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Red Internacional
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LITERATURA // ANIVERSARIO. Barthes como interlocutor

Con motivo del Centenario de Roland Barthes y de las actividades que se realizaron en la Biblioteca Nacional –de las cuales participó–, el escritor Luis Chitarroni escribió sobre el semiólogo, crítico y teórico de la literatura un texto que, gentilmente, cedió para su publicación en La Izquierda Diario.

Sábado 12 de diciembre de 2015

Hay una propensión tan barthesiana a la elegancia y la delicadeza que habría que forzar y distorsionar las reglas de lo obvio y lo obtuso para devolver a todo lo que escribió Barthes su halo de independencia, autonomía, diferenciación. Todo Barthes. Cada artículo, cada ensayo, cada alusión, cada referencia, en cualquier caso, de Michelet a Cy Twombly, de Brecht a Arcimboldo, de Balzac a Erté, no hace sino confirmar este paradigma de total. O, como en francés, intégral (como en Casadessus). Un cuerpo entero. En la línea o canal de estos opuestos saussureanos, totalidad aparece en disputa, en repudio de absoluto. Así, el ejercicio de su abundancia la exime del fanatismo de excedencia de la completa satisfacción. Porque si algo pone en movimiento el nerviosismo placentero de la frase barthesiana es un diseño eficaz, picante, pugnaz, apical. La naturaleza nerviosa del adjetivo es también la animación y el continuo, el reverbero de la práctica crítica como combinación clínica y quirúrgica del tratamiento del texto. Un tratamiento, una obediencia, un estilo, una fatalidad. A excepción de Poe en el análisis de Valdemar que precede o acompaña al Sarrasine, no hay en Barthes otra voluptuosidad extraterritorial. Se trata de la lengua que pisa y habla Barthes. La excepción, la excepcionalidad de Poe es, además, traviesa, en la medida en que Poe –y el servicio que presta– resulta un costo más del monolingüismo francés. Todo tiene su explicación, aunque no tengamos ganas, cuando se trata de Barthes y del susurro de la lengua, de oírla. Mejor dicho, para oírla es necesario dejarla huir. Poe traducido (¿Lugné-Poë es Poe traducido?). Se trata de Poe vía Baudelaire vía Mallarmé vía Valéry, sin banda de sonido en inglés, sin doblaje, subtitulado ni interlineado posible. La modernidad extemporánea de Barthes consiste en eso, en componer un verdadero clasicismo. El “clásico” procede, esta vez, no del canon sino del aticismo, que funda la severidad del análisis del estilo sin la comitiva de la lengua a cuestas. En Michelet se trata de observar qué y cómo observa, qué detecta y selecciona Michelet; todo lo demás vendrá –por añadidura– después. Y será igual: qué se separa, que se diferencia y se selecciona de la serie, del continuo, de la larga secuencia horizontal. La geometría barthesiana es un intento prodigioso de desterrar a Descartes, de confinarlo a la tierra del origen o a la tierra prometida.
Antes y después. Y para operar, para manejar en privado esa clarté, (es preciso) horrorizarla dentro del –¿plano?– de lo posible.

Una aberrante clarté. Leo Spitzer recibe –para su admiración– el ritmo de Diderot como lengua extranjera; Brodsky, el de Auden. El inglés para un ruso soviético condenado por vagancia, por parasitismo social, a una celda en un complejo penitencial de 999 unidades, no panóptica debe de haber sido también una aberración. Tarda mucho en saber el sentido de esas criaturas que corren por el renglón irregular del poema, y esa tardanza le ayuda a implantar en la rusa una partitura ajena, tal vez la errancia de una caminata caprichosa. Barthes avanza con pie seguro, como Abram Tertz tras los pasos de Pushkin. Sobre su lengua, sobre su estado de lengua.

No hay imagen final definitiva del escritor que uno durante tanto tiempo trató. ¿Trató? Quienes tratan de verdad son los discípulos y amigos, testigos carnales, en persona, de nuestra fugaz impaciencia en la Tierra. Y los discípulos, los amigos, los testigos carnales en su mayoría hablaron. Quedan tantos retratos de la voz de Barthes, de su amabilidad, del humor que no quisiera adoptar ese nombre. (Si bien quien mejor lo hizo, con mayor honestidad, con mayor justicia, fue Barthes por Barthes.) Una imagen se define por su indefinición… En el fondo, en el fin, sin los augurios de una inmortalidad hiperbólica, la imagen adquiere su mesura, su medida, su inepta proporción. De esa otra impaciencia en la Tierra sí somos los únicos testigos. Y, como tales, de Barthes damos por cierta, por suerte, una tentativa inimitable de inteligente e insustituible interlocución.