Podríamos decir que en pocos años una “nueva cultura” ha colonizado las ciudades de todo el mundo, la publicidad, las cadenas musicales de radio, las revistas culturales y las muestras de arte.
Martes 31 de marzo de 2015
Una “nueva cultura” que casi todos identificamos pero que nos resulta difícil de definir, saber de dónde viene, en que se basa y qué la caracteriza más allá de la estética que la define. Conocida como hipster, se trata de una tendencia que traspasa la estética y la moda para invadir toda expresión cultural. El cine, la música, y la programación de centros de arte parecen estar pensados en clave hipster.
Pero este concepto no es nada nuevo, el término hipster procede de una de las contraculturas urbanas surgidas en Estados Unidos en la década de los años cincuenta y aunque no tuvo el mismo desarrollo que la cultura rock, el beatnik o el fenómeno hippie se definía como una subcultura blanca, cuyo afán pasaba por liberarse de los estereotipos blancos pero manteniendo sus aspiraciones burguesas.
Mayor suerte ha corrido esta (sub)cultura en los últimos años, que ha visto favorecido su desarrollo y expansión gracias en parte a las nuevas tecnologías y medios de comunicación. Pero ¿qué hay detrás de todo eso? Sin duda se trata de un fenómeno social y cultural mucho más amplio que expresa características de una sociedad capitalista avanzada como el individualismo, el consumismo y la despolitización.
Aspectos que han sido hegemónicos en las últimas décadas. Características que, sin embargo, en los últimos años, producto de la crisis capitalista y la movilización social, han comenzadoa cuestionarse por izquierda, con movimientos como Ocuppy Wall Street, los indignados y mareas españolas, la plaza Syntagma y muchas otras. Así como por la emergencia incipiente de proyectos culturales contestatarios, desde los más abiertamente militantes a aquellos que sin serlo problematizan sobre la sociedad en la que vivimos.
Cultura globalizadora basada en los mercados, imperialismo cultural
Si hiciéramos una primera definición de este fenómeno precisamente es que es “hijo de su tiempo”, un fenómeno global, surgido en un mundo globalizado y en parte homogeneizado por los mercados, un tiempo marcado por la hegemonía del neoliberalismo. Esta quizás sea una de las primeras cuestiones que lo diferencia de fenómenos culturales anteriores, como el punk o el indie, que aunque gozaron de gran expansión -al menos en los principales centros urbanos-, no llegaron a tener el mismo nivel de difusión masiva que las tendencias hipster, las cuales hoy, gracias a las nuevas tecnologías y medios de comunicación de masas, las grandes maquinarias de marketing masivo, se ha convertido en un fenómeno globalizado.
En la década de los sesenta surge como novedad en los estados de capitalismo más avanzado lo que algunos han llamado una nueva cultura juvenil con entidad propia, algo que se desarrollará en las siguientes décadas. La particularidad de esta “cultura juvenil” fue que “se convirtió en dominante en las economías desarrolladas de mercado”. Podríamos decir que en pocos años una “nueva cultura” ha colonizado las ciudades de todo el mundo, la publicidad, las cadenas musicales de radio, las revistas culturales y las muestras de arte.
Como define Hobsbawn en su Historia del siglo XX. Se trató de una masa juvenil que asumía y consumía los productos del mercado de una manera mucho más rápida que las generaciones anteriores.
Precisamente esta disposición al consumo, favorecida por las condiciones sociales y económicas de los años de desarrollo económico del boom de la posguerra, fue vista como una “mina de oro” por las aún incipientes industrias del ocio y culturales como la musical, la de la moda, y posteriormente la tecnológica. En este sentido fueron elementos de la cultura dominante norteamericana y sus valores los que fueron generalizados entre los jóvenes de los estados con las economías de mercado capitalistas más desarrolladas. La dominación cultural, en este caso estadounidense, no fue una novedad, aunque sí su modo de implantarse. Dejando atrás el cine como medio de difusión, era ahora la música rock, con sus letras sin traducir, y el uso de los vaqueros lo que comenzó a generalizarse entre jóvenes de todo el mundo.
Esta nueva cultura juvenil se convirtió en la matriz de la llamada “revolución cultural”, entendiendo revolución en un sentido muy acotado, como grandes transformaciones en el comportamiento y las costumbres, en el modo de disponer del ocio y en el modo de consumo, que pasaron a configurar cada vez más los ambientes urbanos. En referencia a este fenómeno Hobsbawn define: “Dos de sus características son importantes: era populista e iconoclasta, sobretodo en el terreno del comportamiento individual en el que todo el mundo tenía que ir a lo suyo, aunque en la práctica, la presión de los congéneres y la moda impusieran la misma uniformidad que antes.”
Pero esos años no fueron únicamente los de una “revolución cultural” en el sentido acotado que señala Hobsbawn. A finales de los años sesenta y setenta, la oleada de manifestaciones, huelgas y radicalización juvenil, eran las que marcaban, sin dudas, el clima político, social y cultural. Un clima de radicalización social que desafió la moral conservadora en el plano sexual, cultural y político. A esta situación de insubordinación general contra el orden establecido, acompañaron grandes debates sobre los cambios culturales o lo que algunos definieron como “revolución cultural” ayudando a desvirtuar extremadamente este término.
Lo cierto es que si bien el llevar tejanos y dejar crecer el pelo en los sesenta pudiese aparecer como contracultural, y en cierto modo lo fue y respondía a una reacción contra la generación anterior, al mismo tiempo se trató de una contracultura que con los años fue cada vez más dominada por los mercados, principalmente el mercado norteamericano.
Si bien fue en los años sesenta cuando comenzó a surgir este fenómeno (momento de radicalización y cuestionamiento), será durante la década de los noventa, una década marcada por el triunfalismo neoliberal, cuando se desarrolle plenamente esa “cultura juvenil” como mercado. El surgimiento del joven como “agente social” consciente recibió un reconocimiento cada vez mayor por parte de las industrias culturales y dedicadas al ocio. Los beneficios de enfocar el mercado hacia las generaciones más jóvenes fue algo que aprendieron las grandes compañías dedicadas a este tipo de productos.
La industria musical, televisiva, tecnológica, cosmética y la moda vivieron un enérgico desarrollo en los años noventa. Para dirigirse a ese público potenciaron un marketing indie, diferenciador, que pronto pasó a dominar y privatizar todos los aspectos y espacios de nuestra vida. En este escenario, con todos los espacios de ocio, creación y difusión dominados por el mercado, parecía que ya ninguna manifestación cultural de ningún tipo podía ser independiente, porque todo era asumido por el mercado.
Ofensiva individual
La expansión del consumismo como cuestión central en la cultura actual no hubiese sido posible únicamente por el avance del capitalismo y sus industrias culturales. Existe un componente social que ayudó a que esa cultura del consumo con barniz independiente se generalizara entre sectores populares, a pesar de las contradicciones que esto supone.
En la actualidad es justamente ese sector joven, al que se enfocan los mercados culturales y del entretenimiento, el que sufre la mayor precariedad laboral de su historia. Pero en gran parte de estos sectores juveniles se ha implantado una cultura centrada en el consumo y en lo individual, cuestiones apoyadas en la “idea de independencia”, confundiendo la independencia con lo individual, el “ir a lo tuyo” y aspirar a avanzar mediante tu enriquecimiento personal. Precisamente ese individualismo es la clave que sustenta esta falsa contracultura indie.
El brutal individualismo que ha colonizado aspectos de la cultura (entendida en un sentido amplio como comportamientos sociales y costumbres) de los últimos tiempos tiene un origen muy claro: la ofensiva ideológica, política, y material que en las últimas décadas se lanzó desde los sectores dominantes con el objetivo de destruir toda conciencia y expresiones culturales obreras y colectivas.
Sobre la crisis de subjetividad que hoy atraviesa la clase obrera mundial daría para abrir otro debate. Pero lo cierto es que existe un elemento ideológico que es fundamental y está relacionado con que la clase obrera ha perdido su confianza en su poder colectivo, su sentimiento de pertenencia a un grupo social con entidad propia y con expresiones políticas y culturales propias.
Y es que precisamente la clase dominante se ha encargado durante las últimas décadas de destruir todas las expresiones que podían aludir a lo proletario, a lo colectivo o radical, apoyándose en el desarrollo de “lo individual”, que anula todo sentimiento de pertenencia de clase, o a cualquier grupo u colectivo.
No extraña que la expansión de esta cultura haya sido tan rápido. El campo lleva abonado mucho tiempo. En ello tuvo mucho que ver la ofensiva neoliberal que por parte de los gobiernos se hizo en los años 80 y 90 del pasado siglo. Ejemplo de esto, y una de las ofensivas más brutales, fue la llevada a cabo en Gran Bretaña por los conservadores encabezados por Margaret Thatcher. Como lo define Owen Jones en su análisis de la cultura obrera británica Chavs, la demonización de la clase obrera, “los conservadores acometieron el experimento más audaz de ingeniería social.” En palabras de la propia Thatcher al ganar las elecciones en 1979: “tenemos que crear una mentalidad completamente nueva.”
Extender la idea de que la gente puede mejorar su vida mediante el enriquecimiento personal y no mediante la acción colectiva es lo que pretendía Thatcher, una reafirmación de los “principios” del capitalismo más rapaz. Una brutal ofensiva en contra de los intereses de la clase trabajadora y en contra de todas sus expresiones colectivas, que no solo se dio en Gran Bretaña y que sentó las bases del individualismo actual.
El objetivo era terminar con la clase trabajadora como fuerza política, social y económica, reemplazándola por un conjunto de individuos y emprendedores. Lo cierto es que el desarrollo de esa idea todavía se expresa hoy. La nueva cultura individualista, y una de sus expresiones más avanzadas, la cultura hipster, representan las aspiraciones de la clase media, el individualismo, el “apoliticismo”, y la anglofilia sin cuestionamiento. Una estética dominante en el capitalismo. Pero que, al calor de los nuevos fenómenos sociales y políticos, de la frustración y la indignación que generó la crisis capitalista, puede comenzar a ser cuestionada.
¿Cómo y dónde se apoyó esta ofensiva, para que fuese posible cambiar el modo de pensar de gran parte de la sociedad y los trabajadores británicos? Sin duda sin el doble ataque a los sindicatos y la industria manufacturera no hubiese sido posible, lo cual entre otras cosas permitió imponer unas condiciones sociales y económicas de retroceso social, que favorecieron una visión extremadamente negativa de la clase obrera y de todo a aquello que la representase, ya fuese en lo político como los sindicatos o en lo social como los aspectos culturales que la caracterizaran.
El modo de vestir de los trabajadores, sus casas, los modos de relacionarse, la música que escuchaban, se convirtieron en despreciables. La idea de una subclase se generó en este momento, algo de lo que huir pavorosamente y de lo cual diferenciarse mediante el enriquecimiento personal. Owen Jones explica cómo se desarrolla esta idea de subclase en Chavs, un concepto caricaturizado que ayuda a desarrollar los prejuicios hacia todo lo que expresa un origen proletario o popular. Concepto relacionado con aquellas comunidades o colectivos más afectados por la crisis, que sufren graves problemas sociales, los cuales son descritos como representativos de sectores más amplios. Un peligro en el que puedes caer “si no trabajas duro”.
Esta idea de subclase aparece cuando tras el ataque thatcherista muchas ciudades e incluso regiones o estados enteros se convirtieron en rustbels (cinturones de herrumbre), museos fantasmas de la manufactura. Comunidades que centraban su vida en el sentimiento de pertenencia a una comunidad como mineros, astilleros, trabajadores textiles, vieron cómo en poco tiempo se convertían en “individuos” aislados, cuyas condiciones de vida pauperizadas se debían, como les convencieron, a su “escaso esfuerzo” personal por llegar a ser “alguien de provecho”.
Todas aquellas comunidades hundidas por el paro crónico fueron utilizadas como el modelo de lo que no hay que ser en esta sociedad. Toda una campaña de marketing por parte del liberalismo. Una visión potenciada a favor del desarrollo individualista, lanzando el mensaje de que hay dos tipos de persona en esta sociedad: los que quieren vivir a costa de lo que el estado proporciona y la “gente de provecho” que con su esfuerzo personal logrará “ser algo”.
Esta idea cruel ha ido acompañada por la introducción de ciertos valores culturales que han reforzado y abierto las puertas al mayor desarrollo de los aspectos individualistas en la cultura actual. Conceptos como la libertad individual, creatividad, emprendimiento, diferencia, etc. Todos ellos son valores que remiten a lo individual, a los méritos propios y no hacen referencia a lo colectivo. Son los valores de la nueva cultura snob, hoy hipster, y los que precisamente la ubican en una posición de armonía con el capitalismo.
Ninguno de estos valores cuestionan nada de lo establecido, simplemente afianzan la posición individual frente al resto. El avance personal rige nuestros comportamientos sociales y determina nuestras relaciones, lo que convierte el individualismo y una de sus expresiones estéticas y culturales más avanzadas, lo hípster, como conservadores.
Ahora bien, el querer disfrazar a una tendencia reaccionaria como algo progresivo, resistente, underground e es algo en lo que tienen mucho empeño la industria.
La cultura como desmovilizador político
A esta altura creemos que tenemos la capacidad de afirmar que es clave la definición de hipster como una falsa subcultura. Precisamente lo que diferencia al mundo hipster de otros movimientos underground o contraculturales como fueron el beat, el punk o el indie, es la ruptura social, o mejor dicho la ausencia de ruptura social hipster.
Todo movimiento cultural progresivo pretende romper, con al menos algunos aspectos del marco social en el que surge y lo expresa mediante su estética. La estética agresiva del punk, o la provocadora del indie no era más que la expresión de un cambio más profundo. Aunque estos movimientos no pretendieran una ruptura total con el sistema capitalista, al menos había ciertos aspectos sociales que pretendían superar, en este sentido pudieron definirse en su contexto como progresivos, y gozaron entre algunos sectores populares de gran protagonismo. Sin embargo la nueva cultura hipster no pretende romper con el marco social del capitalismo, ni con muchos de sus valores, su aspiración se basa en aumentar su capacidad de consumo.
No sorprende en absoluto que las grandes multinacionales expriman esa idea de (falsa) resistencia. Un hito publicitario fue la campaña que en 1984 lanzó Apple en la que presentaba a quién se decantaba por este tipo de tecnología como un “contestatario” ante la uniformidad que representaba Microsoft. Hoy es común que grandes marcas sigan recurriendo a esta idea y utilizando figuras que algún día fueron contraculturales. Recientemente Iggy Pop, figura del punk-rock, puso cara a Schweppes, también el líder de los Sex Pistols, Johnny Rotten, ayudó con su imagen al aumento de ventas de una de las marcas de mantequilla inglesas DairyCrest, y algunos de los representantes de “La movida” han puesto un toque underground a productos como la cerveza Mahou. También podemos escuchar estos días uno de los éxitos de Janis Joplin, Cry Baby, anunciando una compañía de telefónica.
El éxito de esta cultura individualista, basada en su estética underground se apoya en la visión de contracultura y diferencia. Y en este afán diferenciador, la cultura hispster es brutalmente reaccionaria en su enorme desprecio a otros jóvenes que se identifican con sectores sociales más populares por su manera de vestir, los lugares en los que pasan su tiempo libre, la literatura que consumen y los programas televisivos que ven. Un chándal puede que no sea tan cool como los Levis, y escuchar música salida directamente de tu coche en un parking tampoco es lo mismo que gastar una pasta en una entrada para el Sonar. La manera despectiva en que se dirigen a quienes expresan gustos “poco refinados”, más populares, como chonis, canis en el Estado español o los chavs británicos, fomenta un odio hacia las clases más populares. El rechazo a quiénes expresan rasgos culturales y hábitos más propios de sectores castigados por el desempleo y la precariedad responde a la estrategia lanzada por el neoliberalismo para responsabilizar a las clases trabajadoras de sus desgracias, justificando así la existencia de élites que acumulan la mayor parte de la riqueza “gracias a su esfuerzo e inteligencia”. El desempleo, la pobreza, los bajos niveles educativos antes podían verse como fallos del sistema capitalista, o en su versión más light como una mala gestión de los gobiernos de turno, pero en las décadas pasadas los problemas como el desempleo o la pobreza pasaron a responder a “cuestiones personales”.
Una de las advertencias que hace Victor Lenore, en su Crónica de una dominación cultural, es precisamente el giro derechista y reaccionario que ha dado este fenómeno “y esa falta de conciencia se ha transformado directamente en desprecio de clase.” Quién no lee al filósofo esloveno Slavoj Zizek no tiene la capacidad intelectual para ser un hipster, pero esta (sub)cultura no repara en pensar que la capacidad para leer textos filosóficos pasa por tu nivel educativo.
“La cultura moderna es un excelente lubricante para el consumo que no crea ningún problema político a nadie con poder en el mercado” afirma Victor Lenore, algo que junto al desarrollo de un odio hacia los grupos sociales más empobrecidos convierte a esta (falsa) subcultura en bastante reaccionaria.
La idea que asumió el indie de que este sistema es el único posible, al ser absorbido por el mercado y el capital, nos sitúa en un escenario de “sálvese quien pueda” siempre y cuando sea de la manera más estilizada, visitando exposiciones de arte contemporáneo, viendo cine de Wes Anderson y haciendo la ruta veraniega por los festivales más indies, y sea dicho de paso, los que cuentan con entradas más caras.
La cultura hoy denominada hipster, vertiente del individualismo más actual, no se basa únicamente en el ascenso económico sino que se centra en la imagen. Unas aspiraciones individualistas que nos hacen perder el sentimiento colectivo, de clase. Aspiraciones crueles que contradicen profundamente nuestras condiciones actuales y representa el triunfo de la cultura capitalista.
Esta situación, sin embargo, hoy parece estar cambiando. En el marco de la crisis capitalista, los movimientos sociales, políticos, las huelgas obreras y las mareas están empezando a ser cada vez más protagonistas. El desarrollo de estos movimientos más a la izquierda supone el comienzo de un cuestionamiento al capitalismo y sus expresiones culturales. Con el surgimiento de ciertos fenómenos como el 15M en el Estado español, Occupy Wall Street, o la plaza Syntagma, las movilizaciones obreras y populares, los aspectos políticos, económicos y sociales del capital comienzan a ser cuestionados y entre todo ello lo individual empieza a perder hegemonía frente a lo colectivo. Empezar a cuestionar todos los aspectos propios del capital, todos aquellos valores culturales que sustentan un sistema basado en una profunda desigualdad, supone un paso adelante la lucha de clases.
*Este artículo fue publicado originalmente en la Revista Contracorriente