Miércoles 29 de abril de 2015
Viendo por televisión los festejos santafesinos de Miguel Del Sel, me fijé en Mauricio Macri, la parte en que quedó en segundo plano. Juraría que su expresión trasuntaba una sola cosa: vergüenza ajena. No me consta, fue una impresión, la imagen televisiva a menudo engaña; pero detrás de los saltos sin contención y los gritos desencajados de aquel que fuera algo más de un tercio del trío Midachi, anidaba a mi entender un manojo mal llevado de bochorno: saliva tragada a la fuerza por el jefe de gobierno porteño, una rara inquietud de hombros, muchas ganas de parpadear.
Unos pocos días después, sin embargo, veo a Macri en el escenario, haciendo su propio show (tuvo que encargarse él, no iba a delegarlo en Rodríguez Larreta). Mi parecer precedente vacila. Un poco de break dance artrósico, un stand up balbuceante, un café concert en declive, un play back que sale a destiempo.
Empiezo a pensar que, allá en Santa Fe, en Rosario, días antes, la vergüenza de Mauricio no era ajena sino propia; que Del Sel tiene las condiciones que él querría tener y no tiene: manejo escénico, histrionismo, verborragia, soltura corporal, ritmo, caudal de voz. Cualidades meritorias para un proyecto político asentado, entre otras cosas, en un modo bien definido de festejar.
Entre los múltiples factores que hicieron posible este fenómeno (uso la palabra que usa Macri para referirse a Miguel Del Sel: “Un fenómeno”), muchos son de orden específicamente político (la tontera aquella de “que se vayan todos”, por ejemplo).
Pero hay otras condiciones de posibilidad que, sin dejar de ser políticas, afectan un estado de la cultura y de la ideología en planos diversos.
Una de esas condiciones es, según creo, la expansión indiscriminada de esa etapa de la vida que llamamos adolescencia, que antes transcurría entre los doce y los dieciocho años aproximadamente, y ahora comienza a menudo aun un poco antes y luego se prolonga casi sin fecha de caducidad. Una escena de estudiantina trasnochada o de viaje de egresados en pleno, encarada sin pudores por una sarta de cuarentones o cincuentones, va dejando de resultar penosamente ridícula y empieza a tornarse aceptable.
Otra condición es, a mi entender, una profunda transformación social en materia de festejos. El festejo popular, o bien la fiesta cívica, van perdiendo su predominio en las prácticas políticas para verse suplantados por la clásica alegría tonta de las despedidas de soltero o los bailes de fin de curso. La euforia angustiante y el nutrido cotillón se conjugan para un contento sin visos de espontaneidad.
Hay que atender, por fin, en mi opinión, al cambio de lugar social que se asigna a la vergüenza ajena. La televisión ha tenido en eso un papel preponderante; cada vez son más los programas dedicados mayormente al bochorno, aquellos en los que el bochorno no es el accidente de ocasión sino la razón de ser y la sustancia. Nos vamos habituando así a contemplar papelones ajenos, nos deja de dar escozor, de a poco se nos naturaliza. O peor: asociamos papelón con transparencia, con la franqueza del que no nos esconde nada, del que se muestra tal como es; el que pasa vergüenza y se presta parece brindarse más por entero.
En la esfera del espectáculo, ese cambio derivó en el marcado afianzamiento de un nuevo tipo de idolatría; la que se ofrenda, no a pesar de las limitaciones del ídolo, sino al revés, gracias a ellas. En la esfera de la política, creó otro tipo de valoración, modeló otra clase de intención de voto.

Martín Kohan
Escritor, ensayista y docente. Entre sus últimos libros publicados de ficción está Fuera de lugar, y entre sus ensayos, 1917.