El 2 de agosto la viuda de Ricardo Albareda, detenido desaparecido por la dictadura, fue asesinada en su casa de Córdoba. Días después detuvieron a su hijo, Fernando, acusado del matricidio. La autora de esta columna, hija de desaparecides, se plantea una serie de interrogantes sobre las consecuencias sociales del genocidio, impunidad incluida, que aún perduran.
Jueves 5 de septiembre 11:29
Hace un mes, desde el amplio movimiento de lucha en defensa de los derechos humanos del país nos impactamos muchísimo cuando conocimos la noticia del crimen de Susana Montoya. Nos horrorizamos pensando que los responsables seguramente eran parte de las fuerzas represivas del Estado o aliados civiles que buscan la impunidad de sus actos reaccionarios en el marco de un gobierno negacionista, que reivindica el genocidio, y de las visitas de legisladoras y legisladores de La Libertad Avanza a condenados por delitos de lesa humanidad.
Seis días después de enterarnos de la muerte de Susana, viuda del militante del PRT e integrante de la Policía cordobesa desaparecido Ricardo Fermín Albareda, nos volvimos a impactar y horrorizar cuando se señaló como autor del crimen a Fernando, uno de sus hijos, militante de HIJOS Córdoba y funcionario de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación.
A partir de la conmoción generada, y en el intento de reflexionar respecto a lo acontecido, me permitiré plantear algunos interrogantes, haciendo hincapié en que son sólo eso y no conclusiones tajantes.
En principio, podríamos pensar que todo lo vivido por Fernando Albareda, todas las huellas en su psiquismo están entrelazadas por el genocidio perpetrado en Argentina entre mediados de los 70 y principios de los 80, cuyos efectos perduran hasta hoy en muchos aspectos. Sin embargo, dado que no hay un determinismo absoluto en esto, la causalidad no es lineal.
Sin pretender arrogarnos conocimientos acerca de los complejos mecanismos psíquicos que subyacen a la conducta humana, podríamos formularnos las siguientes preguntas: ¿Hay una particular configuración subjetiva, una concreta construcción psíquica en él (de la cual siendo adulto comenzó a ser también responsable) que podría haber sido diferente pero que se constituyó de una manera tal que cimentó las condiciones de posibilidad para que llevara adelante el matricidio? ¿Podríamos pensar que, de una manera única, esas huellas de dolor se fueron configurando en él?
Desde el secuestro y desaparición de su padre, subcomisario de la Policía de Códoba y militante del PRT cuando él tenía nueve años, hasta los múltiples y variados abusos que sufrió en instituciones cuando su familia no se hizo cargo de su crianza, pasando por una hermana que se suicidó y la probabilidad de que su madre haya colaborado en entregar a Ricardo -información que, según se volcó en el juicio, consta en el legajo de la propia Policía- y hasta formado pareja con el excoronel Rodolfo Campos, uno de los genocidas involucrados en el secuestro, asesinato y desaparición de Albareda. Campos, como si esto fuera poco, despreciaba a Fernando y ese desprecio se vincula con el abandono de su madre. Y es imposible no imaginar lo hondo que habrá calado en él saber que su padre murió desangrado luego de que le cortaran los genitales.
Nada en sí mismo podría justificar que Fernando Albareda haya asesinado a su madre. Pero aquí queremos analizar cómo todo lo que vivió junto a su familia estuvo atravesado por ese genocidio. También por las políticas de impunidad ejecutadas por el Estado durante estos cuarenta años de constitucionalidad. Y mucho más por la primacía de los valores capitalistas, contrarios a los que abrazó la generación de les 30.000 desaparecides.
Si bien logramos y seguimos logrando condenas a muchos genocidas, gracias a la lucha histórica de las Madres, les sobrevivientes y el conjunto de los organismos de derechos humanos, la mayoría de esos condenados goza de impunidad. Y todos la gozaron durante mucho tiempo. Después de años de estar libre, Campos, quien fuera esposo de Montoya, fue condenado en 2009 a prisión perpetua por el Tribunal Oral Federal 1 de Córdoba por el caso del papá de Fernando.
Así como durante mucho tiempo fueron invisibilizados los delitos sexuales en los campos de concentración de la dictadura, otro gran tema dejado de lado durante estas décadas fue el dolor de quienes fuimos niñes durante el genocidio, hijes de desaparecides que esperamos el regreso de nuestras madres y padres, hijes de exiliades en el país y fuera del mismo, niñes que presenciaron los secuestros de sus madres y padres, niñes que incluso fueron secuestrades, niñes que murieron de tristeza, niñes que de adultes se quitaron la vida, como la hija de Susana y hermana de Fernando. Este crimen espantoso también está cimentado por el devenir de esas niñeces a las que la dictadura les generó tanto dolor.
También está presente en la escena el tema de la "reparación histórica" del legajo policial de Ricardo Fermín Albareda, lo que incluye el cercano cobro de una importante suma de dinero. Una de las hipótesis que se maneja sobre el móvil del crimen se basa en ese ingreso que estaba por recibir la familia. Lejos de los ideales y valores de la generación militante de los 70, el capitalismo sigue calando profundamente con sus valores individualistas, egoístas y adoradores del dinero.
La impunidad de tantos años pactada entre genocidas y líderes de la “democracia”; la negativa de todos los gobiernos a abrir todos los archivos de la dictadura, que nos permitirían conocer el destino de cientos de hijes apropiades y el de nuestras madres y padres desaparecides; que muchos hayan levantado las banderas de los derechos humanos con meros fines simbólicos y oportunistas; sumado a los ya mencionados discursos negacionistas y hechos como la visita de les diputades de La Libertad Avanza a varios genocidas en la cárcel; más el dinero como política de Estado para “reparar” lo irreparable (logrando acallar algunas voces); todo eso deja profundas huellas en quienes fuimos víctimas muy cercanas del horror.
El crimen de Susana Montoya es un espanto, al igual que todo lo sufrido en estas décadas por miles de familiares de nuestres detenides desaparecides. Entre esas consecuencias se entrelazó la vida de Fernando Albareda, quien al día de hoy no declaró judicialmente pero sigue negando haber hecho lo que se sospecha que hizo, incluyendo mentiras sobre el crimen y sobre supuestas amenazas recibidas meses atrás.
Sin dudas el Estado y sus gerentes políticos, judiciales, militares y policiales son los principales responsables de haber llegado a situaciones como ésta. Ni hablar del gran empresariado y sus propagandistas, como la Iglesia católica, grandes ideólogos e impulsores del golpe de 1976 y de todo lo que trajo consigo.
Eso es tan cierto como el hecho de que las y los sobrevivientes, familiares de las víctimas, organismos de derechos humanos y diversas organizaciones de la clase trabajadora y los sectores populares hemos construido en estas décadas innumerables lazos de solidaridad, contención y lucha. Lazos que nos permitieron sentar en el banquillo a cientos de genocidas. Y que también nos ayudaron en la ardua tarea de “control de daños” dejados por el genocidio. Ése sigue siendo el camino. Colectivo, cooperativo y masivo.