Cunde la indignación por la matanza de los estudiantes de Ayotzinapa. La matanza, ocurrida en Iguala, nos ha hecho inundar las calles y exigir la renuncia del Presidente Enrique Peña Nieto.
Viernes 14 de noviembre de 2014
Fotografía: Reuters
Ya no les creemos ni a él ni a sus compinches cuando nos aseguran que los asesinos fueron delincuentes comunes en complicidad con autoridades municipales. Después de tantos años de supuesta guerra contra los cárteles de la droga, hemos aprendido cómo el narco sirve para encubrir los crímenes del Estado.
Hay que tomarnos en serio cuando coreamos: “¡No fue el narco, fue el Estado!”. Esta versión de los hechos, repetida por centenares de miles de voces en los últimos días, coincide con mantas y pintas en las que se insiste: “Fue el Estado”, “Gobierno asesino”, “Crimen de Estado”, “Peña asesino”, “Terrorismo de Estado”, etc. Cada testimonio concuerda con los demás. Todos juntos revisten una forma práctica en la masa enardecida que se arroja sobre los edificios gubernamentales.
Nuestras acciones dicen lo mismo que nuestras palabras. Nosotros ya sabemos con certeza quiénes mataron a los estudiantes de Ayotzinapa. Nuestro saber no deja lugar a dudas. Es una de aquellas convicciones unánimes, confirmadas y reafirmadas, que sólo pueden alcanzarse de modo colectivo y no individual. Uno apenas consigue percibir ciertos indicios, pero la colectividad, como pueblo consciente, ya identificó a los culpables de la masacre.
Nos hemos necesitado a todas y a todos para elucidar el crimen. Armamos el rompecabezas y caímos en la cuenta de que fuimos testigos de la matanza. Comprendimos entonces que no tenemos necesidad alguna de falsos testigos como los entrenados por el gobierno. ¿Para qué distraernos con guiones prefabricados cuando tenemos nuestros propios testimonios fehacientes?
¿Acaso no hemos visto cómo el Estado, el gobierno de Peña Nieto con Televisa y sus demás instrumentos de manipulación mediática, hizo todo lo que estaba en sus manos para eliminar a los estudiantes de Ayotzinapa? Se les empezó a matar al retirarles presupuesto, al reducirlos a condiciones de vida infrahumanas, al insistir en que deberían desaparecer, al afirmar que eran cosa del pasado, al no verlos ni escucharlos, al descartarlos en la reciente reforma educativa, al despreciarlos y calumniarlos hasta el punto de presentarlos como parásitos y delincuentes. Al final sólo se consumó el crimen con los policías que los aprehendieron y dispararon sobre ellos.
Aunque los policías asesinos fueran municipales, actuaban como representantes del Gobierno Federal, que es la autoridad máxima de todas las fuerzas del orden que operan en el país. Esto es así, pero aún si no lo fuera, la policía de Iguala también es el Estado. Fue el Estado el que asesinó a los estudiantes.
Es verdad que se requirió del apoyo de algunos pistoleros, pero nuestro gobierno siempre ha subcontratado a paramilitares, halcones y otros matones para ejecutar sus crímenes con mayor discreción y diligencia. Que los sicarios del Estado estén ahora ligados con el narco sólo viene a corroborar lo que ya se había comprobado con el financiamiento de la campaña de Peña Nieto. Me refiero a lo que también sabemos colectivamente con absoluta certeza: lo que nos hace hablar de “narco-gobierno”, de “narco-estado” e incluso de “narco-dictadura”.
¿No era previsible que el narcotráfico terminara dominando a unos gobernantes que siempre han servido a los intereses de los sectores más prósperos de la economía capitalista? Nuestro capitalismo es ahora también el del narcotráfico, y su Estado, su Estado capitalista, no puede ser más que un sangriento Narco-Estado. A este respecto, resulta revelador que el jefe de los narcos de Iguala, bien identificado con su Estado, haya explicado que mataron a los estudiantes “por andar de revoltosos”.
Los asesinados forman parte de aquellos mismos revoltosos que son masacrados año tras año desde el final de la Revolución Mexicana. Son los auténticos revolucionarios, los de abajo, los que nunca dejaron de luchar por justicia e igualdad, por tierra y libertad, contra la opresión y la explotación, contra la represión y la corrupción, contra la impunidad y los privilegios, contra el capitalismo liberal y ahora neoliberal. Es una revuelta contra la muerte y por la vida, y aunque los revoltosos nunca dejen de vivir, tampoco se les deja de matar.
Primero fueron Zapata en 1919 y Villa en 1923, liquidados a traición por Carranza y Obregón, los asesinos precursores del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Luego fueron las reiteradas matanzas perpetradas por los gobiernos del PRI. Mencionemos las mejor conocidas: 9 obreros cooperativistas en 1941, unos 300 henriquistas en 1952, decenas de miembros de la Asociación Cívica Guerrerense entre 1960 y 1962, el líder campesino Jaramillo y su familia en 1962, algunos estudiantes de Morelia en 1963 y 1966, más de ochenta campesinos copreros en Acapulco en 1967, once manifestantes en Atoyac en 1967, al menos 300 civiles en la masacre de Tlatelolco de 1968, decenas de estudiantes en el halconazo de 1971, 29 indígenas chinantecos y tres estudiantes en Oaxaca en 1977, más de mil víctimas de la guerra sucia contrainsurgente entre 1971 y 1982, doscientos perredistas de Guerrero entre 1987 y 1993, 17 campesinos en Aguas Blancas en 1995, 45 indígenas tzotziles en Acteal en 1997, ocho campesinos en El Bosque en 1998 y once presuntos guerrilleros en El Charco en 1998.
Tras perder la Presidencia de la República en el año 2000, el PRI continuó con sus matanzas en los Estados en los que gobernaba. Ulises Ruiz fue responsable de 26 asesinatos políticos en Oaxaca en 2006. Ese mismo año, en el Estado de México, Peña Nieto, entonces gobernador, ordenó una acción represiva policial que incluyó dos asesinatos y 26 violaciones sexuales en San Salvador Atenco.
Dos años después de Atenco, el 18 de agosto de 2008, en el mismo Estado gobernado por Peña Nieto, individuos encapuchados y con vestimenta militar dispararon contra un mercado en Tlatlaya. Murieron al menos 23 civiles. Minutos después llegaron efectivos del Ejército Mexicano, retiraron los cadáveres, recogieron los casquillos, limpiaron la escena y despojaron de sus teléfonos celulares a los testigos. Todo esto sugiere que la matanza fue perpetrada por los mismos soldados.
Habrá que esperar seis años más, el 30 de junio de 2014, para que se confirme la responsabilidad militar en otra matanza en Tlatlaya. Esta vez mueren 22 jóvenes, entre ellos 15 ejecutados tras haberse rendido. Aunque la versión oficial haya sido que eran secuestradores, un especialista en crimen organizado, Francisco Cruz Jiménez, consideró que se trataba de civiles identificados como guerrilleros. Si así fuera, los mártires de Tlatlaya deberían sumarse a los de Ayotzinapa y a todos los demás asesinados por luchar contra las diversas expresiones de la dictadura del PRI, entre ellas los partidos priistas, los paleros de siempre, los que se dejan cooptar, los que ahora firman el Pacto por México: el Partido Acción Nacional (PAN) y el de la Revolución Democrática (PRD).
Tras perder a tantos militantes asesinados por el PRI, el PRD terminó asimilándose a su peor enemigo hasta el punto de participar en la masacre de Iguala. Quizás todo haya sido planeado por los priistas para comprometer a sus imitadores, pero esto no excluye la participación del PRD en la matanza: un suicidio para el partido, no sólo por el costo electoral, sino por la inmolación, en cada estudiante, de aquello mismo por lo que el PRD pudo alguna vez distinguirse del PRI. Ahora los perredistas vuelven a sus orígenes, vuelven al priismo, y sienten el temor con el que los priistas han delatado siempre su propia culpa. Temen que se haga justicia por todo lo que han matado. Es por lo mismo que siguen matando a cualquier presunto justiciero que aparezca.
Un sobreviviente de la matanza explicaba que asesinaron a los estudiantes “porque temían que de Ayotzinapa surgiera un nuevo Che Guevara, un nuevo Genaro Vázquez, un nuevo Lucio Cabañas”. Los guerrilleros Lucio y Genaro estudiaron en Ayotzinapa y luego tomaron las armas para vengar a sus muertos. El pueblo es así. Entre más se le mata, más tiene que vivir para no morir. Quizá ésta sea una de las razones de nuestro actual desbordamiento de vida.