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Red Internacional
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OPINIÓN. De diseñadores, creatividades y precariedades

En el año 2013, la agencia publicitaria S.C.P.F., conocida por sus campañas para BMW (“¿Te gusta conducir?”) e IKEA (“Bienvenido a la república independiente de tu casa”) y otra tantas, ofertó un curso de formación para estudiantes de publicidad y diseño.

Martes 27 de junio de 2017

Durante diez meses, podrían hacer prácticas y tener contacto con empresas de renombre del sector. Ya indignó a muchos saber que estas prácticas no estaban remuneradas. Sin embargo, S.C.P.F. Academy, así se llamaba el proyecto, fue más lejos de unas prácticas que consistían en trabajar sin sueldo: para acceder a este curso hacía falta pagar la no despreciable suma de 20.000 euros (no es una errata). La idea de tener que pagar una millonada por trabajar gratis en empresas ya consagradas resultó tan exagerada que hubo quien pensó que era un truco, una campaña publicitaria, y que no podía ser cierto. La polémica se desató; los estudiantes no tardaron en criticar la estrategia comercial de S.C.P.F., y la agencia, a su vez, se defendió como pudo. Uno de sus paladines fue, por cierto, un antiguo trabajador conocido por todos: Risto Mejide, quien agradecía que «su maestro» tuviera ya su Academia.

Lo más interesante de este asunto fue sin duda el discurso empleado por el «maestro» y fundador de S.C.P.F., Toni Segarra Alegre, para la promoción del curso y cómo defendió al mismo. En el anuncio lanzado por la agencia, ya eliminado debido a la mala repercusión que tuvo, decía no encontrar talento en los jóvenes de hoy en día, y la S.C.P.F. Academy era el lugar para adquirirlo. La fábrica de sueños de Disney, en resumidas cuentas. De hecho, las plazas en el curso eran limitadas (no más de 20), y para entrar no sólo había que ser rico, sino superar una entrevista en la que debías demostrar ser el más apto para el puesto. Cualquiera habría pensado se trataba de una entrevista de trabajo (o de esclavitud), pero para él era una criba para coger sólo a quienes realmente tenían el “potencial” para asimilar sus “grandes enseñanzas”. En una entrevista posterior, cuando le preguntaron por el alto precio de la matrícula y el método empleado para elegir candidatos óptimos, la respuesta fue poco menos que cínica y no hace falta ningún comentario: «Entiendo que se piense que es una barbaridad, tal como están las cosas. Pero también es un filtro de la ambición del candidato y una responsabilidad tremenda para nosotros. No le podemos cobrar eso y darle una mierda. También nos exponemos nosotros con este nivel de ambición».

Este caso, lo admito, es paroxístico, pero no aislado. Es habitual entre las empresas lanzar concursos de diseño, pidiendo anuncios, carteles, tipografías, logos, etc. Bajo la excusa de fomentar el arte y el diseño. Así, los desempleados diseñadores luchan sin sueldo por hacer el mejor trabajo para la empresa patrocinadora. La conclusión: un ejército de miles de diseñadores, sin más coste que la puesta a punto del concurso y el escueto premio del ganador, que muchas veces no llega a un sueldo digno, endulzado por la vana esperanza de destacar y ser llamado para engrosar la plantilla. Un concurso actual, por no hablar no abstracto, es el que ha lanzado Coca-Cola para conseguir una imagen para su nueva botella metálica.

Estos ejemplos ilustran las condiciones materiales a los que los que se enfrentan los trabajadores creativos y expresan la ideología que subyace a estas condiciones. Por un lado, las escuelas de diseño fomentan una visión vulgarmente romántica del artista. Confianza en el «Just do it», en que todo esfuerzo conlleva su recompensa y que todo el mundo es un genio en potencia. Esto no es otra cosa que la disgregación de un colectivo, compuesto por trabajadores que se ven a sí mismos como “freelancers”, enfrentados unos contra otros por ser el Velázquez del diseño, convertidos en sus propios jefes. Hacen de su trabajo, su marca, y de su marca, su identidad personal. Arrancan de su tiempo libre las horas de trabajo, y viven por y para los proyectos de las empresas que los contratan. ¿No es la misma ideología a la que se aferran, convencidos de su libertad artística, la que los expone a la explotación y al individualismo más brutal?

A pesar del convenio de trabajadores de artes gráficos, presentados a finales del 2016 por los sindicatos, y publicado por el Ministerio el 20 de febrero de este año, siguen siendo un grupo laboral desamparado, sin sindicatos u organizaciones fuertes que los defiendan. Lo que más se acerca son las asociaciones pequeño-empresariales, tipo Di-Mad, que tiene como meta visualizar a este colectivo y que, por una copiosa cuota, pasas a tener derecho a cierta defensa laboral como miembro. Luchan por la dignidad del gremio, tratando a los trabajadores como artesanos. En última instancia, no tienen una concepción de clase que les permita entenderse como trabajadores y defenderse como tal. El citado convenio homogeneiza las distintas facetas del diseño y no supone ningún reconocimiento del trabajo de los diseñadores. Por la contra, no deja de ser un texto estándar que no comprende las particularidades del mercado. La creatividad propia del diseño queda en entredicho. La necesidad de cumplir con las expectativas de la empresa apremia al trabajador que termina por sucumbir al trabajo mecánico y técnico. En última instancia, lo mejor que puede hacer el diseñador gráfico es ser informático o ingeniero.

A diferencia la inmensa mayoría de las artes, que existieron antes del capitalismo y éste las absorbió hasta regurgitarlas como meros productos del espectáculo, el diseño gráfico en prácticamente todas sus facetas sólo alcanzó realidad en el marco de la gran industria. Son el envés creativo de la reproducibilidad técnica, quienes dan forma, atractivo e identidad al producto. A esto se ha reducido la creatividad del arte, y este es el talento que busca la agencia de Segarra: la alienación con la creatividad de uno mismo y la predisposición a soportar lo peor con el resarcimiento de la gloria. Por esta baza apuestan las empresas mientras disgregan a todo un sector en eterna competencia contra sí mismo.