Las protestas por el asesinato de George Floyd en Minneapolis están teniendo un alcance global. Durante los días previos, en países donde habían estallado revueltas populares antes de la pandemia se volvieron a reactivar conflictos y protestas contra los gobiernos de turno. Comienza a desvanecerse así la paz social forzada por las medidas de aislamiento en estas naciones.
Jueves 4 de junio de 2020 21:05
El año pasado cerró con una tendencia al alza en la conflictividad social en diferentes rincones del mundo. La pandemia puso un freno provisorio a esas revueltas. Pero el hartazgo se mantuvo apenas oculto durante las semanas de cuarentena, la cual terminó potenciando la desigualdad en las condiciones de vida que había dado base a las movilizaciones originales. Así, en las últimas semanas se reanudaron las protestas, que mostraron la insostenibilidad estructural de las medidas de aislamiento incluso en los casos donde los gobiernos dispusieron su flexibilización parcial. Desde inicios de mayo, poco antes del brutal asesinato policial de George Floyd en EE.UU., las calles de ciudades tan distantes entre sí como Santiago de Chile, Beirut o Hong Kong volvían a ser escenario de manifestaciones importantes. En ellas se plantean demandas insatisfechas durante décadas, pero alentadas por medidas impopulares recientes por parte de los gobiernos de turno.
El caso de Hong Kong es un ejemplo saliente de esta tendencia. En junio de 2019, se produjeron multitudinarias protestas que obligaron a la jefa ejecutiva, Carrie Lam, a suspender un proyecto de ley de extradición que extendía el poder de Beijing sobre la región administrativa especial. Montadas sobre otras demandas por mayores libertades civiles y políticas, las manifestaciones continuaron hasta que el descubrimiento del nuevo coronavirus en Wuhan provocó el despliegue de medidas de aislamiento por parte del gobierno chino. En ese marco, Beijing avanzó con el encarcelamiento de quince dirigentes “pandemocráticos” en abril y con la disposición, a fines de mayo, de una nueva ley de seguridad nacional que resta autonomía a las autoridades de Hong Kong y condena actividades de separatismo, subversión, terrorismo y conspiración con influencias extranjeras. La respuesta popular no se hizo esperar y los manifestantes hongkoneses se movilizaron nuevamente de manera masiva, enfrentando la represión que culminó en cientos de arrestos en diferentes momentos de mayo, incluso el mismo jueves 28, día en que fue aprobada la legislación.
Lejos de la excolonia británica, los chalecos amarillos franceses también volvieron al ruedo. El movimiento nació de forma autoconvocada entre octubre y noviembre de 2018, cuando miles de personas de los alrededores de París se opusieron al alza en el impuesto al combustible decidida por el gobierno de Emmanuel Macron. Con un trasfondo de fuertes convulsiones sociales (v.gr. protestas contra las leyes laborales y de pensiones de los gobiernos de Hollande y de Macron desde 2016), este colectivo de trabajadores logró algunas concesiones del gobierno liberal, como la anulación del tributo a las naftas, el aumento del salario mínimo y exenciones a las horas extras y las primas de fin de año. Luego fue perdiendo peso a lo largo de 2019, pero se mantuvo latente y en movimiento a pesar del desgaste y la represión policial. El 14 de marzo realizó su última manifestación previa al “estado de emergencia sanitaria” dispuesto por el gobierno central una semana después. Aun a pesar de la medida, la pandemia puso al desnudo la falta de previsión y las deficiencias en la gestión pública del país galo, que cerró mayo siendo la quinta nación con mayor cantidad de muertos y la octava en cantidad de contagiados de covid-19. Así, tras la flexibilización de la cuarentena dispuesta a partir del lunes 11, los chalecos volvieron a las calles de distintas ciudades el sábado siguiente, en lo que puede llegar a ser el reinicio de un ciclo de protestas que incorpore demandas vinculadas a la propia catástrofe sanitaria.
A las tensiones en Hong Kong y Francia, se habían sumado en octubre pasado tres estallidos sociales que generaron un fuerte impacto en las estructuras políticas de sus respectivos lugares de origen. En una Sudamérica convulsionada por la rebelión ecuatoriana y el golpe de estado en Bolivia, las protestas en Chile se destacaron especialmente por su carácter inesperado y su prolongación en el tiempo. Iniciadas el 18 de octubre en abierta oposición a la suba de tarifas del metro santiaguino, las movilizaciones involucraron a un creciente número de personas ajenas a los partidos políticos. Jaqueado por el descontento masivo pero sostenido por el establishment, el presidente Piñera reaccionó con dosis de brutal represión (que dejaron más de 30 muertos y cientos de heridos), cambios de gabinete, exiguas medidas de redistribución del ingreso y un pacto con sectores de la oposición para avanzar en un nuevo proceso constituyente.
En un primer momento, la pandemia pareció caer como “anillo al dedo” a la gestión de Chile Vamos: puso un freno a las protestas, provocó la postergación del plebiscito de abril (con el que la derecha gobernante nunca estuvo de acuerdo) e hizo subir (desde un nivel muy bajo) el nivel de aprobación presidencial. Pero en la segunda quincena de mayo, su suerte se revirtió: la veloz proliferación de contagios puso al sistema sanitario al límite, la desocupación se disparó por encima del 10% (más del 15% en el Gran Santiago) y las medidas paliativas fueron tan insuficientes que provocaron protestas por hambre en el sur de la región metropolitana de la capital. Así las cosas, no se puede descartar que la combinación de crisis económica y colapso sanitario alimenten un invierno del descontento que vuelva a amenazar la gobernabilidad y ponga a prueba la continuidad neoliberal. En cualquier caso, el gobierno está intentando dotar de impunidad a sus principales referentes ante una denuncia ante la Corte Penal Internacional por delitos de lesa humanidad cometidos durante la represión, como lo publicó el medio Interferencia.
Los dos últimos conflictos reavivados en las últimas semanas corresponden a Medio Oriente. A mediados de octubre, el gobierno de Líbano había querido establecer impuestos al tabaco, las naftas y las llamadas por Internet. La respuesta en forma de protestas masivas y barricadas desembocó en la renuncia del primer ministro Hariri, anunciada a fines de ese mismo mes. El aislamiento por la pandemia fue sólo una pequeña tregua. Con una economía en caída libre y asfixiada por la deuda pública (que supera el 170% de su PBI), las manifestaciones contra la política económica, la corrupción y la desigualdad se restablecieron en abril. En medio de este panorama dramático, es difícil imaginar que la declaración de default de marzo y las negociaciones con el FMI iniciadas en mayo puedan desembocar en un auxilio financiero significativo para un país que se hunde en una catástrofe económica y social. Ni mucho menos que pongan algún freno a las movilizaciones callejeras que continúan su curso, ahora contra el nuevo gobierno.
Por su parte, la dinámica de protestas en Iraq involucra una complejidad de consignas que, además de cuestiones socioeconómicas, incluye la oposición a las injerencias iraní y estadounidense en su territorio. La revuelta que tuvo lugar desde el 1 de octubre provocó, al igual que en Líbano, la caída de su primer ministro: Abdul-Mahdi renunció a su cargo a fines de noviembre, pero la crisis política hizo que su sucesor, Al-Kahdhimi, asumiera recién el 7 de mayo. Por la presión popular, el nuevo gobernante anunció la liberación de decenas de detenidos en manifestaciones apenas asumió su cargo. Pero el lunes 11 los manifestantes tomaron las calles en distintas ciudades del país y la policía mató a uno de ellos en la ciudad de Basora. La víctima se sumó a los cientos de muertos, desaparecidos, heridos y torturados por las fuerzas de seguridad iraquíes desde el inicio de las protestas. Esta situación fue parcialmente reflejada en un informe de la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas para Irak que reúne información hasta el 21 de marzo, día previo a la instauración de la cuarentena.
Resulta evidente que el recorrido realizado por los cinco países analizados muestra conflictos desconectados entre sí, con tiempos, intensidades y demandas particulares en cada caso. Sin embargo, su reactivación pone en evidencia una conclusión acaso obvia, pero digna de mención: la pandemia condujo a cuarentenas que paralizaron la vida social de forma provisoria, pero que así como no alcanzan para destruir al virus, tampoco pueden garantizar una paz social duradera. Más aún: la agudización de la crisis económica mundial y la proliferación del coronavirus no sólo reavivarán conflictos preexistentes, sino que generarán nuevos márgenes para la agitación social en naciones históricamente más estables. Las protestas que generó el asesinato de Floyd en Estados Unidos y en el resto del mundo podrían convertirse en un punto de partida en ese sentido.