El desarrollo de la crisis social y sanitaria en el país expone las condiciones terribles que se viven en las cárceles y centros de detención. La desaparición de Luis Espinosa revela la violencia sistemática de las fuerzas del Estado contra las poblaciones más pobres. Algunas corrientes políticas y de pensamiento se debaten qué hacer, pero no cuestionan lo fundamental: el rol de las cárceles, de la persecución del delito y del sistema penal y punitivo de conjunto, y su funcionalidad a la explotación capitalista. Para esto planteamos una perspectiva socialista que aborde las causas sociales del delito, y cómo impulsarla.
Miércoles 27 de mayo de 2020 09:53
@mataciccolella
En las últimas semanas la situación carcelaria en el país adquirió mucha notoriedad, y tomó por asalto muchas de las primeras planas y titulares de los distintos medios tradicionales. Esto se debe a dos motivos concretos. El primero, el reclamo de presos y presas por las condiciones de hacinamiento y falta de higiene en que viven, que combinadas con el advenimiento del Coronavirus en la región, son combustible para el fuego de la pandemia. El segundo, los vaivenes judiciales y políticos sobre la posibilidad de medidas que alivien la sobrepoblación carcelaria por lo que dure la presencia del Covid-19 en la región. A la luz de este debate, queremos cuestionar no solamente el rol, sino la existencia misma de las cárceles y centros de detención, y cómo algunas de las distintas corrientes de pensamiento sobre el tema no discuten lo fundamental de estas instituciones, ni tampoco las han modificado perceptiblemente a lo largo de sus alternancias en el poder.
Existe una variedad de teorías sobre cuál es la función de las cárceles y de las penas, las más predominantes plantean cómo instrumentalizar mejor el sistema penal existente, o cómo modificarlo para una mayor efectividad, para así reducir la cantidad de delitos que se cometen, pero partiendo de la importancia de las instituciones carcelarias, de las penas, y de la persecución estatal sistemática y profesional del delito. Es decir, la cárcel, la policía y los jueces en lo penal, se dan por sentado, la cuestión para estas corrientes de pensamiento es cómo maximizar su uso, o cómo darle una forma más “racional” o “humana”.
Actualmente en la Argentina una de las corrientes predominantes entre teóricos y jueces, es la teoría de Eugenio Zaffaroni, exponente del garantismo, quien ha sido juez o procurador entre 1969 y 1990, y desde el 2003 a la actualidad, incluyendo la duración del régimen de la dictadura genocida. Para él, el Estado se caracteriza por su pulsión del poder punitivo, una tendencia represiva esencial, que si no es contrarrestada de alguna manera, tiende al cometimiento de un genocidio [1]. Explica que el derecho penal, entendido como la especificación de cuáles son las conductas que el Estado puede castigar, cómo puede hacerlo, con qué límites, y los distintos sujetos que toman parte en los procedimientos judiciales que giran a su alrededor, tienen por objetivo contener y limitar esa tendencia represiva para limitar el daño que esta vaya a ejercer. También explica en su obra que parte de la actividad de lo que llama “agencias del Estado” (policías, gendarmería, servicios de inteligencia, etcétera) es la criminalización secundaria [2], que a través de la fuerzas de seguridad, se encargan de individualizar a los infractores de la ley mediante criterios estéticos, muchas veces relacionados con características étnicas o sociológicas (develando un contenido racista o clasista). Zaffaroni a su vez habla de la necesidad de un gobierno que fortalezca las garantías penales y sus condiciones de aplicación, para mejorar la efectividad del derecho penal en su tareas de contener la represión estatal. Si bien hay un mérito en denunciar las características represivas del Estado, o su carácter inherentemente discriminativo, limitarse a denunciar y buscar morigerar esas tendencias no ataca el problema de fondo: el irreconciliable carácter de clase del Estado y sus “agencias” de normalización, control y represión. Es decir, no se puede aspirar más que a que las torturas carcelarias y represivas sean un poco menos graves, o un poco menos arbitrarias. Este hecho es tanto más crudo si pensamos que solo en la Argentina, muere violentamente una persona cada 19 horas a manos de las fuerzas del Estado [3]. Frente a esta brutal realidad se hace necesario cuestionar la represión estatal de conjunto, con sus cárceles e instituciones, y la justeza de la persecución sistemática y profesional de los delitos.
Un sistema irracional y profundamente injusto
En la tarea de cuestionar los sistemas que nos rigen, es importante contrastar el discurso con la realidad. Se nos dicen muchas cosas. Que las fuerzas de seguridad tienen el objetivo de protegernos de la delincuencia, y que se encargan de perseguir únicamente a los delincuentes. Que encerrar a ladrones, vendedores de drogas y otros, es una forma definitiva de justicia. Otra es que las cárceles y las penas tienen el objetivo de rehabilitar a las personas que se “desvían” de la norma para que puedan volver a la sociedad. Estas ideas en el fondo tienen poca relación con la realidad histórica o actual, y no ofrecen resultados positivos para la sociedad, sino todo lo contrario. Las fuerzas del Estado y su función policial, jueces y cárceles, tienen el objetivo de sostener un régimen de propiedad privada y evitar su cuestionamiento; y los discursos que las legitiman, van en esa misma dirección. Para explicar esto mejor, repasemos algunas nociones brevemente.
El sistema penal y represivo del Estado, tomó su forma actual como parte del surgimiento del Estado moderno burgués, y como este con los derechos civiles y políticos, lo hace bajo una promesa de igualdad y universalidad, que termina en los hechos siendo estrictamente formal. Si miramos un código penal, no nos encontramos con descripciones de personas o de tipos de personas, sino que nos encontramos con conductas, de todo tipo, desde pequeños hurtos hasta tramas complejas para el cometimiento de delitos financieros. Pero la realidad es que no se persiguen estos delitos de manera indiscriminada. El intermediario entre la ley penal y las cárceles son las fuerzas policiales (u otras fuerzas cumpliendo la función policial) que el Estado mueve por las calles. Estas actúan de manera distinta, y en distinta concentración, en los barrios populares y de sectores empobrecidos, respecto a cómo actúan en los barrios caros, countries, etc. Esto se refleja en las detenciones, en los casos de gatillo fácil, pero también en las poblaciones carcelarias, dejando ver un sesgo claro de discriminación sistemática hacia las poblaciones pobres, y algunos grupos étnicos en particular.
En Argentina un 72% de los presos están condenados o acusados de robo o tentativa, y delitos por posesión o venta de estupefacientes (típicamente en cantidades pequeñas) [4]. No es un problema nacional tampoco, por ejemplo en los Estados Unidos el 67% de la población carcelaria está compuesta de hombres afrodescendientes, que componen un 12.3% de la población nacional, mientras que lo opuesto ocurre con los hombres blancos, siendo un 34% en las cárceles y un 72% a nivel nacional [5]. Este tipo de ejemplos se puede seguir por todo el mundo. La realidad es que la función y el objetivo verdadero del sistema penal de conjunto, están grabados en la función policial y sus métodos. Quienes viven con pocos recursos, quienes se ven menos beneficiados por el régimen de propiedad privada, o quienes viven realidades más difíciles de sobrellevar (y que por tanto son quienes más motivos tienen para cuestionar el régimen de conjunto) son quienes son sistemáticamente amedrentados y perseguidos por las fuerzas del Estado en cumplimiento de la función policial. Todo esto denota directamente la intención del Estado de someter a estos sectores y cortar de raíz cualquier descontento. Otras prácticas, quizás menos llamativas, también facilitan esta conclusión. Cacheos y pedidos de documento en los barrios o en los transportes públicos, acompañados de tratos bruscos, también buscan reafirmar la autoridad de los funcionarios armados del Estado.
No solamente es un mito que se persiga la prevención y castigo de los delitos de forma indiscriminada, sino que tampoco se sostiene la idea de que tiene que haber un delito y una demostración de culpabilidad para aplicar una pena (idea que le adjudicamos a la corriente positivista del derecho penal). Esto tampoco se condice con la realidad. En la Argentina, por ejemplo, el 46% de la población carcelaria está compuesta por personas que esperan aún una condena [6]. Es decir, personas que están privadas de su libertad, hacinadas, que sufren la violencia de las prisiones y sus carceleros, pero de las cuales no tenemos garantía real de que hayan cometido ningún tipo de delito. Estas personas pueden perfectamente resultar inocentes. La aplicación masiva de prisiones preventivas a sectores que no tienen la solvencia económica para hacerse oír frente a los jueces es moneda corriente. Si combinamos todos estos elementos, sumado a la lentitud característica del poder judicial, nos encontramos con que no sería raro pasar años dentro de una prisión solamente por tener el rostro “equivocado”, en el barrio “equivocado”, en el momento “equivocado”, y tener la mala suerte de ser avistado por un patrullero.
Un sistema innecesario y dañino a la medida de las promesas electorales y los medios
Es muy común encontrar en el programa de los candidatos políticos de distintas fuerzas del régimen discursos sobre incrementar el personal policial, o su presencia en las calles, su capacidad y libertad de acción, sobre incrementar la duración de las penas, o sobre bajar la edad mínima de imputabilidad, con el objetivo de reducir el delito. Algunos ejemplos son Rodríguez Larreta que promociona cada nueva camada de la Policía de la Ciudad, lo fue Scioli con sus famosas Policías Locales, Massa con su “ejército en las villas”, o Bullrich y Macri con su doctrina Chocobar, o la ley Blumberg, solo por nombrar algunos. Se supone que de esta forma se mantiene a los “delincuentes” encerrados (casi confesando que quisieran que fuera para siempre), y también se desincentiva que otros cometan delitos. Se “paga” por lo hecho y, según algunos, se “rehabilita”. Si bien los políticos hacen campañas con estas ideas, la realidad es que no se justifican en hechos, sino con el relato de los grandes medios de comunicación, que exaltan los crímenes violentos y los sobrerrepresentan, en un esfuerzo por generar pánico y convencer a las masas de la necesidad de un fortalecimiento represivo del Estado. Esto a su vez explica por qué los funcionarios del régimen compiten por ver quién prioriza más estas políticas en su agenda y su discurso.
La realidad es que no existe evidencia sólida de que penas más fuertes [7], o mayor vigilancia, reduzcan los índices de cometimiento de los delitos, al punto de que llega a ser más razonable pensar que no tienen ese efecto. De hecho, casos como el de Luciano Arruga nos permiten ver que las fuerzas del Estado juegan un rol en el cometimiento sistemático de los delitos que dicen combatir. En otros casos los cometen las mismas fuerzas, como dejó en claro la desaparición forzada y asesinato de Luís Espinosa en Tucumán, la semana pasada, a manos de la policía. La prohibición de las drogas recreativas y la persecución del narcotráfico, por ejemplo, demostraron en incontables ocasiones que solamente producen grupos armados alrededor de la venta de drogas, que pasan a sobrevivir con la complicidad y convivencia de las mismas fuerzas del Estado. ¿Existirían grandes redes armadas de narcotráfico sin la policía y la gendarmería? Difícilmente.
Por otro lado, la lógica de mantener a los presos encerrados por siempre, es brutal e inhumana, y es parte de una retórica punitivista que apunta solamente a endulzar el oído de las clases dominantes. Esta práctica cruel tampoco logra satisfacer sus propias justificaciones. En los países con las penas más largas, siendo Estados Unidos el principal exponente, no paran de aumentar las poblaciones carcelarias mientras los famosos “índices de delito” no dejan de crecer (hoy siendo la más alta del mundo respecto de su población total pasando de 100 prisioneros cada 100 mil habitantes en 1980, a tener 655 en 2019) [8]. Es decir, los delitos contra la propiedad en poblaciones a las que se les hace imposible acceder a medios mínimos de subsistencia, naturalmente, no se reduce. Las penas más altas no neutralizan la realidad social.
Tampoco tiene sentido hablar de “rehabilitación”. Se pueden hacer análisis sobre los “índices de reincidencia”, pero alcanza con discutir la premisa. Si el sistema considera a una persona no apta para vivir normalmente en sociedad, ofrecerle años de encierro junto a todas las demás personas que tampoco considera aptas, sometidas a los designios de las autoridades carcelarias, en condiciones de vida indeseables, difícilmente tenga un efecto positivo en el comportamiento de esas personas, y difícilmente salgan dispuestas a lidiar con la realidad económicamente brutal que le ofrece el sistema capitalista a los expresidiarios.
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En conclusión, el sistema penal es un sistema profundamente violento y discriminatorio, al servicio de las minorías económicamente poderosas y sus privilegios. Además, no le ofrece a las mayorías populares sobre las que desata esa violencia, ninguna excusa o motivo para mantenerlo funcionando. La represión sistemática y profesional del Estado, sus policías, gendarmerías, prefecturas, sus corporaciones judiciales y sus cárceles, no nos deparan nada bueno, por eso lo mejor que podemos hacer los trabajadores y el pueblo pobre es deshacernos de ellas.
Una alternativa socialista a la represión del Estado
En primer lugar, es importante terminar con la persecución por parte de los Estados de conductas como son el consumo, cultivo y comercialización de drogas recreativas; el ejercicio de la sexualidad en sus distintas formas (muchos Estados hoy penan la homosexualidad, la transexualidad, y todo lo que no se ajuste a la heteronorma y una “moral oficial”, muchas veces religiosa); el aborto, y muchas otras más. Consideramos que no se trata de conductas “indeseables”, y que no tienen por qué estar en la categoría de los delitos.
Como socialistas creemos que la clave para superar conductas que sí son antisociales o violentas, está en la transformación de la sociedad y de las relaciones sociales de conjunto. Es decir, en una sociedad más justa, en la que los trabajadores puedan gozar del fruto de su trabajo, y todas las personas podamos trabajar de forma colaborativa, libre y asociada, las principales causas del delito estarían extintas. Pero no por eso creemos que esa sociedad deba desatender esas conductas hasta su desaparición.
Para empezar, en reemplazo de las cárceles, policías, y corporaciones judiciales, creemos que las masas pueden crear órganos y normativas propias, que puedan ofrecer respuestas racionales, pensando en el bienestar de las personas afectadas. Estas formas pueden ser infinitamente más democráticas y sensibles que las que tenemos ahora, en las que una ley que es irracional y está dictada por funcionarios que no conocen la realidad de las mayorías, es aplicada por una corporación de jueces vitalicios, repletos de privilegios, y que gozan de dietas exorbitantes. En lugar de los jueces se pueden establecer tribunales populares, revocables, que cobren como cualquier trabajador, controlados por la población misma. En la Rusia revolucionaria se pusieron en pie sistemas de este tipo, que funcionaron durante años con gran adhesión [9]. A su vez, también es importante reemplazar una educación individualista y de competencia, orientada a formar y segmentar individuos para el mercado laboral, y desarrollar en su lugar otras formas que exalten valores colaborativos y sociales.
Eso representaría un salto enorme. Pero apuntamos más alto. Abogamos por la construcción de una sociedad totalmente diferente, en la que no exista un grupo improductivo que acumule cantidades irracionales de riqueza, y en la que esta se reparta según la necesidad de las personas, para que así podamos finalmente superar las conductas violentas y antisociales.
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Las causas sociales de las conductas delictivas tienen solución, y abogamos por la aplicación de esas soluciones, y contra el mantenimiento de un sistema de miseria que va a perpetuar este tipo de conductas para luego castigarlas. Como dicen Marx y Engels, “no conviene castigar los crímenes en el individuo, sino destruir las fuentes antisociales donde nacen los crímenes y dar a cada cual el espacio social necesario para el desenvolvimiento esencial de su vida. Si el hombre es formado por las circunstancias, se deben formar humanamente las circunstancias” [10].
Por supuesto que esto no implica defender o animar los delitos contra la propiedad personal en general, de los cuales en la mayoría de los casos terminan siendo víctimas los mismos trabajadores o pobres, que se encuentran en una situación de total vulnerabilidad. En la juventud prima el deseo y la lucha por poder trabajar en condiciones dignas, y creemos firmemente en la capacidad y la posibilidad de que esa juventud se organice para luchar por ello. En su momento frente al desempleo y la miseria, surgió el movimiento de desocupados. Hoy esperamos estar frente al génesis de un gran movimiento de jóvenes trabajadores precarizados, al que queremos ayudar a organizarse, para poder luchar de conjunto contra las condiciones brutales de vida que se les imponen, y conquistar una salida favorable para ellos.
¿Mientras tanto qué? Los abogados y trabajadores del derecho tenemos una responsabilidad y una tarea clave en esta lucha
Quienes contamos con la posibilidad de formarnos en el derecho y otras disciplinas afines, estamos en un lugar privilegiado para aportar en la lucha contra la represión del Estado, y colaborar en la organización, para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores y sectores populares en todas sus realidades.
Está en nuestras manos pelear contra el uso generalizado de la prisión preventiva. También por la legalización del aborto, por la derogación de las leyes discriminatorias por razones de género y por la legalización de las drogas y la liberación de las personas que están cumpliendo condenas por ello. Uno de nuestros objetivos es conquistar el respeto de las garantías penales y los derechos básicos de las personas con condena. Es decir, que no se los lastime físicamente, que se los alimente bien, que vivan en ambientes limpios y con acceso a atención médica, que cuenten con la posibilidad de estudiar, y que no estén hacinados. Todas esas son luchas contra los avances punitivos del Estado para las cuales tenemos las herramientas para dar y es importante que demos.
También debemos organizarnos contra la represión estatal y en defensa de las causas obreras y populares. Un ejemplo de cómo puede hacerse esto es el Centro de Profesionales por los Derechos Humanos (CEPRODH), que fue un participante clave en los procesos de las fábricas recuperadas, defendiendo las libertades sindicales de los trabajadores en lucha, y también defendiendo sus puestos de trabajo, y ayudando a la organización de los trabajadores pero también en todo tipo de causas contra la represión estatal. Somos parte de un colectivo que lucha por sentencias favorables contra los genocidas, contra los autores de casos de gatillo fácil u otras expresiones de violencia institucional, contra protocolos y legislación penal y procesal penal que aumenten las potestades represivas, contra las detenciones y condiciones de detención ilegales, defendiendo a quienes protestan, y en muchos otros casos más,ayuda a la deslegitimación de la capacidad represiva del Estado y el fortalecimiento de los derechos de los trabajadores y el pueblo. Por supuesto que siempre es central el rol de los trabajadores y los sectores en lucha en las calles, los barrios, y sus lugares de trabajo, para conseguir la relación de fuerzas que permita lograr todas estas conquistas legales, y los profesionales organizados podemos ofrecer una ayuda que permita cristalizar esas conquistas.
Todo esto a su vez lo pensamos como parte de una pelea más general por una sociedad más justa en la que nos liberemos de la explotación de los capitalistas y de la opresión de su Estado. Organizarnos a partir de nuestras herramientas y conocimientos puede hacer la diferencia en nuestra pelea por liberarnos de un sistema y un régimen profundamente brutal y destructivo, para construir una sociedad libre de explotación y opresión.
[1] ZAFFARONI, Eugenio Raúl, “En busca de las penas perdidas” (1990), página 123.
[2] ZAFFARONI, Eugenio Raúl; Alejandro ALAGIA y Alejandro SLOKAR. Derecho Penal: Parte General, página 7.
[3] CORREPI, Informe Antirrepresivo 2019 www.correpi.org/2019/archivo-2019-cambiemos-nos-deja-una-muerte-cada-19-horas/
[4] Sistema Nacional De Estadísticas Sobre Ejecución de la Pena, Informe Anual http://www.saij.gob.ar/docs-f/estadisticas sneep/2018/InformeSNEEPARGENTINA2018.pdf
[5] The Sentencing Project, Criminal Justice Facts https://www.sentencingproject.org/criminal-justice-facts/
[6] Ídem 4
[7] NAGIN, Daniel S.;Francis T. CULLEN y Cheryl LERO JONSON. Imprisonment and Reoffending, Crime and Justice, 38. https://onlinelibrary.wiley.com/doi/epdf/10.1111/j.1745-9133.2010.00680.x
[8] Consejo Nacional de Investigación de The National Academic Press, The Growth of Incarceration in the United States: Exploring Causes and Consequences, 2014.
[9] PASHUKANIS, Evgen, Teoría general del derecho y marxismo, Barcelona, Editorial Labor, 1976.
[10] MARX, Karl y Friedrich ENGELS La Sagrada Familia, Editorial Claridad, página 153.