 19 de mayo de 2015

Luis Chitarroni, en el centro, con Tununa Mercado, Gail Jones, Nicholas Jose y J.M. Coetzee (Fotografia: web del MALBA)

El que transmite la noticia tendría que ser un personaje de Dickens o, mejor, de Melville –un escribiente, un bedel, o, mejor, el ayudante de un bedel–, alguien que disimulara tras la modestia de la función la arrogancia del chisme; mejor dicho, alguien cuyo empleo disimulara también el valor –arrogante o no, lo mismo da– verdadero o falso del informe: de acuerdo con este, los primeros billetes de moneda argentina, impresos (al parecer no había imprentas capaces de hacerlos en la patria) en Chicago, tenían como imágenes icónicas referenciales, animales de la fauna australiana. Wombats por carpinchos, casuarios por ñandúes, kiwis por teros. La noticia me fue transmitida (el transmisor tenía mayor jerarquía burocrática que mi narrador tentativo) muy cerca del lugar donde yo podría comprobar este magnífico error, el museo de la moneda (que acá, a diferencia de en Chile, sigue siendo un museo sin implicancia directa con los golpes militares).

Nunca lo comprobé. Tal vez porque no quería decepcionarme; nada me hubiera gustado haber sido víctima de una broma; tal vez porque era parte de un sueño mío: que los billetes adquieran esa vivacidad apenas anterior a la fantástica, aunque acaso mayor, que es la alucinatoria. Un aporte anecdótico más, nimio: cuando el escritor argentino César Aira estaba escribiendo su novela Ema la cautiva, un clásico contemporáneo ya, traducía una especie de novela gótica, de autora inaccesible hoy para mi memoria, que transcurre en Australia. En la lectura de Ema la cautiva uno puede encontrar cada tanto, como esporádicos agentes de extrañamiento, en el friso monótono de la fauna patagónica, la irrupción de animales australianos como los que decoraron acaso nuestros primeros billetes.

En el reconocimiento superficial entre dos naciones, entre las literaturas de dos naciones, sobre todo, con su carga única de especificidades, espejea lo legendario siempre, la cabalgadura de Juan Moreira o la de Ned Nelly, el apunte de identidad que acaso es solo un signo apócrifo. Pero es en ese plano imaginario –no sé si lo defendería Coleridge–, en ese plano de pasiva sabiduría donde se dirimen algunas de las fuerzas afectivas que terminan incidiendo, no en el mundo enérgico de las “relaciones internacionales”, cuyos intereses y apetencias tan poco nos favorecen a los escritores, sino en el de ciertas afinidades electivas que permiten que un personaje perdido en un confín de Queensland (o, perdón, viceversa: que un jinete de una zona cercana a Chivilcoy) aparezca indistintamente en una fábula con todas sus señas de identidad (pero también, como pedía Borges, con todos sus rasgos circunstanciales) en una ficción cuyo escenario, casual e indistintamente, es Australia o la Argentina.

La oposición –literatura central, literatura ribereña– no es demasiado válida acá, aunque sí se puede adaptar. Hay una noción –“rioplatense”– que convoca las literaturas de Argentina y el Uruguay. Una literatura con características propias es la del litoral. La literatura de algunos escritores “mediterráneos”, de Córdoba y Santa Fe parece adaptarse a una o a otra, y ser a la vez distinta, autónoma (Juanele, Saer, Mastronardi, Madariaga). El corazón del país es, por determinación geográfica, Córdoba, que ha incorporado a la literatura del país escritores inmensos y “fenómenos”, en el mejor sentido. Tununa es cordobesa, y yo creo que pertenece a las dos categorías.

En la Argentina el modelo masculino ha tenido la suerte de ser muchas veces ensombrecido (y enervado) por figuras femeninas. La energía de Victoria Ocampo constituye, por ejemplo, un modelo contrastante y superlativo a la cómoda inercia cultural y política. Si bien su influencia no concierne a lo literario en términos de lo poético o lo narrativo, su aporte cultural importante, la revista Sur, es un legítimo y reiterado argumento válido. La hermana de Victoria, Silvina, en cambio, que sí influye en la literatura y en la poesía lírica y dramática, no tiene demasiado lugar en nuestras historias y manuales. Nada impone sino su talento oblicuo, orbital, opacado por la tentación de Silvina por la sombra (y por la selva). La proyección femenina en la literatura argentina, podemos concluir, es, como corresponde, más fértil que la masculina. Menos central, menos atormentadora; más gentil con el lector, más dispuesto a no aplastarlo con un signo único (unívoco, unánime).

Los modelos masculinos, desde hace unos treinta años casi, son insuficientemente disímiles: Saer y Piglia. Aira, quien presenta o diseña la alternativa diagonal, ha tenido una descendencia rara (en sentido figurado), a causa, me imagino, de su singularidad radiante: la imitación malogra a menudo la performance, generalmente menos espléndida. Hay un escritor central, por ahora inabarcable: Guebel. Bizzio prefiere las líneas de fuga. A su vez, la literatura femenina ha reservado mejor sus grados de admiración, ha modulado con mejor oído sus registros, si bien solo a partir de cierta instalación un poco fortuita del éxito. Hay, claro, antecedentes inobjetables como Sara Gallardo y Alejandra Pizarnik, que no solo escribió poesía. Susana Thénon es un caso extraordinario: solo ahora vuelve a observarse, gracias al esfuerzo de Ana Ma. Barrenechea y María Negroni. María Negroni a secas, de obra tan disimulada como perfecta. Hoy, entre las figuras visibles como Samanta Schweblin, Selva Almada y Claudia Piñeiro, hay una gestación en trance que encabezan María Martoccia, Matilde Sánchez, María Cristoff y Anna Kazumi Stahl. Permanecen en esa misma vereda todavía poco visible. El crédito final nadie sabe quién habrá de concedérselo, otorgárselo.

La prolongada sombra que proyecta Borges tal vez sea más corta o breve de lo que deja ver (solo una visera benévola). Su duración pareció, para los que tenemos los mismos años que duró el impuesto por la revolución cubana, excesiva. No fuimos nosotros sino los escritores nacidos en la década del treinta –llamados, en país tan gravemente freudiano– “los parricidas”, quienes tuvieron que sacudirse el yugo, sacarse la sombra de encima. David Viñas, Oscar Masotta, Noé Jitrik, entre otros. De modo que nosotros retomamos, después de casi veinte años, a Borges con entusiasmo. Es lo que Octavio Paz llama “tradición en la ruptura”. Cierto que el parricidio no consiente la pereza generacional, como estipulan Hamlet y Pinder. “Oíd el ruido de rotas cadenas”, dice un verso de nuestro himno nacional, que nos acostumbra a oír cadenas rotas continuamente, como si fuera un sonido ambiente, chirriante e irremplazable. Y no está mal, creo. Porque nos condenamos a pactos, supremacías y sumisiones transitorios y repentinos. Ahora bien, creo que cuando se trata de literatura, y si la tratamos –no soy dogmático, no digo “cómo debe tratarse” sino apenas cómo ella se digna a aventajarnos– bien, entonces tendríamos que estar a favor o en contra de una sintaxis, como estaba Coleridge en contra de Gibbon, no a favor o en contra de un determinado culto de la personalidad o de otro.

Cuando leemos a Borges, leemos una serie de características definidas de estilo: uso de pasiva, uso de verbos figurados o de aptitud etimológica, uso de adjetivación visible… Una vez en Chile, un escritor viejo de cuyo nombre no quiero acordarme, me recordó que Borges les había enseñado el uso de la lítote. Parece que no lo había aprendido muy bien el grupo que lo acompañaba, chileno, de neto corte comunista.

La lítote, llamada también en los manuales –manjares– de retórica ‘meiosis’ o ‘atenuación’, es una figura frecuente en los primeros trabajos de amor perdidos borgeanos (love’s labour’s lost, Shakespeare), casi tanto, digamos, como el oxímoron. No lo he comprobado en Lausberg, pero la debilitada función de la lítote consiste en debilitar todo aquello que esté o finja estar a su alcance.

Debilitar las exageraciones, debilitar la contundencia de los argumentos, debilitar los énfasis. Otro escritor argentino, próximo a Borges –de su órbita, digamos–, José Bianco, el editor que en Sur puso en primera línea “Pierre Menard, autor del Quijote”, afirmaba que solo iba a creerse a sí mismo cuando pudiera eliminar de su juicio el énfasis y la profecía. Si pensamos que son los recursos favoritos de esa forma de literatura menor que constituyen los paratextos –blurbs, contratapas, solapas–, podríamos proponernos como ejercicio de expiación recitar (para olvidar de inmediato) las solapas y contratapas que hemos leído en los últimos días. Hay que admitir que José Bianco era un eximio crítico literario, pero que su modestia lo obligaba sin tregua a corregir a Gide. La frase acerca de la extirpación de los éxtasis tal vez provenga sin atenuaciones de Gide.

Por lo demás, la marcación borgeana, en apariencia menos territorial que lingüística, define la comitiva, la columna de grupo capaz de derrotar la excedencia imperial como fraude de la literatura española (nada de ejemplos). De acuerdo con Malaparte, Borges descarta la estrategia política por la táctica insurreccional, como Trotsky. De eso no tratan sus Ritmos rojos, los versos del año de la Revolución rusa, que la celebran. Aunque sí, si uno los mirara fijamente transformarse, como criaturas proteicas, lepismas y sílabas. La poesía proporciona esos laboratorios provisorios, levantiscos.

García Márquez, de impronta e insolencia estilística estelar, retrocede unos pasos a causa de su inocencia o su nobleza; a causa, sobre todo, de su irrenunciable plausibilidad latinoamericana. El cuño estilístico de García Márquez está en las antípodas de Borges, así como su historial y meneo colombiano tiene una intención más seductora, probablemente. Hay algo, acaso no intencional, que Borges –a pesar de tantos espejos que reproducen en el autor de Cien años de soledad los instalados en “El aleph” o El hacedor– rechazaría. Y es ese señoreo de lo real, ese “olor a guayabas podridas”, el ruego subrepticio del lamento guajiro entre cachacos, adhiriéndose y adueñándose de la propiedad de la vereda, de su extensión silábica y solar, se apropia también de cualquier reclamo o rechazo. Tiene poco que ver el habla cadenciosa, atractiva y picante, con la susurrada melancolía porteña, menos apta para la broma que para el sarcasmo.

El alcance de las editoriales españolas es grande, pero menor que en mis años de juventud, que coincidieron con un buen momento –el apogeo de Seix Barral y luego de Barral editores, el nacimiento de Anagrama y de Tusquets como editoriales de ensayos–. Los otros países latinoamericanos no tienen hoy mayor cabida, excepto, pero también en muy disminuida escala, México. Y me consta que en Chile hoy están publicándose libros importantísimos.

Muy poco, aunque me consta que hay curiosidad. Australia ha tenido una larga fulguración en la literatura y en la economía, y esta ha sido de índole alucinatoria, de modo que ha realzado aspectos reales. A causa de una curiosidad adolescente, leí a Patrick White (tal vez quisiera descifrar el enigma que es para alguien joven un premio Nobel); hace poco, a Gerald Murnane, que es un escritor muy interesante, con mucha conexión con lo que están haciendo en la actualidad algunos escritores argentinos como Sergio Chejfec, por ejemplo, o Luis Sagasti.

Bien, el realismo mágico no parece pertenecer del todo a la Argentina sino a países latinoamericanos más ricos en tradiciones orales aborígenes. Si bien muchos escritores practicaron y practican la literatura fantástica, lo hacen más en relación a un modelo austero, seco, intelectual, que tiene que ver con la narrativa inglesa. Un escritor extraordinario, opacado y eclipsado por la literatura central, de Buenos Aires, Luis Franco, fue quizás el mayor aporte del siglo veinte a una literatura distinta. Pero no hay en la prosa argentina alguien comparable a Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Gabriel García Márquez, excepto, tal vez, Manuel Mujica Láinez.

La vigilia del Sur en nuestro ámbito (no toda de ojos abiertos) procede tal vez de la presencia contumaz en nuestro ánimo, y ambas a su vez provienen –o parecen provenir– de cierta condición común a muchas naciones y a muchas literaturas nacionales. La palabra “nacionales” aloja aquí, y en muchos otros lugares imagino que también, un signo no particularmente atractivo, un dejo autoritario, de violencia asociado en la gente de mi generación a la dictadura militar que dio el golpe en 1976, y pegada como está en todos al nazionalsocialism y a la gravitación aterradora de su resonancia. Aun hoy, cuando oigo definiciones como “rock nacional”, intento alejar esas dos palabras, ese desequilibrio; es preferible sustituir el adjetivo “nacional” por el afable gentilicio pertinente: rock argentino; pero aunque “australiano” y “argentino” me parecen, en cualquier caso, mejores, tampoco parece afortunado ceder la palabra “nación” a aquellos que la repudian o maltratan.

Un gran poeta chileno, menos frecuente que Neruda, Vicente Huidobro, escribió en su poema Altazor: “Los cuatro puntos cardinales son tres: el norte y el sur.” Esa percepción no es el equivalente del maniqueísmo geográfico incorregible ni el resultado de una simplificación arrogante sino la síntesis de alguien que está en el aire, ascendiendo o cayendo, circunstancias que las otras direcciones le obligarían a olvidar.

Porque parece inevitable volver –porque el hecho de que sea inevitable no anula lo gozoso–, la alusión de Borges a la costumbre ribereña de comerse al enemigo, “donde ayunó Juan Díaz/ y los indios comieron”, encuentra desarrollo en una gran novela argentina, El entenado, de Juan José Saer.

Borges pensó mucho en el sur, y de un modo menos débil que el que le adjudicaron sus enemigos. No me refiero al cuento “El sur”, uno de sus favoritos, incluido en Artificios y luego en Ficciones, que es un arreglo de cuentas con el Norte, ya que revela su lectura de ‘An Occurrence by the River of Owl’, de Ambrose Bierce, el escritor norteamericano que tendría la delicadeza de perder la vida –o desaparecer– en México –‘Gringo viejo’–, sino a una constancia, una perseverancia reveladora de la verdadera lealtad, detectable desde el comienzo en sus poemas. “La noche que en el sur lo velaron”, por ejemplo, es ya un tratado sobre ‘la prolijidad de lo real’, teniendo en cuenta sobre todo que usa la palabra prolijidad en la acepción de profusión que le dan los españoles, no en la de cuidado y esmero que usamos acá, en el Río de la Plata, al sur del Río Grande, donde –por cuestiones geográficas que suelen prevalecer– solemos velar, disfrazado de sujeto tácito, al pasado fatalmente.