Como la vejez, la locura hace mirar a un costado para mostrar el espejo de una imagen que no se quiere ver. Un jubilado amigo de una empleada del PAMI le comunica una inesperada decisión.
Sábado 29 de julio de 2017
Así como la vejez, la locura hace mirar a un costado para mostrar el espejo de una imagen que no se quiere ver. Lo loco amenaza con lo incomprendido, con lo fuera de lo comúnmente aceptado, con el peligro de la irracionalidad y el miedo a caer en ella.
Antonio, el loco
Cuando la trabajadora social lo conoció, muchos de sus compañeros de trabajo le advirtieron de su “peligrosidad”.
Inmediatamente se generó en ella una gran intriga sobre su quizás locura, quizás tan peligrosa.
Tomó su expediente, resumen infelizmente burocrático de una vida, que se arrumbaba en los ficheros del servicio social.
El expediente de Antonio tiene un tamaño gordo, como su cuerpo. Gastado, de un tono amarillento; será por los años que lleva siendo “atendido” en el servicio. Lleno de papeles, más de veinte años de papeles y sólo papeles.
Por su edad cronológica no entra en la categoría “viejo”, no llega a los sesenta años. Sin embargo es un viejo conocido. Desde muy joven forma parte del universo de jubilados y pensionados. Y su cuerpo sí está viejo. Viejo y cansado.
Antonio sabe esperar, aunque a veces se pone nervioso. Nervioso por un diagnóstico que le dijo que sufre de esquizofrenia. Nervioso por una infancia que supo ser violenta en el cuerpo y con la palabra. Nervioso por haber ido hasta segundo grado y apenas saber leer y escribir.
Nervioso porque a veces no lo tratan bien por los nervios que tiene.
Antonio sabe de asistencia. La recibió sin querer y queriéndola. Y supo defenderla cuando se la sacaron. Incluso cuando la creyó injusta, reclamó. Defensa exacerbada por momentos, a veces incomprendida. También poco tolerada.
La vida de Antonio es una historia de vida en las que se expresan todas las perversiones que este sistema ha entretejido en muchas subjetividades.
La locura se presenta de forma abstracta; pero cuando desde diversas profesiones vuelven a ese sujeto un sujeto enfermo, patológico, lo ubican en el lugar adecuado para la racionalidad: afuera.
Tomando algunas ideas desarrolladas entre las décadas del 60 y 70, la separación de la locura en instituciones de encierro ha funcionado como ayuda hacia el Estado para el control social. Control sobre aquel que no entra en los cánones de normalidad y productividad.
El capitalismo, que en su normatividad de la vida impone sus condiciones “normales”, encierra y excluye la locura junto con todo lo que en los márgenes de la estructura social se transforma en deshecho inútil.
Así el tratamiento de la locura transitó a lo largo de la historia desde la quema, la expulsión, a la conformación de una combinación donde, como dijo Michel Foucault, se asignaba una misma patria a los pobres, a los desocupados, a los mozos del correccional y a los insensatos.
Antonio, el hombre
Cuando la profesional deja a un costado el diagnóstico que lo encasilla y lo limita; y le brinda atención y también un poco la oreja; Antonio resurge de sus propias cenizas.
Siempre con la mirada esquiva, como si se resguardase de viejos temores. Esquivo al tacto también. Se supone que pocas veces recibió algún tacto similar a una caricia.
Antonio surge como surge su historia, y de su boca vuelan las palabras. Un padre que pegó fuerte, una madre que pudo lo que pudo, hermanos también “un poco así” como él. La familia pudo tener su techo, venido a menos con el tiempo, como la familia de Antonio.
Mente sana en cuerpo sano. Precisamente lo que no podía encontrar Antonio en las internaciones de las que iba y venía, que incendiaron su cuerpo y su psiquis. Por mucho tiempo no tomó las pastillas que le recetaban, no lo dejaban vivir. Sentía que su cabeza no estaba y era muy difícil poder sostener el hogar familiar. Claro, por eso tantos nervios.
Con el tiempo y varias charlas con su trabajadora social en la sala de espera, que se volvieron habituales y buscadas, pudo comprender que a veces es necesaria la medicación para despejar un poco el camino y así poder seguir. Antonio lo entendió. Retomó el tratamiento y anduvo.
Hoy es el sostén de ese mundo familiar que tambalea entre la fragilidad de una madre añosa y postrada y de una hermana que no deja que atiendan su salud emocional. Sostiene no sólo la salud de su familia, sino la economía de la casa. Y sin estudios formales, ha construido un sistema contable con el cual no lo han pasado por arriba (la trabajadora social confiesa que, pese a conocerlo mucho, aún no llegó a comprender ese manejo del dinero).
Hoy Antonio ha tomado quizás la decisión más importante. Ha decidido ser él: quiere sentirse bien, sentirse cuidado y protegido. Ha dejado de preocuparse por los demás y decidió ponerse en el centro de la cuestión.
“Estoy cansado, doctora. Quiero que me cuiden, me hagan de comer y no preocuparme más por nada” le dijo a su ya casi amiga, cuando le dio los papeles que pensó nunca le llevaría: el ingreso a un hogar geriátrico.
No se sabe qué será de Antonio. Ella sólo se limitó a entender que en su estigmatizada vida, hoy no dudó en subir a la nave y tomar el timón de este nuevo viaje. Solo, por primera vez.
La trabajadora social lo acompañó entre mares de dudas existenciales, personales, profesionales. Eso sí, corriéndose siempre del lugar de una profesión nacida y puesta al servicio del control y el mantenimiento del orden burgués, peleando por un mundo sin silenciados ni oprimidos.