Miércoles 19 de noviembre de 2014
Hay un vendedor en el tren que vende objetos distintos cada viaje, muy diferentes a la fauna de productos que se ofrecen por los vagones. Mientras que algunos le son fieles a algunos artículos (sahumerios, combos de golosinas, protectores para tarjetas) éste siempre se trae un as bajo la manga: tijeras, biromes que incluyen muchos colores y toda una serie de cosas que por comodidad englobaría en artículos de librería. Cuando lo veo, paro la oreja. Pone especial énfasis en lo que vende, adorna al objeto con un discurso que me compra. Ésta vez lo que traía eran lupas. El vagón no parecía muy conmovido por el ofertón, pero yo venía teniendo algunas sesiones de terapia que giraban en torno al asunto de la mirada (que mirar, que ser mirado, que volverse mirada y demás cuestiones especulares que por supuesto ya tengo requete resueltas hace años y sólo las recuerdo para alegrarme de lo bien que las tramité) y por eso presté atención, porque en una deriva un poco literal del asunto, no va que se me ocurre que comprar la lupa podía ser una buena manera de trabajar la mirada. Adquirir por 10 pesos una herramienta que me permita entrenar semejante órgano sensorial me pareció una ganga, y lo aproveché. La lupa es por demás rudimentaria, no es más que una laminita con un marco rojo, pero sirve.
Cuando era chico había una película que no era la gran cosa, típica película onda cine shampoo, de sábado a la tarde y repeticiones ad infinitum. Pero tenía la virtud de estar basada en una buena idea: ¿Qué sucedería si nos volviéramos unos seres diminutos? La película se llamaba “Querida encogí a los niños”. Seguro varios de los que formamos parte de esa generación la recordamos. La cosa iba más o menos así: un padre científico, medio estrambótico, tenía en el altillo una máquina para empequeñecer cosas y resulta que por un error acaba empequeñeciendo a sus hijos y a los hijos de su vecino, así que los cuatro se embarcan en una aventura por el jardín de su casa, convertido en una especia de selva para esos microadolescentes desesperadamente buscados por sus padres.
Retomo: la mirada. Empecé a usar la lupa con alguna que otra hormiga o arañitas que aparecían o colgaban de sus telas (sin dudas esta nueva sensibilidad científico – voyerista disminuyó la tasa de mortalidad de éstas, porque ojos que ven, corazón que siente), pero con lo que más me divertí fue con las plantas. Lo primero que descubrí fue que soy zurdo. O sea, para el resto de las cosas en la vida soy diestro, pero para mirar la cosa funciona invertida. Hubiera pensado que era ambidiestro por todo este tema de que tenemos un par de ojos, pero no, con el zurdo veo mejor. Así que para mirar con la lupa cierro el derecho y veo mejor que si mirara con los dos.
Esta mirada ciclópea creo que es más oportuna. Además la lupa es chiquita y no entran los dos ojos. Así que me zambullí a esa dimensión infinitamente pequeña, que existe sin ser vista. Sobre las hojas de una de mis plantas, después de un ratito de mirar, ví que había un activo tránsito de bichitos blancos. No eran más que puntos blancos moviéndose por las hojas. Supuse que quizás explicaban los agujeros que aparecían en éstas. Una vez que me salí de ahí, me puse paradojal y pensé: la lupa agranda, acerca las cosas al ojo, pero ese mundo, al verlo, me parece lejanísimo.
Así agigantado, lo siento, sin embargo, tan lejano. Y era el mismo hecho de poder estar viéndolo de ese modo lo que me hacía cobrar conciencia de esa lejanía. Ahí pensé: la capacidad que las cosas tienen de afectarnos depende de la cercanía o distancia de nuestros ojos respecto a ellas. Una planta en una maceta puede volverse una selva. No es más que una cuestión de escala. Esta idea es más que obvia sobre todo para aquéllos que se hayan fascinado con las idas al laboratorio en clase de química o biología, pero lo que me divirtió fue corroborarla en mi balcón, y no haberla leído en un manual o algo así. Algo de este modesto experimento me permite comprender de otro modo el contenido de esos manuales, trasvasarlo a otras áreas, a la historia por ejemplo, acercándome aunque sea un cachito a qué congo pasaba allá por el Renacimiento ¡Qué delirio el de esos hombres que con el telescopio y el microscopio de pronto tuvieron acceso a una realidad infinitamente grande y al mismo tiempo a una realidad infinitamente pequeña! ¡Cuán multiplicada la realidad que podían percibir! ¡Cómo habrán sentido abismarse la existencia!
La película “Querida encogí a los niños” fue un éxito, y claro, tuvo sus sagas. No era impensable que la otra fuera “Querida agrandé al bebé”. Siguió el derrotero de la mayoría de las sagas, mucho público, mucha decepción. Algo de todo esto me remite a las peripecias de “Alicia…”, siempre ahora tan grande, ahora tan pequeña, en ondulación constante con las cosas que la rodean, sintiéndose a veces tan extraña en su cuerpo como cuando esa voz de gallo claudio les sale a los adolescentes al crecer. Es que la loca fantasía de Carroll, ¿no nos muestra el modo que tiene el cuerpo –más allá de nuestra conciencia- de experimentar su propio crecimiento?
Hay una frase de Proust que me gusta mucho y viene al caso. Proust era un tipo muy apegado a su madre y su pérdida lo marca hasta su muerte, se cuela en su obra por todas partes. A la frase la precede un pasaje en el que habla de lo que implica crecer, del “nuevo” yo que nace sobre las cenizas del anterior, del olvido que supone el crecimiento, incluso del olvido de aquéllos seres más queridos. Y escribe: “…será pues una verdadera muerte de nosotros mismos, muerte seguida, es verdad, por una resurrección, pero en un yo diferente y hasta el amor del cual no pueden elevarse las partes del antiguo yo condenadas a morir. Son éstas, -incluso las más endebles, como las oscuras vinculaciones a las dimensiones, a la atmósfera de un cuarto- las que se borrarán y retrocederán, en rebeldías en las que es necesario ver un modo secreto, parcial, tangible y verdadero de la resistencia a la muerte, la larga resistencia desesperada y cotidiana a la muerte fragmentaria y sucesiva tal como se injerta a lo largo de nuestra vida…”.
“Las oscuras vinculaciones a las dimensiones…”. Hay una parte de la memoria, quizás la más recóndita, como su nuca, que tiene que ver con las dimensiones, las nuestras y las del espacio. La conexión entre estos dos lados de la ecuación: el cuerpo y el espacio. Memoria puramente física, casi “inasible”, porque no trae el recuerdo de una cosa en particular: olor, imagen, sonido. Es recuerdo de un “estar” del cuerpo entero, habitando un lugar. ¿Será en esa dimensión de la memoria que se aloja la experiencia que nuestro cuerpo tiene de su propio crecimiento?
“Señoras y señores, aquí les traigo una verdadera oferta, artículo que abonamos en librerías y comercios no menos de 20 pesos, hoy va a llevar…”. Me intriga con qué nuevos objetos se aparecerá el vendedor durante el próximo viaje. ¿Habrá antenas “de bolsillo”? Estoy seguro de que la industria china debe producir algún artículo del estilo.