Una crónica con voz de escritora, manos de trabajadora y ojos de mujer, desde el Astillero Río Santiago.
Viernes 3 de agosto de 2018
I
Una de las primeras reuniones sociales que recuerdo cuando me vine a vivir a Ensenada fue el cumpleaños de Alejandra. Vivía en una casita hermosa, antigua, con los pisos de baldosa calcárea con dibujitos. En un momento dijo: “Y vamos a hacer un brindis también, porque por fin pudimos cambiar las chapas del techo y ya no se me llueve más la casa “.
Recuerdo que pensé: ¡Qué locura! ¿Cómo a una casa tan linda le va a poner chapa en el techo? En mi barrio, allá en Morón, cuando era chica la frase “empecé a comprar los ladrillos” era buena noticia, nadie hablaba de chapas.
Por eso, cuando me vine a vivir a acá me llamó la atención encontrar tantas casas como en la Boca, de chapa y madera. Y aun las que eran de material tenían techo de chapa, como la de Alejandra.
Pronto supe por qué se construían de esos materiales, y es que la chapa y la madera llenaban las bodegas como lastre en los barcos que venían de Europa y que luego volverían con la carne que se procesaba en el Swift y el Armour.
Había barcos que traían inmigrantes pobres y barcos que traían chapas y maderas.
En seguida los recién llegados entraban a trabajar a los frigoríficos a destajo, por dos mangos, horas y horas. Desgajando las vaquitas argentinas que los europeos ricos después servían en sus mesas suntuosas.
En el puerto también los inmigrantes compraban muy barato esos materiales que venían como rezago y hacían casas enormes, aireadas, altísimas, como las casas de los ricos, pero de ese material más berreta. Las famosas casas chorizo, que muchas veces se convertían en conventillos.
Unos cuantos años después entré a trabajar en el Astillero, en la escuela técnica que funciona adentro. Y aprendí que con esos mismos materiales se hacen los barcos, de chapas y madera.
II
No hay nada más hermoso que una botadura. La primera vez que vi una, fue cuando tiraron al agua el Ona Tridente. El barco que estuvo abandonado durante años porque Menem y Duhalde decidieron no mandar un peso más para su construcción porque tenían el plan de cerrar el Astillero.
Los trabajadores resistieron y ganaron, el Ona Tridente por fin fue al agua.
Aquel día vi obreros abrazarse llorando como nenes, revoleando sus cascos amarillos, gritando de alegría.
En ese entonces no imaginaba que esa ciudad enorme, con esas grúas imponentes cargadas de una historia tan fuerte que visitaba con mis alumnos de las otras escuelas en donde daba clase iba a ser mi casa también. Pero así fue.
Vi unas cuantas botaduras en estos diez años que llevo acá. Y aprendí otra cosa sobre las chapas.
Porque unos días después de la alegría de ver el monstruoso barco que se desliza de a poquito por la grada en medio de sirenas, gritos y aplausos, tomando velocidad hasta que por fin se mete en el agua en medio de una enorme ola, viene la pregunta: “¿Y? ¿ya compraron las chapas?”.
Pasamos días o meses de inquietud. Porque puede haber muchos anuncios de armadores que visitan la fábrica, que prometen traer proyectos, se firman preacuerdos, pero en Astilleros todos sabemos que un barco va a hacerse cuando llega la chapa.
III
Entonces, cuando los camiones empiezan a descargar esas toneladas de chapas gruesísimas, empieza otra vez el trabajo. Y eso significa que por unos años tenemos con qué pagar las cuentas de la luz y el gas, comer, comprar las zapatillas para los hijos e hijas, irnos de vacaciones, arreglar la casa o pagar la fiesta de los quince de la nena.
Pocas industrias establecen una relación tan particular entre lo que se fabrica y quienes lo fabrican, porque acá no es como montar autos o empaquetar galletitas. (Es así, no me envidien.)
De esas toneladas de chapas apiladas surge en unos años un barco gigante.
Y no es magia, son horas que dejamos en los talleres, en el comedor, en el jardín maternal, en la escuela, la enfermería y las oficinas. Horas de trabajo humano: de corte, de soldadura, de montaje. De mates, de heladas que te escarchan las manos, de calor que te derrite, de asambleas, de anécdotas, de compañeros que se jubilan y sus hijas que entran a trabajar, de partidos de fútbol los domingos, de cumpleaños, de juntadas de las chicas a la salida el día de cobro, de colectas cuando algún compa tiene una desgracia. De horas que llevan a su vez, la memoria de la lucha, de los compañeros y la compañera que se llevaron, de los que murieron y de los que resistieron en los ‘90 para que el Astillero Río Santiago siga abierto.
Hoy vuelven con la idea de cerrarlo. No los vamos a dejar.
Hoy hay dos barcos esperando a ser terminados. Macri y Vidal se niegan a comprar los pocos insumos que faltan para entregar uno de ellos y continuar el otro, mientras pagan sobreprecios por barcos hechos en Francia.
Esos garcas que viven en casas lujosas, con calefacción central, que no tienen ni idea de lo que es levantarse a las cinco o seis de la mañana en plena noche (y menos trabajar al lado del río en pleno invierno) nos llaman vagos, vagas.
Pero hay otra cosa que no saben, que el Astillero es nuestra vida, nuestra familia, nuestra casa de abrazos y de memoria.
Y nadie deja que le saquen la historia, la familia ni la casa, por más que sea de chapas y madera.