La ficción literaria tiene un “permiso” que queremos aprovechar. “La Estirpe” y “Ema la cautiva”, dos resignificaciones de la mujer, el malón y los “salvajes” o como releer la historia.
Viernes 21 de julio de 2023 00:12
Ilustración: Florencia Martínez.
Las historias de cautivas blancas en la literatura argentina son relatos históricos de frontera, parte de un cruce espacial e ideológico, pero también un cruce que supone una erosión de identidad que algunas intentan resarcir sin éxito. Es que sus cuerpos, recordemos, son el símbolo del no lugar, del no estar, de la no pertenencia. Porque la cultura en la Argentina se ha construido históricamente de espaldas a la frontera, como si volverle la espalda bastara para controlarla.
Conocemos a María que construye Esteban Echeverría en “La cautiva” (1837), que logra accionar contra el cautiverio impuesto por los salvajes; escapa puñal en mano y lleva sobre sí la carga de su marido y su infelicidad por la mancha que la marca. Sin embargo, a pesar del puñal que muestra ensangrentado, y a pesar de todos los obstáculos que vence con valentía y fe, no puede escapar a su condición. Encontrará en la muerte la ansiada redención: “La muerte bella la quiso / y estampó en su rostro hermoso / aquel inefable hechizo, / inalterable reposo, / y sonrisa angelical, / que destellan las facciones / de una virgen en su lecho:/ cuando las tristes pasiones / no han ajado de su pecho / la pura flor virginal”.
La carga ideológica del poema caracteriza a María como un ser sublime en una gesta de tonos epopéyicos cuyo fin mediato es salvar al amante y salvarse a sí misma de los horrores de una posible mutación o mestizaje, que en la perspectiva romántica podría interpretarse como pérdida de la pureza racial y cultural.
A veces invisible en los relatos de la historia, “las cautivas” encuentran en la literatura huellas perdurables. Echeverría dramatiza un supuesto antagonismo maniqueo entre dos sociedades en lucha por su supervivencia. Y es en este punto último donde se abrieron, a lo largo del tiempo y los cambios culturales, los caminos para la creación, resignificación de personajes, paisaje, relación entre la ciudad y el campo.
Trenza de india, cautiverio de la voz
Carla Maliandi es una escritora argentina. En su novela La estirpe (Randon House, 2021) Ana, la protagonista, es una historiadora-escritora y profesora universitaria, que pierde su memoria por un hecho fortuito y, al intentar retomar su vida familiar y laboral luego de ese accidente, recuerda voces y sucesos que no vivió. Su tatarabuelo había sido director de la banda del ejército durante la Campaña del desierto y se ocupaba de arengar a los soldados en sus sangrientas embestidas contra los indios. En una de esas batallas encontró una niña toba, desahuciada. La escondió en su capa y se la llevó: esos hechos va recordando la protagonista. Y va hilando un pedazo de la historia argentina desde otra perspectiva. Lo interesante es que la protagonista, Ana, pierde el habla y lo que va recuperando lentamente son palabras de lengua aborigen que no reconoce al principio.
La palabra y el silencio arman este recuerdo nunca antes vivido por la protagonista. La primera secuela del accidente fue la falta de habla, se descubre en la habitación del hospital sola y se pregunta “¿Cuáles son las palabras para llamar a alguien?¿Qué palabra hará que alguien venga?”. La voz importa como marca de subjetivación, y la falta de ella contempla una adolescencia de mensaje, o de quién escuche, no hay voz sin escucha. Como ocurre con Don Diego de Zama el personaje de la novela Zama, de Antonio Di Benedetto publicada en 1956, ese funcionario colonial español de origen americano en Asunción del Paraguay, no habla. Transmite en un insistente monólogo interior, su vida, sus obsesiones, su degradación personal y política, la de sus normas y valores, al tiempo que acompaña (y exhibe) la declinación del Imperio. Entona una voz narrativa silenciosa, permanente y persistente, cuenta su historia, su lenta caída. Cuando Zama dice yo, reflexiona y habla de sí sin darnos la menor pauta objetiva de su identidad, aparte de lo que él mismo nos dice como enunciador. Pero espera, busca y espera. Si el discurso del protagonista no tiene receptor ni destinatario, si se expone como ausencia de diálogo, como incomunicación, ese otro lenguaje, que no es un idioma de los hablados, sino una escritura, permite trazar los puentes que se niegan a la voz.
Maliandi creará una niña toba, que aparece en los silencios de Ana, mediante ese recuerdo que parece ajeno, va construyendo el lenguaje que a la protagonista le falta. ¿Es la mujer que quiere hablar en voz alta o la niña? ¿Quién tiene algo importante que contar, que transmitir?. Lo que nos acerca a un trozo de la historia de esta parte del mundo puede tornarse en un relato fantástico vestido de culpa y reversión. A medida que recupera el habla, Ana descubre que maneja perfectamente el “Qomi napaxatoco”, la lengua Qom.
Antes del accidente, estaba investigando para escribir una novela basada en una historia familiar: su tatarabuelo era el director de banda del ejército que Roca mandó a Chaco para arrasar con los asentamientos de los indios guaicurúes. Las imágenes y la lengua de otros paisajes y de otro tiempo van ganando terreno en la intimidad de Ana, quien pasa horas enteras en su estudio entre cajas de archivo de esa época y polvo. El único lugar en el que desea estar y el mismo que su marido y la empleada del hogar quieren limpiar, convencidos de que esa novela había aislado completamente a Ana. Pero ella necesita encerrarse entre esas paredes y contar esa historia, incluso aunque no domine el lenguaje para hacerlo.
No es casta, no es fiel, no tiene valores, es Ema
A las heroínas románticas que en la literatura del siglo XIX terminaban mal en el campo, con los salvajes, César Aira les da defectos, vicios, y las traslada a la civilización, a un fuerte. Las mujeres son vendidas o adquiridas para ser prostituidas, a veces con niños pequeños en brazos. Y los compradores son los oficiales, a veces los indios borrachos. Les dicen “las queridas” y una de ellas es Ema. Ella no tiene ningún rasgo que la iguale con otras cautivas: no es blanca, no está casada con un hombre blanco, no representa valores femeninos impresos sobre las otras cautivas como la castidad, la fidelidad, el valor para defender a su hombre ofreciendo y arriesgando su propia vida. Toda la obra, una de las más conocidas de Aira, tiene un tratamiento renovador de los personajes de la narrativa de cautivas, desvíos e inversiones en relación con los estereotipos de Esteban Echeverría, porque el tópico de “la cautiva” define a nuestro personaje, cutiverio que dura solo dos años y a penas tres capítulos de la novela,como ella misma dice “una temporada entre los indios”.
Ema, la cautiva, novela de César Aira, ocurre en el siglo XIX y es contada por un narrador del siglo XX. Un narrador externo, que juega con los elementos de una narrativa de cautiva, ya inscrita en la literatura nacional argentina: el hombre blanco, generalmente un militar, su esposa blanca y el indio de la pampa que la ha capturado en un malón. La velocidad del relato de Aira es casi una aceleración fantástica, altera lo verosímil, hace que los estereotipos que vienen de la tradición salgan como expulsados de la Historia y giren veloces en otras órbitas que las del significado y la memoria.
“El teniente se limitó a encogerse de hombros y escupir. Sacó una pitillera con delgados cigarros de hoja y le convidó, sin mirarlo a los ojos ( nunca lo hacía). A través del humo que se disolvía en la llovizna, Duval estuvo observando con sincera curiosidad” sin responder tampoco. El silencio, lo que no se dice y cruza la escena, imaginemos una obra de teatro, cobra peso en el fuerte. “Como un elemento más de la misma idea, estaba la mudez de los animales, que se acordaba de todo lo demás, los hombres tampoco hablaban, el hastío viaje había agotado las ganas de hablar”. Los hombres blancos abundan en la especie del soldado o del oficial, pero aquí han perdido los atributos que ennoblecen su oficio. Los militares no son valientes, no buscan el honor, no defienden la libertad, la patria, la religión, los valores de la civilización.
Ese “permiso” de la literatura
“Roca mandó las tropas a arrasar los asentamientos de los indios guaicurúes en el Chaco. Cuando el ejército avanzaba, aparecían primero los soldados disparando y prendiendo fuego las tolderías, atrás llegaba tu tatarabuelo con la batuta. La banda de música arengaba al regimiento con marchas militares”, le explica el marido a Ana como un doble intento de mostrarle a ella quién es y también qué hacía. Ema y Coronel Espina ( compañero) crean en el desierto mundos artificiales, se dirigen a Pringles, otro camino lejos del fuerte y las batallas.
Ema y Ana (¿o la niña toba?) nos obligan a pensar en este recorte temporal (e imaginario) de lo histórico en el siglo XIX, siglo central en la formación nacional. Como si estuvieran fuera del orden temporal, sus personajes desencajan de alguna forma, en el mito de la nación argentina blanca, europea y racista. En una entrevista realizada por LID Historia, Roberto Elisalde cuenta lo que cree él que debe ser el rol de los historiadores: “nuestras producciones históricas deben rescatar del olvido aquellas historias no complacientes con el sistema”. Aquí la literatura puede ser un arma aliada.
Los autores
Carla Maliandi es una escritora argentina que nació el 26 de octubre de 1976. Estudió Actuación en la Universidad Nacional de las Artes, estrenó siete obras de teatro y participó en diversos festivales teatrales de Buenos Aires, nacionales e internacionales. Su primera novela, La habitación alemana, fue publicada en 2017 y traducida al inglés, francés y alemán. La estirpe, publicada en 2021, es su segunda novela.
La labor literaria de César Aira (Pringles, 23 de febrero de 1949) comenzó a principios de los años 70, con una serie de novelas de vanguardia (algunas todavía inéditas) como Moreira (1975) y Ema, la cautiva (1981). Entre los amigos que acompañaron su emerger se cuentan Héctor Libertella, Tamara Kamenszain y Osvaldo Lamborghini. Durante mucho tiempo ignorado por la crítica literaria (Piglia tardó en reconocerlo), aunque nunca falto de editores y lectores, César Aira se abrió camino por “prepotencia de trabajo” (diría Arlt) y llegó a publicar más de cien novelas. Solo en 2020 publicó tres: Fulgentius (Random House), Lugones (Blatt&Ríos) y El pelícano (Malsalva).