En el marco de la lucha de cientos de trabajadores, surgió una campaña mediática y en las redes sociales contra los investigadores y su producción. ¿Qué hay detrás?
Viernes 23 de diciembre de 2016 16:58
Los hechos del ajuste en la investigación pública argentina y los hitos que fueron marcando una lucha masiva y creciente de los trabajadores del sistema científico son, a esta altura, conocidos. Luego de días de cuasi-silencio periodístico, “la rebelión de los científicos” apareció en tapa del diario La Nación.
Pero por debajo de la paulatina notoriedad del conflicto y la solidaridad que despierta en muchos sectores, fue creciendo una marea de odio y difamación, que enfurece al mismo tiempo que asusta. Primero, en redes sociales y páginas web de dudosa calidad, usuarios y “periodistas” (muchos de ellos trolls a sueldo de quienes estén interesados en desprestigiar el trabajo de los investigadores) desataron una verdadera caza de brujas listando las “investigaciones más ridículas”, persiguiendo públicamente a investigadores, confundiendo menciones en artículos o trabajos con las investigaciones mismas, manipulando estadísticas ficticias que armaban comparaciones forzadas del tipo la Nasa vs. CONICET, reduciéndola a algo así como conquista intergaláctica vs. “saraza de intelectuales”.
Los blancos más fáciles fueron muchos colegas que se dedican a la sociología de la cultura: lo profano de sus objetos de estudio (las prácticas de los hinchas deportivos, la literatura o las películas infantiles, la cultura popular, etcétera) contrasta con la sacralidad de los buenos objetos científicos, haciéndolos automáticamente una suerte de impostores. También se apeló a la más cruda transfobia, calificando de “impresentables” las investigaciones sobre identidad y condiciones de vida de la comunidad trans y travesti en Argentina. Un “trava” no es tampoco un buen objeto de estudio. No lo es, aún cuando sea la comunidad con menor esperanza de vida del país, personas objeto de la más cruda violencia estatal y social, y también sujetos de una creatividad política y cultural considerable. Para completar, se fantaseaba con un extraño espacio donde el “Estado gasta plata” para que la gente investigue a Perón, Marx o Kirchner, invocando la cantidad de veces que los nombres propios aparecen mencionados en la base de datos del CONICET, cómo una prueba irrefutable de un organismo copado al mismo tiempo por el terrible espectro del comunismo y el aluvión zoológico.
Luego, una vez instalado el “debate”, el gran diario argentino lo convirtió en noticia, sin ningún trabajo periodístico que medie las manipulaciones, y las más llanas mentiras generadas en el ruido de las redes sociales, con su trasmutación al status de información y “preocupación de la sociedad”. Otro diario, MDZ Online, incluso promovía que sus lectores se transformen ellos mismos en acusadores veloces bajo el mote "cool" de “hackatón” contra el CONICET.
Desde ahí, estaba preparado el caldo de cultivo perfecto para una hostilidad creciente contra la lucha de los investigadores, y un desafección con la empatía frente al hecho de que muchos estuvieran siendo despedidos, que va extendiéndose difusamente.La reacción contra toda lucha y organización de los trabajadores y sus “molestias”, algo protegida por el prestigio social que parece tener la Ciencia, tenía que ser reforzada poniendo en cuestión la utilidad, la calidad y la motivación del trabajo de muchos los investigadores. Como resultado, muchos investigadores recibieron correos o mensajes con deseos de que fueran despedidos. Otros tantos “periodistas” encontraron el argumento perfecto para sus clásicos embates contra toda lucha.
Por eso, la defensa amparada en ese prestigio y en el esoterismo de nuestro trabajo no puede funcionar. No se trata de que el ciudadano sea un ignorante, un lego sin ninguna capacidad para discutir o interiorizarse en las investigaciones que muchos llevamos adelante. Todos tienen efectivamente la capacidad común de la inteligencia, y todos pueden tener algo que decir sobre cómo y para qué (y sobre todo, para quiénes) tiene que funcionar el sistema científico. Pero esta capacidad necesita de espacios y voluntades específicos para desplegarse, alejados del oscurantismo y el rechazo identitario. Necesita la disposición a comprometerse en el esfuerzo del pensamiento. Necesita de una atención a la altura de eso que se tiene enfrente.
Los juicios veloces que inundaron las redes, y que el periodismo más mercenario quiere santificar como información, no son ejercicios de una inteligencia común sino la declaración pública de que se ha renunciado a la capacidad que se tiene. No son más que un peligroso cóctel de defensa automática (y muchas veces a sueldo) de un gobierno, del anti-intelectualismo más superficial, y del pragmatismo emprendedor que hoy funge como marca de status, de que se está a la altura de la época.
Sobre esta renuncia a la inteligencia de todos se apoya el gobierno para justificar el ajuste; para hacerlo pasar por la fantasía cumplida de una limpieza, de una racionalización, de un desparasitación de tintes gorilas y macartistas. Para esto embaten contra el eslabón más débil, esos raros de las humanidades y las ciencias sociales que revolotean entre libros y gente, sin que inmediatamente pueda entenderse para qué y entre los que más rápido puede señalarse la marca del diablo de la politización y la "toma de partido". Luego vendrán por las ciencias puras, porque el estudio de la lógica abstracta de las matemáticas, de las profundidades del espacio o de los secretos de la materia tampoco puede dar rápidamente credenciales de su utilidad o su necesidad.
Pero el despido de cientos de investigadores formados, que se suma al recorte de fondos para la investigación pública y las sucesivas pulseadas por el financiamiento y el carácter de la Universidad, no resulta como conclusión de ningún debate sobre las prioridades, los mecanismos y los sentidos de la investigación, aunque quiera hacérselo pasar perversamente por eso.
La decisión ejecutiva y burocrática de recortar el ingreso CONICET como inicio de un desguace planificado es el intento de transformación del sistema científico sin ningún debate de ese tipo. Es la reacción natural de un gobierno que prefiere los talleres de entusiasmo al pensamiento crítico, un optimismo complaciente a la filosofía y la reflexión; y una rentabilidad inmediata al lento trabajo de construcción del conocimiento. Es la conveniencia de sacarse de encima a esos que no se ve como propios, y a aquellos que tienen más posibilidad de poner en el debate público argumentos de peso contra el cinismo y las regresivas medidas que toman. Es la fantasía de un Ministro que preferiría un sistema científico financiado públicamente pero que funcione sin fisuras para la defensa y el desarrollo de los grandes conglomerados empresarios y agroindustriales, según sus intereses. Es la decisión política de desarmar un complejo institucional, ganado y custodiado por años de luchas de los trabajadores científicos, de discusiones políticas y construcciones intelectuales, que permite que, en alguna medida, el pensamiento y la ciencia no se sometan inmediatamente (o al menos, sin resto) a la demanda de lo que existe: al interés del Estado y de la lógica mercantil que organiza nuestras sociedades.
No se trata de que no haya nada que debatir sobre nuestro sistema científico. Por el contrario, el debate es más que necesario: sobre las condiciones de trabajo de sus integrantes asediadas por la precariedad y la falta de recursos, sobre las lógicas de evaluación y los criterios para la selección, sobre los intereses a los que debe o no servir el pensamiento y la ciencia, sobre la necesidad de espacios de pensamiento que se sustraigan a la utilidad inmediata o la complacencia con lo que es.
Este es un debate en el que todos tenemos la capacidad de intervenir. Pero no puede ser el subterfugio de un gobierno para imponer su peligrosa agenda, violentando aún más las condiciones de trabajo y las vidas de quienes sostienen el sistema científico. Por eso, la lucha contra estas medidas también nos compete a todos. La inteligencia común debe ser el espacio de una lucha común. Es la posibilidad de ese encuentro lo que el gobierno también quiere recortar.