Si hay lugar para la indeterminación, entonces algunos hechos pueden marcar un bifurcación inesperada en el desarrollo de la historia de los seres humanos y, por lo tanto, en el devenir de la ciencia.
Sábado 20 de mayo de 2017
Rebobinemos la película de la vida y proyectémosla de nuevo con un ligero cambio. El barco SS Kensington que debía arribar a los muelles de Nueva York el 11 de septiembre de 1901 no lo hace. Una avería lo ha dejado varado en el puerto de Amberes, aumentando la ansiedad de quienes buscan en las tierras americanas una mejor oportunidad para sus vidas... Sin duda el retraso en la partida de un barco lleno de inmigrantes no parece un hecho histórico relevante para la ciencia del siglo XX, con mayor razón si sabemos que allí no había ningún científico particularmente descollante o cuyo trabajo hubiese sido significativo en las décadas por venir. Pero aunque este no hubiese sido el caso y hubiésemos encontrado entre aquellos viajantes a un importante científico o alguien que con el tiempo llegara a serlo, ¿habría cambiado algo la historia de la ciencia? ¿Habría sido diferente el desarrollo de la física atómica si, por ejemplo y abandonando la ficción, Henry Moseley, quien realizó trabajos en el campo de la física atómica, no hubiese muerto en Gallípoli en 1915? La respuesta más probable con la que nos podemos encontrar es un categórico "no".
Estamos acostumbrados a pensar, en nombre de la objetividad de la ciencia, que si tal o cual actor dentro del drama del conocimiento no hubiese desarrollado el trabajo específico que realizó seguramente otro lo hubiese hecho. Poco parece importar entonces el hombre particular porque los aportes quedarían determinados sólo por el estado conceptual de la ciencia: si no es él quien produzca un desarrollo particular dado el estado de un cierto campo del saber científico, entonces será otro y por lo tanto no habrá modificación alguna en el devenir posible. Sin embargo, toda actividad social humana lleva implícito un grado de azar, por el cual el acontecer histórico podría tener giros imprevisibles, definidos por hechos que podemos calificar de contingentes.
A veces la contingencia adquiere el perfil particular e identificable de algún singular actor en el drama de la vida humana. Puede que esto parezca forzado para el caso de la ciencia, pero se debe, tal como se afirmó anteriormente, a que nos hemos acostumbrado a pensar en una historia conceptual interna en la cual el surgimiento de una nueva teoría sería únicamente la consecuencia lógica de las teorías que la precedieron. Esta perspectiva, además de falsa, es el resultado de una forma excesivamente estrecha de ver e imaginar el desarrollo de la ciencia. Al respecto es interesante considerar la afirmación del historiador Dominique Pestle, cuando sostiene, en la definición de régimen de saberes, que los mismos evocan “un conjunto de instituciones y de creencias, de prácticas y de regulaciones políticas y económicas que delimitan el lugar y el modo de ser de las ciencias”, negando de esta forma la existencia de una definición atemporal de la ciencia, al tiempo que reconoce la imposibilidad de entenderla únicamente desde un desarrollo conceptual que se supone exclusivamente internalista.
Rebobinemos por lo tanto la cinta de la historia moderna y echémosla a andar nuevamente: ¿Es posible pensar que la ciencia habría de seguir los mismos derroteros que conocemos hoy o podemos suponer que ciertos hechos de carácter contingente deberían provocar necesariamente desvíos significativos del camino que ya sabemos trazado? No podemos responder a esta pregunta aquí, aunque una primera aproximación de carácter intuitivo nos lleve a inclinarnos por la segunda posibilidad. En un libre ejercicio de la imaginación, podemos pensar cuál habría sido la suerte del mundo, si un ligero defasaje del conocimiento en el campo de la física atómica o una decisión de posponer los trabajos por parte de algunos científicos y altos técnicos del laboratorio de Los Álamos hubiese retrasado la realización de las primeras bombas de fusión y éstas nunca hubiesen sido arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Podríamos también preguntarnos si fue inevitable, durante la primera mitad del siglo XX, la dominancia que tuvieron las explicaciones deterministas de carácter biológico, a través ciertas lecturas del darwinismo, como forma causal de entender los problemas sociales y, por lo tanto, como justificativo de determinadas acciones políticas. Todo esto puede parecer, en el mejor de los casos, un buen divertimento y en el peor, un absurdo intelectual: los hechos históricos son los que fueron y las conjeturas ficcionales tienen poco valor. Sin embargo, la propuesta no es trivial en el sentido que define no una posición frente al pasado, sino frente al porvenir. Porque si suponemos que la historia fue la que debió haber sido, dado que hay una lógica causal determinista, entonces el mundo futuro está cerrado a los determinantes causales actuales, en los cuales no hay lugar para circunstancias contingentes que permitan pensar que, aunque improbable, el futuro podría ser diferente a como lo imaginamos por extrapolación lineal y gradual de las consecuencias de un estado de situación. Esta posición fuertemente determinista se suele manifestar bajo el lema “si no lo hacemos nos otros lo harán otros”, que no es más que una ideología cínica y perversa que se propone justificar ciertas decisiones y acciones en el campo científico-tecnológico cuando claramente se sabe que éstas son social y moralmente reprobables.
Si la historia y el desarrollo social humano no son una gran máquina de engranajes, si hay por lo tanto lugar para la indeterminación, entonces algunos hechos pueden marcar un bifurcación inesperada en el desarrollo de la historia de los seres humanos y, por lo tanto, en el devenir de la ciencia.
Puede que la obra de Stephen Jay Gould se inscriba dentro de este marco de contingencia capaz de abrir en el pensamiento una nueva posibilidad, porque sus trabajos ni eran predecibles ni eran deducirles... Si Gould no hubiese escrito con esa impronta tan particular que tiene su obra, definitivamente una posibilidad se hubiese cerrado: nunca hubiésemos tenido noticias de esto, a menos que alguien hubiera propuesto hacer un absurdo juego de ficción histórica imaginando la existencia, en la segunda mitad del siglo XX, de un personaje capaz de criticar determinadas concepciones sobre el progreso y el finalismo en la interpretación de la historia de la vida en la Tierra, de ser un implacable juez de ciertas posturas fuertemente deterministas sobre la naturaleza humana y de llevar el debate sobre la ciencia más allá de los muros de la Academia, estableciendo un firme puente entre las ciencias y las humanidades, aquellas dos culturas definidas por Charles R. Snow, a las que Gould se negó a ver como mundos antagónicos y entendió como perspectivas complementarias y necesarias.
Vivimos en un mundo marcado por cierta soberbia cientificista, con muy variadas manifestaciones, que van desde la metáfora del Santo Grial –utilizada alguna vez por el premio Nobel Walter Gilbert para describir el proyecto Genoma Humano–, hasta el gran mercado de la divulgación científica donde la búsqueda del éxito, medido a través de la cantidad de público consumidor que una obra es capaz de convocar, ha dado paso un especie de estrategia maquiavélica de carácter publicitario donde todo vale. En este panorama, la obra de Stephen Jay Gould es una alternativa ideológica imprescindible marcada por un profundo respeto hacia sus lectores, que se cristaliza tanto en la rigurosidad epistemológica e histórica de sus trabajos como en la belleza literaria de sus escritos. Sus libros, algunos con títulos más que curiosos, son oportunidades que se nos dan para revalorizar el lugar de la razón y la honestidad ante tanto mercader de la palabra.
Por esos hechos fortuitos, lo que anula el juego ficcional, las cosas ocurrieron como se habían previsto y el SS Kensington no tuvo ninguna avería partiendo del puerto de Amberes el último día del mes de agosto de 1901. El 11 de septiembre, con Joseph Rosemberg como pasajero inmigrante, el barco arribaba al puerto de Nueva York. Rosemberg con el tiempo se casaría y tendría hijos y nietos, uno de los cuales fue Stephen Jay Gould, quien hizo sobre sus abuelos la siguen te consideración:
"(...) Pero permanecieron juntos y tuvieron éxito, al menos en paz, respeto y tolerancia, quizá incluso ternura. Si no lo hubieran hecho así, yo no estaría aquí, y por esta ramita particular de continuidad evolutiva no podría estarles más profundamente agradecido de la más elemental de todas las maneras posibles."
Por fortuna para todos nosotros, los azares de la historia posibilitaron que Gould haya estado allí y que aún permanezca en sus escritos, lúcidos y bellos, arrojando un esperanzador destello sobre el futuro, dándole sentido a la decisión de Herbert George Wells por la cual había que darle a la humanidad, incluso en los momentos más desesperados, el benéfico de la duda. No se trata ni del elogio ni de la crítica, lo que parece significativo es su celebración de la esperanzadora contingencia de la historia, que tan bien pintó en su obra La vida maravillosa.