Crónica del encuentro del FIT en Atlanta desde la mirada de una joven que acompañó a la Juventud del PTS.
Lunes 21 de noviembre de 2016 09:29
Los matemáticos deberían comprender, de una vez por todas, que hay ciertas cosas en el mundo que no reclaman el derecho de ser cuantificables. Es inútil todo intento de encerrarlas en los límites perfectos de un número: su fuerza, sus horizontes siempre lejanos, su carácter inacabado e infinito, se rebelan al principio de que toda cantidad supone un precio y no un valor.
Las voces son un claro ejemplo de ello.
Aquel sábado 19 de noviembre, a juzgar por la dirección del corazón, el viento soplaba de izquierda a derecha. Corría ligero y travieso entre jirones rojos y negros que gritaban rebeldía entre los brazos en alto, los puños agitados, las gargantas abiertas de par en par y la esperanza en carne viva.
El ondular de las banderas parecía asegurar que "no hay edad para la revolución"; mientras las tribunas se iban llenando de cabelleras largas y calvicies, mamaderas y cervezas, muñecas de plástico y muletas. Como tampoco hay fronteras para la clase obrera, agregaban los bombos, los aplausos y los puños agitados en alto, acompañados por piernas que se ponían cada vez más inquietas.
Las voces discutían con el tiempo. Los ecos de otros héroes, la revancha de viejas luchas, y la satisfacción de antiguas conquistas, servían de mapa: guiaban y daban vida a un mar de fueguitos que soñaba con la osadía de incendiar la inequidad, la explotación y la indiferencia.
Y no será fácil. No.
No olvidaban que este mundo necesita más justicia y menos quejas; pero la luz del Sol iba borrando los límites del día y entre las sombras que nacían y el brillo del primer lucero, las voces recobraran nuevo impulso. Arrebataban, en su paso insolente, las sonrisas, los gritos, y los brazos abiertos en cruz que besaban el cielo en franca entrega.
Se las oía latir. Se las sentía crecer.
Y eran una, dos, tres. Cientos. Miles.