En este fragmento del libro La economía argentina argentina en su laberinto, se analiza cómo la crisis generó el fermento para las jornadas revolucionarias de diciembre de 2001.
Esteban Mercatante @EMercatante
Martes 19 de diciembre de 2017
En el libro La economía argentina argentina en su laberinto. Lo que dejan doce años de kirchnerismo, analizamos las condiciones que hicieron posible el llamado "modelo" económico kirchnerista, las contradicciones que desarrolló, y cómo durante los últimos años del gobierno de Cristina Fernández se prepararon las condiciones para el ajuste que finalmente encaró Mauricio Macri (aunque en muchas medidas fue adelantado también por el gobierno de Fernández). En este fragmento del libro que compartimos con los lectores de La Izquierda Diario, rastreamos las raíces de la crisis de la convertibilidad, que se inició en 1998, hasta su clímax en las jornadas de diciembre de 2001. Esta historia es fundamental para explicar lo que ocurrió después.
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El cambio de milenio encontró a la Argentina sumida en la depresión más severa de su historia. Las raíces de la misma podemos encontrarlas en los impactos que tuvo en el país una creciente inestabilidad global que recortó los flujos de capitales hacia los países llamados “emergentes” desde los centros financieros globales y dificultó el acceso a financiamiento. La primera crisis económico-financiera había ocurrido en 1994, en México, pero la oleada más severa se inicia en 1997 con la crisis asiática y la crisis rusa de 1998. El acceso al crédito para los emergentes se vería aún más afectado con la decisión tomada por Alan Greenspan al frente del banco central norteamericano, la Reserva Federal (FED), de iniciar en junio de 1999 una política de suba de las tasas de interés. Esto encareció el financiamiento en todo el mundo y alimentó los flujos de capitales hacia los bonos norteamericanos, generando en varios países una dramática retracción de la abundancia de inversiones de cartera (en acciones, bonos, etc.).
En el marco de las dificultades creadas por la política económica vigente en el país para adaptarse a un contexto internacional más complejo, la Argentina se transformó en un eslabón débil de la economía mundial.
La entrada de capital extranjero era una base fundamental de la estrategia de crecimiento durante los años noventa. Bajo el régimen convertible, la autoridad monetaria, el Banco Central de la República Argentina, tenía márgenes de acción limitados para comportarse como prestador de última instancia o para realizar operaciones de mercado abierto. La creación de dinero, la emisión de pesos, tenía que tener un respaldo rígido en moneda extranjera, es decir, estaba determinada por la cantidad de dólares que ingresaran al país por la vía del comercio exterior o de la entrada de capitales. Esto significaba que un pilar central para coordinar la actividad económica, como es la creación de crédito, quedaba severamente restringido. Dicha base fundamental para sostener la actividad económica en el capitalismo quedaba determinada por el ingreso de dólares por la vía de inversión extranjera o de créditos en el exterior, ya sea tomados por agentes privados o por el sector público. Por todo esto, la reversión de los flujos de capitales que se produjo con la sucesión de crisis de finales de los noventa impactó severamente sobre la economía argentina.
Sostener la convertibilidad significaba también una necesidad para el Estado de endeudarse para capear los desequilibrios fiscales y del balance externo. Ambos se volvieron críticos para el cierre de la década y generaron una espiral de endeudamiento que se terminaría volviendo insostenible.
A medida que numerosos países de Asia y América Latina fueron depreciando sus monedas respecto del dólar, la paridad cambiaria fijada por ley se transformaría en un cada vez más rígido corsé. Mientras los capitales de los países que devaluaban abarataban sus precios en dólares, los que producían en la Argentina quedaban en desventaja. La paridad cambiaria de la convertibilidad quedaba cada vez más desfasada. Estos problemas para el régimen de convertibilidad se empezarían a hacer evidentes a partir del año 1998. La tasa de rentabilidad ingresó en una fase descendente y el deterioro de la rentabilidad fue seguido por una caída de la inversión. Se empezó a alimentar la espiral recesiva que se transformaría en depresión.
El régimen monetario de la convertibilidad le imprimió a la crisis una dinámica peculiar. Al anclar el tipo de cambio con el de la moneda norteamericana no dejaba otra variante, en caso de que la moneda yanqui fortaleciera su cotización en relación a otras monedas –que es lo que sucedió con la oleada de devaluaciones que siguió a la crisis asiática–, que ajustar los precios por la vía de una deflación, es decir, por un descenso generalizado de precios. Estos ajustes solo se logran en la economía capitalista moderna de forma tortuosa, produciendo por lo general una depresión económica. Es lo que observamos hoy en buena parte Europa y lo que ocurrió en la Argentina.
La devaluación del real (enero de 1999) aceleró la presión deflacionaria en el conjunto de la industria, especialmente la automotriz. Esto impactó en el mercado interno, a lo que se sumó la retracción brasileña que absorbía una parte importante de productos de origen industrial. La Argentina entró en una severa recesión en 1998; el inicio de una crisis que duraría cuatro años y daría paso a una depresión.
Entre 1998 y 2002, el PIB acumuló una caída de 20 % (10 puntos antes de la devaluación y el resto en los meses siguientes hasta alcanzar un piso a mediados de junio). La deuda pública llegaba a los USD 200.000 millones (casi 70 % del PIB). Mientras los intereses para financiar los pagos de la misma se ubicaban por las nubes (gracias al “riesgo país”), se cortaba el financiamiento y se aceleraba la fuga de capitales (solo en 2001 fue de USD 14.977 millones). Los indicadores sociales exponían este deterioro extremo: la tasa de desempleo llegó en 2002 al 25 % y la pobreza afectaba al 50 % de la población. Era el fracaso de la última ilusión con la que la clase capitalista argentina había buscado entusiasmar a las clases subalternas, la llegada al “primer mundo” de la mano de un régimen económico amigable a las trasnacionales, abierto al mundo y que daba garantía de una convertibilidad fija entre la moneda argentina y la norteamericana. La consecuencia sería la honda deslegitimación social del régimen y de sus personeros políticos, expresado en la consigna “que se vayan todos” que levantaron las movilizaciones de aquel diciembre caliente de 2001 y los meses que siguieron.
Con el agravamiento de la crisis empeoró la situación fiscal, lo que repercutió en las tasas de interés que debía afrontar el Estado para financiarse. Esto afectó las perspectivas del consumo de bienes durables e inversiones residenciales, que siguió en descenso, no solo por la desconfianza en las perspectivas generales de la economía, sino ahora también por la caída en la capacidad de ahorro de amplios sectores de las capas medias, profesionales, funcionarios, etc.
De esta manera, se combinaron todos los factores para que la economía ingresara en un ciclo en el que los factores negativos se retroalimentaban mutuamente, comenzando a sobrevolar el peligro de default.
Con la rentabilidad del capital afectada por el creciente atraso cambiario, un déficit fiscal que empeoraba con la recesión, el aumento del costo de endeudamiento y la acelerada salida de capitales, la presión sobre el capitalismo argentino se agravó a niveles insostenibles. En las condiciones impuestas por la convertibilidad, contaba con herramientas limitadas para enfrentarlas.
Se puso en evidencia la imposibilidad de seguir sosteniendo un tipo de cambio fijo sobrevaluado. En esta situación, las vías para encarar la crisis desataron fuertes pujas entre fracciones burguesas. Los sectores mayoritarios de las compañías de capital extranjero de la industria y toda la burguesía de las finanzas y los servicios defendían la continuidad del régimen de moneda fuerte, buscando cristalizarlo mediante la dolarización. Esto significaba profundizar la vía de ajuste deflacionario, lo que significaba un fuerte impacto para los trabajadores, pero también perjudicaba a sectores importantes de la burguesía.
Enfrentando a esta alternativa, otros sectores buscaban aprovechar la crisis para recuperar posiciones perdidas (o cedidas alegremente al capital extranjero) y desde esta perspectiva veían como funcional una salida devaluacionista. La disputa sorda se prolongó durante años, con avances y retrocesos de cada sector. La falta de definiciones se debía a los riesgos de caos económico que podía implicar la devaluación (temida en cierta medida por los mismos que la apoyaban) y porque el rechazo generalizado hacía imposible una dolarización. Frente a este escenario, primero el menemismo en retirada y la Alianza después, intentaron sostener las bases de la maltrecha convertibilidad.
La bancarrota del proyecto de la convertibilidad y las disputas de la burguesía sobre la estrategia de salida solo serán saldadas por la fuerza de los hechos.
En 2001 la situación se agravó por el recrudecimiento de la situación internacional. Los escándalos corporativos norteamericanos acrecentaron la tendencia declinante de las bolsas en todo el mundo y agravaron el problema del costo de endeudamiento para el país.
El torniquete fiscal y monetario se hacía cada vez más insoportable. Con pocos meses de diferencia se sucedieron –entre comienzos y fines de 2001– el “blindaje” y el megacanje de los títulos de la deuda, buscando ganar tiempo y bajar los niveles de desconfianza, el plan de ajuste de López Murphy y el “déficit cero” de Cavallo, acompañado de un fallido intento de relajamiento de la convertibilidad con una canasta de monedas.
La depresión no pudo metabolizarse en los marcos del régimen convertible. Los intentos de capear con ingenierías financieras los problemas inmediatos de liquidez del sector público fracasaron y con ellos comenzó una presión insoportable sobre la moneda. Previendo el fin de la convertibilidad, la burguesía aceleró la salvaguarda de sus activos en moneda fuerte, fugando dólares de forma acelerada. Entre 1992 y 2001 se fugaron más de USD 60.000 millones, pero solo en 2001 fueron USD 14.977 millones.
Con un desempleo que llegó a 25 % y la mitad de la población debajo de la línea de pobreza, la resistencia a los planes de ajuste y los reclamos ante la emergencia social se fueron endureciendo. Las puebladas, que habían hecho su aparición en el sur del país en el otoño del menemismo, se empezaron a multiplicar durante estos años. La organización de los movimientos de desocupados para reclamar planes y trabajo se extendió hasta alcanzar a varias decenas de miles en 2001.
La salida del régimen de la convertibilidad se produjo de manera caótica. El “corralito” bancario, que frenaba la salida de depósitos para cortar con el desangre que sufría el sistema financiero y que amenazaba dejar sin reservas al Banco Central, había terminado de empujar al hundimiento de la economía.
Con una informalidad que afectaba a más del 60 % de la actividad económica, el recorte de la liquidez que significaron estas medidas empujó a la parálisis. Al mismo tiempo, los Estados provinciales habían empezado a crear cuasimonedas para enfrentar sus problemas financieros. Los empleados públicos y los contratistas del Estado nacional y provinciales empezaron a ser pagados en Patacones bonaerenses, Lecop nacionales, etc. Estas monedas pretendían resolver un problema de desbalance fiscal, pero no hacían más que patearlo para adelante.
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En medio de los saqueos producto de la emergencia social, De la Rúa tomó el 19 de diciembre la decisión de declarar el estado de sitio. Fue la gota que rebalsó el vaso. Al día siguiente fue obligado por la movilización popular a fugarse en helicóptero de la Casa Rosada, al cabo de dos jornadas que dejaron un total de 35 muertos a manos de las fuerzas represivas.
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De forma paradojal, la resistencia obrera y popular que actuó como freno para las políticas de ajuste y austeridad en los marcos de la convertibilidad, terminó jugando a favor de que la disputa entre sectores burgueses se saldara con un ajuste devaluatorio. Este generaría un zarpazo sobre el poder adquisitivo de los asalariados que alimentaría las ganancias empresarias pasado el shock inicial que trajo la devaluación; sobre esta base se asentaría el llamado “modelo K”. Pero esa historia de la infamia, quedará para analizarla en profundidad para otra entrega.