La jerarquía universitaria se aferra a sus cátedras y ha convertido la Academia en un universo caduco alejado de los intereses del estudiantado, que no tiene voz ni voto en sus centros de estudio.
Martes 2 de mayo de 2017
Según el primer artículo de la LOU, la universidad tiene por funciones «la creación, desarrollo, transmisión y crítica de la ciencia, la docencia y el estudio». Qué quiera decir por crítica sólo puede deducirse a partir del sentido común, el menos común de los sentidos, sinónimo en la inmensa mayoría de las ocasiones de «indudable evidencia». En otras palabras, se da por sentado sin ningún motivo que la universidad es crítica sin saber qué se critica, cómo y, sobre todo, quién. Pareciera que ahí donde reside la ciencia y el saber sólo puede haber buenas intenciones, un amor profundo a la verdad y, en consecuencia, una necesaria tolerancia hacia la crítica. Se habla de plena libertad de hacer y decir, salvo en lo que respecta a faltar a clase por tener que trabajar (tan desinteresada es la sabiduría que sólo el ocioso puede saborearla).
La realidad, por supuesto, es harto distinta. La crítica en el aula no es otra cosa que un amago del alumno por llamar la atención al profesor, quien, tras una ingeniosa respuesta, dará el visto bueno al acólito o lo sentenciará a perder su beca. Este, al final, llevará su estudio crítico a una recapitulación de las enseñanzas de su maestro o, en el mejor de los casos, será un zoilo anquilosado en la negativa constante de la estructura universitaria, cuya fama se deberá más a su bilis que a su inteligencia. Igual que en el capitalismo, el dogma y la alternativa son caras de una misma moneda, pago que sólo sirve para afianzar la primera, y marginar y encadenar la segunda en una postura muy digna que se conoce como «bohemia».
En cualquier caso, se está entregado a una estructura imposible de demoler. Todo va bien mientras el estudiante hable por boca de ganso, ya sea por las buenas o por las malas, y obedezca los cánones de la academia. La relación magister/discipulus, esquema educativo de la escolástica, conforma el sentido último de una universidad heredada, y muy orgullosamente, de un rancio sistema educativo medieval, perpetuado por un personal docente de corte franquista que se resiste a abandonar sus sillones al tiempo habla de modernización. Y esto último tiene, irónicamente, algo de razón, pues cuando a finales de la Edad Media defendían este método de aprendizaje, creían realmente hacer lo correcto. Ahora se trata de la conservación del poder por sí mismo o, en el peor de los casos, de unos cómodos honorarios. Ya no creen en lo que hacen. Con verdadero cinismo, rechazan que esto sea así, proclamándose la vanguardia de la sociedad, pero nos dan la razón con los hechos.
Este culto a la figura del profesor no sólo se aprecia en el comportamiento altivo del docente, en la necesidad de los alumnos de mendigar las matrículas de honor, o en el nepotismo claro que hay en el aula cuando un alumno ratifica los cafres delirios de un maestro pasado de moda y con aires de grande; también se hace patente en el aparato legislativo de las diversas universidades, sus estatutos. A la hora de elegir rector, en la Universidad Complutense de Madrid, por poner un ejemplo, el voto docente se pondera en 51%, más del doble que el voto estudiante; porcentaje que se conserva en lo que respecta a la representación en el Claustro. En menor o mayor medida, se puede constatar que el resto de universidades públicas siguen este esquema (algunas como la Universidad de Barcelona conservan este porcentaje, pero en la Autónoma de Madrid o en la Universidad de Oviedo la ponderación del cuerpo docente sube a 55%, siendo 57% en el caso de Granada, por ofrecer otros ejemplos). ¿Las razones? Lo cierto es que no se me ocurre ninguna de peso.
Quizás el sistema democrático que defienden es uno en el que el voto de los viejos vale más que el de los jóvenes, que son quienes saldrán a la calle con lo aprendido, en un mundo que ha cambiado tanto que los mismos profesores no saben manejar las nuevas tecnologías. Por otro lado, las inmaduras exigencias y el ímpetu del que a veces son acusados los estudiantes se deben al hambre de futuro que embriaga a cualquier joven. Es fácil ser frío y tomar decisiones sin despeinarse cuando la posición privilegiada está asumida como un principio, así como el silencio del sometido en los organismos de representación. Habría que ver la reacción tan comedida de algunos profesores si les tocaran el sueldo o los derechos que garantizan su situación por encima del resto de la comunidad universitaria.
El alumno tiene todo que perder. Y es cuanto menos curioso que se achaque ese idealismo ciego a los jóvenes y a la vez la facilidad para manipularlos. ¿Un verdadero idealista se deja convencer con facilidad de algo que parece opuesto a la tesis que defiende? ¿Quiénes ejercen esa manipulación sino los mismo que les acusan de ser manipulables, aquellos que ejercen el poder en las universidades? Que los estudiantes son un sector que oscila, es cierto; pero no el PAS, quien tiene la misma permanencia que le cuerpo docente. Y nada habrá que decir sobre los trabajadores de la universidad subcontratados por empresas privadas, que limpian laboratorios y mantienen las instalaciones perfectas para la labor de los profesores. A pesar del intento de descentralización de las universidades españolas, la clase docente se resiste a perder, al menos, el voto decisivo para regir con férrea mano el complejo educativo.
Esto se puede extrapolar a la Academia; formar parte de la caricatura que la sociedad se ha hecho del alumno, una óptica que lo encierra en los cánones. Cuando se hablaba de crítica no es discutir un asunto puramente técnico en el aula, sino la posibilidad de que el alumnado sea co-participe en el funcionamiento de las clases y ponga en tela de juicio la misma enseñanza recibida. Tengo la experiencia de muchas facultades en las que el profesor se alza como un profeta no reconocido en su tiempo. Con un poco de suerte, donará unos cuantos libros al morir y será reconocido en la biblioteca de su centro. Lo importante es darse cuenta de que este tipo de comportamiento no tiene por origen un desorden psicológico o emocional. En todo caso, este resulta parte de un todo que es el sistema educativo universitario en su totalidad. Y siendo sinceros, ni siquiera es este un método que ayude a salvaguardar la enseñanza universitaria, pues no es ni siquiera el aclamado mérito neoliberal lo que impulsa al estudiante a las cotas más altas de la facultad. Por el contrario, al igual que en las empresas, se trata de «hacer pasillo» (interesante que se reivindicara que saliese la educación de las aulas, cuando hace años que en las aulas sólo se da una graciosa comedia en la que un mudo habla y un puñado de sordos oye).
En esta situación, la pregunta sobre la crítica es algo más que pertinente. Es necesaria. No es que la universidad tenga alevosía por la crítica, sino que se impide que esta valga para algo, pues no se basa en cambiar los porcentajes, sino toda la legislación construida a su alrededor, toda la ideología que empapa su funcionamiento. Es verdad que no todo depende de la propia institución, que la ponderación del voto del profesor es mayor por decreto (art. 20 de la LOU). De ahí que la universidad se deba convertir en el principal bastión por una ley educativa justa, por una organización verdaderamente democrática en la que el voto de un estudiante o un PAS valga lo mismo que la de un docente, y por un sistema educativo que haga del aula un espacio mucho más dinámico, que apueste por la innovación y la creatividad del alumnado y del profesorado, lejos de estas genealogías que nos remontan a los tiempos de las primeras universidades, tanto como las teorías que defienden con estúpidos alardes de originalidad; lejos de la articulación política de la universidad que se da hoy en día, en la que los docentes son los trabajadores alienados y convencidos de su grandeza, y los alumnos la materia prima para construir un mundo unidimensional.