A propósito de la suspensión del último Boca-River y de la sanción al club de la RIbera, en esta columna de opinión aportamos un punto de vista sobre el origen de las barras bravas y su lugar en el capitalismo.
Luis Bel @tumbacarnero
Domingo 17 de mayo de 2015
Foto: sitio sofoot
Que la agresión llegó desde la platea, que fue desde el campo de juego, que fue gas pimienta, que fue una bengala (y aquí, una comparación con lo sucedido en República Cromañon en 2004 tiene lugar, no en el terrible crimen social de casi 200 jóvenes muertos, sino en el origen económico del mismo). Pink Floyd podría musicalizar la farsa (como lo inmortalizó Marx en su 18 brumario) luego de esta interminable repetición histórica: “The show must go on” (El espectáculo debe continuar).
Imaginemos que existiese un microscopio adonde la ciencia pudiera colocar los fenómenos sociales (en este caso el espectáculo del fútbol y sus negociados), para ser analizado bien de cerca, detenidamente, entonces nos daríamos cuenta que como es lógico su ADN es idéntico al que, en un plano macroscópico, se puede observar dentro del capitalismo.
Esto no debe sorprendernos, ningún modo de producción escapa a esta lógica y el fútbol es, por excelencia, el deporte que ha parido este sistema socio-económico. No importa cuánto se discuta sobre sus orígenes, si se nació en China hace miles de años o si los Aztecas ya lo jugaban antes de la llegada de Colón. El deporte, tal como lo conocemos ahora (detalle más, detalle menos), fue reglamentado por Inglaterra (lugar de nacimiento del capitalismo moderno y de la llamada Revolución Industrial) a mediados del siglo XIX y luego apropiado y exportado por el proletariado y las clases populares a todos los rincones del mundo.
Al transformarse con el tiempo en un espectáculo de masas, no demoraría mucho la clase dominante en tomar nota y darse cuenta que era una herramienta valiosa y efectiva a la hora de desviar y contener el descontento social. Con algunas excepciones, esto no ha cambiado.
Volviendo a lo anterior, cuando uno repasa la historia de las grandes multinacionales (elijamos una al azar, no importa cual: Ford, Adidas, Bell, IBM, VW) y descontando, por supuesto, el gran robo a los trabajadores escondido detrás del trabajo asalariado y dentro de la lógica de la propia legalidad burguesa, todas poseen “antecedentes penales”, por decirlo de alguna manera. Todas han actuado y actúan de manera mafiosa: atentados contra la competencia (“sana” dirían algunos gurúes), sabotajes, asesinatos, espionajes y etcéteras, y ni hablar de la complicidad y la participación en los campos de concentración nazis, las dictaduras latinoamericanas (en Argentina tenemos el ejemplo de la Ford y de Mercedes Benz con campos de concentración propios o de Ledesma en Jujuy con la ya conocida “Noche del apagón”).
Ahora bien, ¿qué diferencia hay entre todas éstas multinacionales y la FIFA? El microscopio en un primer vistazo nos permitiría darnos cuenta que ninguna. Como tampoco las hay entre una empresa nacional (grande, pequeña o mediana) y cualquier club del país. Todos entran en la misma bolsa y la misma lógica, la ganancia por encima de cualquier otra cuestión, lo que nos lleva inevitablemente a la barbarie hace tiempo anticipada por Rosa Luxemburgo.
Con la misma dinámica actúan la denominadas “barras bravas”. Nacidas del lumpenproletariado creado por el mismo capitalismo, apadrinadas por los dirigentes para hacer valer su territorialidad y la “localía” deportiva y hacer “el aguante” cuando el equipo “va de visitante”. Profesionalizadas por el peronismo como fuerza de choque política y sindical, si los sindicatos son de Perón (como le cantaron el pasado 1° de mayo a la legisladora del FIT Laura Vilches en Córdoba los gremios adictos al delasotismo), las barras bravas también lo son, no hay hinchada que no cuente con un “trapo” del Partido Justicialista (en “La 12”,la barra brava de Boca, algunas facciones responden al kirchnerismo, otras al macrismo).
A esta le di un huevito, esta lo cocinó, esta lo saló… El típico cuentito que se les repite a los niños para entretenerlos a la hora de comer, podría utilizarse para ilustrar el cómo fue alimentado este pequeño embrión capitalista: 23 cromosomas de la burguesía local y 23 más de los políticos patronales para dar luz a este Frankenstein que luego de dar sus primeros pasitos, decidió largarse a trotar.
Al igual que cualquier otra empresa, manejan sus negocios legales: marketing de los clubes, registro de sus propias marcas registradas y hasta venta de paquetes turísticos para extranjeros que quieren vivir en carne propia un poco de la adrenalina que genera el llamado “folclore del fútbol” nacional; y a la par: venta de drogas, manejo de los trapitos (los que cuidan los autos en las inmediaciones del estadio), los estacionamientos, la seguridad privada, organización de los recitales, extorsiones a los jugadores, reventa de entradas, viajes al exterior, representación de jugadores, porcentajes en la ventas y la lista no termina.
¿A quien se le piden soluciones? Al propio Estado y a sus fuerzas represivas, que son quienes utilizan los servicios de las barras y participan (o mejor dicho organizan y manejan) todos los negociados, tanto legales como ilegales que producen las hinchadas, incluido el gran delito como en el caso del narcotráfico (como es el caso Newells en Rosario, “de muestra basta un botón” decían las abuelas).
“Soy un empresario de la tribuna”, le confesó Alan Schenkler al periodista que le preguntó si le aplicaban el derecho de admisión por ser uno de los jefes de “Los borrachos del tablón”, la barra brava de River, y en esa confesión de parte se quitaba el velo sobre un cambio de paradigma que se venía gestando desde los ’90 dentro de la tribuna.La vieja imagen de que la hinchada estaba conformada por muchachos del club, del barrio, que por una pasión inexplicable seguían a todos lados al equipo de sus amores para hacerle el aguante, caía como un castillo de naipes.
La composición actual de las barras dista bastante de aquella imagen romántica similar a la que la literatura ha construido de los piratas. Si bien un porcentaje lo componen pibes de las villas y sectores populares (los cuales son generalmente las principales víctimas de las políticas de Estado que dejan en la calle a cientos de miles de jóvenes a los cuales se les hace imposible conseguir trabajo y quedan expulsados de un sistema educativo y social que los desprecia), la figura es completada con patovicas, punteros políticos, policías retirados y lumpenaje de todo tipo.
Pero la barra no sólo realiza negocios con sus propios medios, genera además, nuevos modos de producción. Entre los más fructíferos está el de la seguridad en los estadios. Al igual que la inseguridad para los políticos burgueses en campaña, la seguridad en el espectáculo futbolístico de cada domingo, es un negocio redondo para la policía y los distintos comisarios que reprimen o liberan zonas según la conveniencia de su bolsillo. Operativos de cientos de miles de pesos adonde se termina saturando y maltratando a los hinchas que entrada en mano van a presenciar el partido, mientras se abren los molinetes para que pase la hinchada sin ningún tipo de control.
Jueces, fiscales y abogados faranduleros no se quedan afuera de la fiesta. Cobrando honorarios millonarios les aseguran inmunidad judicial a los capos y les aconsejan aparecer de vez en cuando por algún hospital donando juguetes a los niños internados junto a los referentes del plantel para limpiar un poco la imagen. Como en el caso Nisman, la pus y el olor a podrido brotan por todos los poros del Estado y este sistema de explotación y muerte.
Con un discurso ultra-nacionalista, machista y xenófobo (que no difiere demasiado del que se puede encontrar “aderezado” en la prensa y muchos otros ámbitos e instituciones), las barras se transforman muchas veces en refugios de los sectores desplazados que si están en la calle, terminan siendo perseguidos y hasta muertos por la policía, como fue el caso de Luciano Arruga en el Gran Buenos Aires a mano de la bonaerense y de todos los chicos asesinados en casos de “gatillo fácil” (Córdoba es noticia seguido por esta causa). La represión y las balas terminan siendo las únicas políticas viables para un sector estigmatizado por los diferentes relatos dominantes.
Más arriba decíamos que “El show debe continuar” podría ayudarnos a musicalizar esta nota y esto se materializa al ver la reacción de los medios el día después. Políticos, autoridades policiales, dirigentes, periodistas y jugadores indignados, declarando que hay que repensarnos como sociedad, haciendo demagogia, denunciando sin denunciar, cuidando las formas, tratando de no “romper los códigos”. No vaya a ser que alguno se enoje, que se rompan relaciones, que tengan que sacar los pies en el plato.
Lo que sucedió en el último ¿súper? clásico, no es más que un eslabón de esta cadena que posee diversas bifurcaciones. Una, la de dos equipos con presupuesto, plantilla de jugadores, dirigentes y barras ricos o millonarios, otra, la de Emmanuel Ortega, un joven jugador de un pequeño club de barrio con el sueño de “salvarse” económicamente y convertirse en estrella de este fútbol moderno.
De forma cruda podríamos decir que ese sueño se estrelló contra una pared. Una que les advierte que son pocos los que llegan y que como todo negocio capitalista, también tiene su ala precarizada.