La serie británica Black Mirror, del creador Charlie Brooker, se estrenó en 2011. Cuenta con dos temporadas y solamente siete episodios. Cada uno de ellos trata de historias diferentes, pero las une un hilo conductor: las potenciales consecuencias de la tecnología en el modo de vida.
Martes 14 de abril de 2015
¿Distopía?
La serie británica Black Mirror, del creador Charlie Brooker, se estrenó en 2011. Cuenta con dos temporadas y solamente siete episodios. Cada uno de ellos trata de historias diferentes, pero las une un hilo conductor: las potenciales consecuencias de la tecnología en el modo de vida.
Más acá de la distopía, la propuesta parece ir en el sentido de una película como “Her” (Spike Jones, 2013), la historia del hombre que entabla una relación amorosa con un sistema operativo, protagonizada por Joaquin Phoenix. En palabras del propio Charlie Brooker, “todos los episodios son acerca de la forma en la que vivimos ahora –y la forma en la que podríamos estar viviendo en 10 minutos si fuéramos torpes”. Este tipo de producciones, si bien parecen compartir elementos con las distopías, tienen la particularidad de no situar la ficción en un estadio posterior, relativamente lejano, del futuro humano. El universo ficticio que plantean no parece ser resultado de un enorme salto evolutivo, más bien se desprende con cierta naturalidad de las tendencias de nuestro propio mundo actual. Nuestra imaginación no precisa viajar tanto para situarse allí, sino simplemente hacer el ejercicio de radicalizar las tendencias que ya se hallan presentes entre nosotros. Este factor las torna, sin dudas, más perturbadoras.
Los personajes se desenvuelven en una tecnósfera que no resulta para nada ajena a nuestro mundo contemporáneo. Son la realización del hombre posorgánico, que ha incorporado a su cuerpo la tecnología. Quizás, el único “salto” (saltito) que haya que hacer para imaginar a estos hombres sea el de concebir la transición entre el nano y el intra. Rodeados hoy de nanotecnología, aún la mayoría de estos dispositivos permanecen fuera (aunque cerca) de nuestros cuerpos. Digo saltito, pues esta transición no solamente está en parte avanzada en la práctica médica, sino que comienza a ser empleada por motivos que exceden la salud, como lo testimonia el experimento de implantación de chips en empleados de empresas de varios países. El saltito no implica la imaginación de un “mundo otro”, sino la capacidad de concebir una sociedad en la que esos mecanismos se hayan masificado.
Memoria
Nada más huidizo que los mecanismos de la memoria y el olvido. Nada más ajeno a la voluntad. La memoria irrumpe, deforma, devuelve a la superficie y hunde de vuelta. Su proceder, por enigmático, puede aparecérsenos caprichoso. Acaso lo sea. Rasgos con mala prensa para un mundo que hace del control su religión.
La obsesión por la memoria es uno de los rasgos culturales más salientes de la época. Es objeto de estudio en las disciplinas más diversas (desde la neurología hasta las ciencias sociales), ha inspirado buena cantidad de películas en el último tiempo (Resplandor de una mente sin recuerdos, El hombre sin pasado, Memento y, recién salidita del horno, Siempre Alice, sobre el tema del Alzhaimer), y el guante ha sido recogido, inevitablemente, por la moda y por la industria cultural de todo tipo. Afinando la lupa, buscando los efectos lejos de los tanques de Hollywood, basta mencionar algunas obras exitosas del teatro argentino reciente: Museo Ezeiza (Audivert), Mau Mau (Loza) y Spam (Spregelburd).
Son esta serie de fenómenos los que llevan al teórico Andreas Huyssen a plantearse un interrogante sugestivo: ¿Es el miedo al olvido la causa de la obsesión por la memoria? ¿O sucede al revés? El miedo al olvido, producido por la velocidad con la que se suceden los cambios, tendría como efecto compensatorio la hipertrofia de la memoria, el anclaje en el pasado.
Tecnología
Esos rasgos incómodos y poco auspiciosos de la memoria pueden ser paliados por la tecnología. La memoria es impredecible y poco confiable. Si la tecnología puede controlarla, ¿cómo no hacerlo? O, incluso: ¡Debiera hacérselo! De otro modo, incluso uno puede volverse poco confiable.
Esta situación es puesta de relieve (con ímpetu crítico) en el tercer capítulo de la serie Black Mirror. Los personajes se nos presentan más humanos que robóticos. Los distingue de nosotros una sola cosa: un “grano”, una suerte de chip – computadora implantado detrás de la oreja. En él, almacenan infinidad de información y, sobre todo, material audiovisual. Graban permanentemente su propia vida. La vida, al mismo tiempo que es vivida, es duplicada (cualquier similitud con la compulsión de compartir cualquier nimiedad por las redes sociales es pura coincidencia). Casi todo el tiempo llevan en sus manos un pequeñísimo control con el que proyectan las imágenes grabadas que quieren recordar. Así, en el comienzo del capítulo, tras llegar frustrado de una entrevista, los amigos incentivan al protagonista a que muestre el video de la misma para poder darle sus puntos de vista.
La trama de este capítulo es clásica: una historia de celos. Un hombre de treinti largos, cuarenta, sospecha que su esposa (o novia) lo engaña con un antiguo amigo de ella que reaparece en ocasión de una cena grupal organizada por la pareja, en su casa. El condimento tecnológico es lo que da consistencia a la trama. El hombre se obsesiona a tal punto que comienza a proyectar una y otra vez las imágenes de esa cena. La posibilidad de ver infinidad de veces esas imágenes retroalimenta su obsesión: analiza gestos, risas, miradas, hace zoom al encontrar elementos sospechosos.
En este universo ficcional, todo se conserva. Nada se pierde. Si consideramos que para rememorar es necesario antes haber olvidado, entonces podemos afirmar que en este mundo el hombre ha sido expropiado de la experiencia de la rememoración. Sólo le quedan hechos. Estamos en las antípodas de la afirmación de Nietzsche según la cual “No hay hechos, hay interpretaciones”. A menudo los personajes, al discutir por un hecho pasado, zanjan sus diferencias remitiéndose a la proyección del momento en cuestión. Poseen una especie de TVR en la cabeza, y ese enorme archivo sentencia la discusión. La memoria ha sido domesticada. Ya no deforma, no condensa, no irrumpe, no ficciona. Y el olvido, ha sido expropiado. Solamente queda…. miren el capítulo.
Es llamativo que ese futuro tecnológico (extensión hiperbólica de nuestro presente) que proyecta la serie no produzca, como podría haberse especulado (tal como lo señala la propia idea de progreso, o como lo imaginaban los futuristas de principios de siglo XX) una suerte de éxtasis futurista, sino todo lo contrario. Esas tecnologías propician la constitución de ¿subjetividades? anticuarias, nostálgicas. Los personajes, muy a menudo, apelan a grabaciones pasadas para “volver a vivir” viejos tiempos. No los recuerdan. Intentan volver a vivirlos.
Al respecto, algunos interrogantes abordados por el intelectual italiano Paolo Virno, en su “El recuerdo del Presente (Ensayo sobre el tiempo histórico)”, ayudan a señalar los ejes en torno a los cuales podría girar un debate que se propusiera discutir el impacto de las nuevas tecnologías en la memoria y en el modo de vivir la experiencia histórica: ¿Qué sucede cuando todo “ahora” se vuelve inmediatamente un “entonces”? Es decir, cuando nuestra vida es duplicada, vivida y recordada al mismo tiempo. Cuando se preparan, en términos de Virno, las condiciones para “mirarse vivir”.
¿Se sumarán los popes de “Personal” al debate? Por ahí tengan una idea para aportar. Parece que ahora, a velocidad 4G, tal como reza la publicidad, vamos a poder “compartir nuestro mundo en vivo”. ¡Y en un Personal Black!
Un salto, no, un saltito nomás.