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Debates sobre feminismo y marxismo

Andrea D’Atri

Debates sobre feminismo y marxismo

Andrea D’Atri

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Ponencia presentada en el Seminario Vuelta a Marx: cuestión de las mujeres en la sociedad burguesa, organizado por el CIDE y realizado el miércoles, 15 de marzo de 2023.

La feminista socialista norteamericana Heidi Hartmann escribe en su conocido artículo de 1979, "Un matrimonio mal avenido: hacia una unión más progresiva entre marxismo y feminismo", lo siguiente:

«Aquí mantendremos que si bien el análisis marxista aporta una visión esencial de las leyes del desarrollo histórico, y de las del capital en particular, las categorías del marxismo son ciegas al sexo. Sólo un análisis específicamente feminista revela el carácter sistemático de las relaciones entre hombre y mujer. Sin embargo, el análisis feminista por sí solo es insuficiente, ya que es ciego a la historia y no es lo bastante materialista.»

¿Por qué después de 44 años seguimos insistiendo, entonces, en que una perspectiva marxista de la opresión patriarcal es válida y necesaria?

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En primer lugar, porque hay que entender que el planteo de Heidi Hartmann se refería a la ceguera de un marxismo que era, más bien, la siniestra caricatura que el estalinismo hizo de él. Fue la visión canónica y hegemónica durante largas décadas.

Pero arrojar al niño con el agua sucia, como se dice comúnmente, no nos ha traído a mejores puertos, porque a pesar de los derechos conquistados por las mujeres en las democracias occidentales en el último siglo, seguimos viviendo —como dice el título de esta charla— en sociedades burguesas; es decir, en sociedades capitalistas donde la discriminación y desigualdad de las mujeres sigue siendo un hecho.

Es decir, que la promesa de un desarrollo gradual que finalmente eliminaría las diferencias y jerarquías que, en la vida real, existen entre hombres y mujeres, en el capitalismo se demuestra como una ilusión, una utopía o una mentira.

En segundo lugar, porque en medio de la crisis capitalista mundial, que vuelve a tener otro episodio en estos días con la crisis bancaria en EE. UU., y habiendo atravesado una pandemia que puso en evidencia los resortes de la economía globalizada y quiénes hacen funcionar al mundo, con una guerra en el corazón de Europa con consecuencias en todo el planeta, el marxismo se convierte más que nunca en un interlocutor imprescindible para los feminismos que aspiren a transformar la realidad radicalmente.

Por eso, a pesar de que sigue siendo hegemónico un feminismo neoliberal que adopta los paradigmas de la meritocracia y no cuestiona las desigualdades estructurales de la sociedad capitalista, otros feminismos anticapitalistas y marxistas empiezan a ganar reconocimiento, nuevamente, después de muchas décadas en las que estuvieron a la defensiva.

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Quiero señalar entonces dos aportes esenciales que el marxismo brinda para la comprensión de la opresión de las mujeres en las sociedades capitalistas. En primer lugar, quisiera insistir en la cuestión de las clases sociales, contra las ideologías posmodernas que lo consideran un concepto reduccionista; pero, también, contra cierta izquierda soberanista que reivindica un mito de la clase obrera blanca, masculina, contra la diversidad a la que considera una trampa neoliberal.

En segundo lugar, me voy a referir a la explicación que brinda el marxismo sobre el papel que tiene el trabajo no remunerado para la reproducción social que, en pleno siglo XXI, siguen desarrollando mayoritariamente las mujeres.

Por lo primero, el debate clase/género atraviesa la historia del feminismo socialista y marxista. Desde que Flora Tristán planteó —en el siglo XIX— que "la mujer es la proletaria del proletario", hasta la actualidad.

Pero durante las últimas cuatro décadas de desarrollo del neoliberalismo, este debate sobre las identidades volvió a escena, por las transformaciones descomunales que sufrió la clase obrera con la derrota del último ascenso global de la lucha de clases de los años ´70.

Una idea extendida en el activismo radical es que, como individuos, nos atraviesan múltiples opresiones y que esas relaciones opresivas definen dos campos: el del oprimido o dominado y el del opresor o dominante. Entonces, mientras en el campo del dominado, habría víctimas que necesitan reparación para sus experiencias personales dolorosas y agraviantes, en el campo contrario, habría opresores que ostentan y disfrutan de sus "privilegios" individuales.

Entonces, el problema que presenta esta visión es que, si la opresión fuera únicamente una experiencia individual (por lo tanto, intransferible), los proyectos políticos colectivos para la transformación social son una utopía irrealizable.

Hay una socióloga india, Avtar Brah, que dice que en vez de construir políticas de solidaridad entre distintos sectores oprimidos se establecen jerarquías de opresión que, a su vez, invisten a determinados sujetos de autoridad moral. Y esto es muy peligroso para la política.

La política basada en la identidad, desde este punto de vista, se usa como fundamento para exigir más leyes punitivas para eliminar, fantasiosamente, las formas de opresión de las cuales los individuos son víctimas.

La clave no es transformar radicalmente la sociedad en la que se reproducen el racismo, el heterosexismo, y otras estructuras de discriminación y opresión, sino sancionar al individuo que no reconoce o no respeta mi singularidad, desde sus privilegios.

Obviamente que es una falacia liberal aquello de que, en una democracia capitalista todos somos iguales ante la ley. Las identidades no son inocuas, marcan nuestras vidas, porque mientras exista el racismo, las cárceles de Estados Unidos van a estar llenas de población afroamericana; mientras exista el transodio, las mujeres trans seguirán teniendo una expectativa de vida que no supera los 40 años y mientras exista el machismo y la discriminación de las mujeres, seguirán existiendo la brecha salarial, la violencia femicida, etc.

Pero si queremos acabar con las opresiones raciales, heterosexistas, xenófobas y tantas otras que configuran identidades oprimidas e identidades opresoras, no tenemos que acabar con los blancos, los heterosexuales, los nativos, etc.

Lo que tenemos que proponernos es acabar con el sistema capitalista que establece esas jerarquías racistas, patriarcales para garantizar su dominio, mediante la división de los explotados, que son las grandes mayorías, tomados de conjunto.

Y ahí entramos en otra discusión, donde interviene el concepto de clase, porque, por un lado, ya a nadie escapa que las relaciones de explotación se extendieron, y que ha aumentado la clase trabajadora, asalariada, la clase explotada a nivel mundial.

Pero, a la división conocida desde los inicios del capitalismo entre trabajadores de países imperialistas y de sus colonias, se sumó la segmentación entre trabajadores sindicalizados, trabajadores “de segunda” y un enorme ejército proletario de reserva conformado por las masas que afluyen a las metrópolis y no son incorporadas, por el capital, a las relaciones asalariadas.

Y esta masa de "trabajadores de segunda" —que algunos autores han denominado "el precariado"— es mayoritariamente femenina, racializada, migrante. Y conforman, en la actualidad, la mitad de la clase trabajadora mundial.

Entonces, en última instancia, la homogeneidad de la clase obrera no es (ni fue nunca) un dato objetivo de la realidad. Más bien se trata de una construcción: el resultado de mecanismos de exclusión y jerarquización dictados por el capital y reproducidos también por la burocracia sindical que, hoy más que antes, se opone a organizar a los sectores más oprimidos de la clase trabajadora, se opone a unir las filas de los explotados.

Entonces creo que ahí podemos encontrar las razones por las que las mujeres (trabajadoras), las y los inmigrantes (trabajadores), las personas racializadas (trabajadoras) encuentran en los movimientos sociales identitarios (y policlasistas) un canal para sus demandas en contra la discriminación de la que sus propias organizaciones como trabajadores no la hacen parte.

Una separación entre demandas democráticas y derechos civiles, por un lado, y demandas económicas, sindicales, por otro, que aparecen como antagónicas.

Pero en la historia del socialismo y del movimiento obrero, derechos civiles y demandas económicas siempre fueron unidos, hasta incluso mediados del siglo XX.

Entonces, este crecimiento cuantitativo, que transformó la fisonomía de la clase trabajadora haciéndola mucho más diversa, no solo multiplicó los rostros, la diversidad de la propia clase, sino que, acompañando este proceso, se produjo la más grande fragmentación sociopolítica que la clase trabajadora tuviera en toda su historia y una crisis de subjetividad descomunal.

Y esto fue provocado, en gran medida, por la derrota que asestó la contraofensiva capitalista, pero que fue propiciada alevosamente por las propias direcciones políticas y sindicales de la clase trabajadora. No es tanto la diversidad, sino sobre todo esta pérdida de centralidad política la que habilitó, por muchos años, las interpretaciones sobre la muerte o desaparición de la clase obrera.

Pero el límite de pensar la política desde las identidades, donde la pertenencia de clase es una identidad más, es suponer que como el 99% somos oprimidos por el sistema capitalista, la unidad ya está dada, porque esa unidad la introduce el enemigo, se introduce desde el exterior.

Cuando, en realidad, esa unidad hay que construirla y la "identidad" que tiene esa posibilidad es la clase trabajadora.

¿Por qué? Porque detenta las posiciones estratégicas para el funcionamiento de la sociedad (no solo las grandes industrias para la producción de mercancías, sino también la logística para la gestión de su transporte, la atención de los servicios, etc.).

Este "poder posicional" —derivado de su situación objetiva— que le permitiría a la clase trabajadora interrumpir la producción y circulación de valor, o lo que es lo mismo, paralizar las ganancias capitalistas, podríamos decir que incluso se vio incrementada en las últimas décadas.

Y es una potencialidad que no está fundada en ningún esencialismo identitario. Sino que está fundada en el lugar que ocupa la clase trabajadora en los resortes del funcionamiento del sistema capitalista.

Pero esa potencialidad solo puede hacerse efectiva si la clase trabajadora sostiene una política que denuncie todos los agravios sufridos por los grupos, clases y capas sociales oprimidas y que ligue sus demandas a la perspectiva de una lucha política revolucionaria contra el Estado y el régimen, para derrocar finalmente al capitalismo.

Si aspiramos a una sociedad reconciliada, en la que la reproducción y la producción se desarrollen armoniosamente con la naturaleza; una sociedad liberada de todas las formas de explotación y opresión, no podemos quedarnos a esperar que surja automáticamente, de la propia crisis, mediante una insurrección global espontánea. Es necesario prepararla.

***

Y, ahora, voy a la cuestión del trabajo gratuito de reproducción social.

Ponernos de acuerdo sobre las ventajas que ofrecería el socialismo para la vida, el desarrollo y el bienestar de las mujeres puede convertirse en un debate arduo. Pero quizás es más sencillo coincidir en el diagnóstico de que el capitalismo está conduciendo a la Humanidad y al planeta a la miseria, la destrucción y la barbarie. Y esto incluye, por supuesto, a las mujeres. Veamos algunos números.

En 2019, antes de que el coronavirus se esparciera por el planeta, las mujeres representaban el 50 % de la población mundial en edad de trabajar, aunque representaban solo el 39 % del total de la población activa. En casi todos los países del África subsahariana, del sudeste asiático y de América Latina, las mujeres estaban más expuestas que los hombres a incorporarse al mercado laboral bajo condiciones de precarización e informalidad. Más del 21 % de las mujeres en edad de trabajar realizaban tareas de cuidado sin remuneración, a tiempo completo; algo que solo ocupaba al 1.5 % de los hombres en las mismas condiciones.

Con la pandemia, las brechas de género preexistentes no hicieron más que acentuarse. A principios de 2022, el Foro de Davos calculó que se necesitarían más de 135 años para eliminar las desigualdades de género en el mundo: unos 36 años más que lo que habían estimado en 2020.

Eso significa que las decisiones tomadas por los gobiernos capitalistas para afrontar la pandemia de Covid-19 consiguieron retrasar una generación más lo que, en sus propios términos, consideran la meta de la igualdad de género.

Lo verdaderamente utópico es pensar que podemos continuar como venimos y en 135 años, con suerte y esperanza, se disolverá la brecha.

El capitalismo no se encuentra en un momento de desarrollo, sino de supervivencia a fuerza de crisis recurrentes, y para su recuperación necesita dejar un tendal de destrucción de fuerzas productivas en el camino. Y aún si imagináramos que la utopía neoliberal pudiera prosperar ¿lo haría en cuáles países y a costa de quiénes?

Las cadenas globales de cuidados están allí para mostrarnos la respuesta. Cuando en los países más desarrollados, las mujeres consiguen igualar a los hombres en sus carreras laborales, académicas o políticas es, en gran medida, porque el trabajo gratuito de reproducción de su fuerza laboral ha sido tercerizado en otra mujer pobre, inmigrante y racializada.

Es uno de los nudos más apretados que ha creado el capitalismo y uno de los que es imposible desatar dentro del sistema. Y desentrañar el funcionamiento de ese nudo, es algo que el marxismo puede aportar a los feminismos.

El trabajo doméstico no está controlado, de manera directa, por los capitalistas. Sin embargo, los capitalistas se benefician de mantener una gran parte del trabajo reproductivo de la fuerza de trabajo, en la esfera privada.

De ese modo, el salario no necesita cubrir todos los costos de reproducción del trabajador o la trabajadora asalariados, porque una parte de esas tareas la cubren los propios asalariados, en sus hogares, sin recibir remuneración alguna a cambio.

Claro está que, en su inmensa mayoría, quienes realizan ese trabajo -tengan o no, además, un trabajo asalariado- son mujeres.

Dicho en otros términos, el trabajo de reproducción no remunerado, que mayoritariamente realizan las mujeres en sus hogares, aumenta indirectamente la masa de plusvalía que el capitalista extrae de la explotación de la fuerza de trabajo asalariada.

Por lo tanto, aunque la opresión de las mujeres hunde sus raíces en el surgimiento de las sociedades divididas en clases de la Antigüedad, el capitalismo reformula esta subordinación haciéndola funcional al fortalecimiento del mecanismo de extracción de plusvalía.

Fetichiza la producción de mercancías, oscureciendo la existencia del plustrabajo mediante el pago de un salario. Y, al mismo tiempo, mantiene disociado del ámbito de la producción, el "componente doméstico" del trabajo necesario para la reproducción de esa mercancía tan especial que es la fuerza de trabajo.

Por eso, varias autoras feministas marxistas consideran que el trabajo doméstico, el trabajo gratuito de reproducción social o lo que también se denomina en un sentido amplio trabajo de cuidados es un auténtico producto de la sociedad capitalista.

Marx señala el papel determinante de la fuerza de trabajo en poner en marcha el proceso de producción y también muestra que la fuerza de trabajo es una mercancía singular, que produce mercancías, pero a su vez no es producida ella misma de manera capitalista, dentro de este mismo circuito en el que se produce el resto de las mercancías.

Pero no desarrolla las consecuencias que tiene esta idea que llega a esbozar.

Por eso, en los años ’70, van a surgir distintas teorías sobre el trabajo doméstico no remunerado de feministas socialistas, marxistas, autonomistas e incluso de feministas radicales materialistas que pusieron este tema en debate.

Algunas sostuvieron que había dos sistemas (el capitalista y el patriarcal) y hubo otras que insistieron en que se trata de un mismo proceso integrado de la producción de mercancías y la reproducción de la vida.

Desde este punto de vista, hay aportes fundamentales para comprender cómo se entrelazan la opresión de género y la explotación de clase en el capitalismo. Que el trabajo destinado a producir mercaderías y el trabajo destinado a producir personas, juntos conforman la totalidad del sistema capitalista. Y que la economía formal es el lugar de producción de bienes y servicios, pero la gente que produce esas cosas es producida, a su vez, fuera de ese ámbito de la economía formal, en un lugar muy específico, construido en base al parentesco, que es la familia.

Entonces, volviendo al trabajo doméstico, sostener esta descomunal desigualdad necesita de una gran fuerza de presión ideológica que permita que los individuos asuman la norma como deseo propio. En otras palabras, que hombres y mujeres terminen creyendo que aquello que hacen ellas, mayoritariamente, no es trabajo impago, sino amor. Por eso, el amor romántico —entre otras cosas— es también un invento del capitalismo.

Todos los prejuicios, mandatos y estereotipos de género que se reproducen para sostener la discriminación de las mujeres hunden su raíz en estas condiciones materiales de la reproducción y producción social capitalista.

Sin embargo, es más fácil tomar el poder que disolver un prejuicio. Y es lógico que estos persistan aún cuando las condiciones materiales que posibilitaron su existencia hayan sido modificadas profundamente. Por eso, la emancipación femenina no es aquella consecuencia automática que debería esperarse que sobrevendrá con el mero asalto "a los palacios de invierno" y la socialización de los medios de producción, como nos han repetido los "camaradas" estalinistas y otros que han tergiversado al marxismo en una caricatura economicista miserable.

Pero la socialización del trabajo doméstico y de cuidados, mediante la construcción de viviendas comunitarias y otros establecimientos (restaurantes, lavanderías, escuelas, jardines maternales, hogares de ancianos, atención domiciliaria) y espacios recreativos (parques, campos deportivos, clubes, centros culturales), sacándolo del ámbito privado del hogar, convirtiéndose en un trabajo ejercido tanto por hombres y mujeres asalariados, es una base necesaria para empezar a eliminar esta desigualdad estructural.

Y es algo que, en pequeña escala y limitada por los condicionamientos de la guerra civil, las hambrunas, el bloqueo imperialista y las condiciones heredadas del pasado feudal, hizo la revolución obrera hace más de un siglo atrás en un país atrasado como era Rusia, durante unos pocos años antes que sobreviniera la reacción estalinista.

***

Parafraseando a Marx y Engels, podemos decir que llamamos socialismo al "movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual". Y llamo "este estado de cosas" a que una pequeña minoría se enriquezca obscenamente, incluso en medio de una pandemia, a expensas del trabajo cada vez más precario de las grandes mayorías, cuya reproducción como fuerza de trabajo depende inexorablemente del trabajo no remunerado de las mujeres.

Por eso, volviendo a nuestro tiempo… Desde el inicio de la pandemia y por el lapso de más de un año, el mundo pareció sumergirse en un letargo, mientras, silenciosamente, millones de personas -a las que los gobiernos, las empresas y los medios de comunicación empezaron a denominar "esenciales"- continuaron su fatigosa tarea de sostenerlo y hacerlo funcionar.

No había nada nuevo en su labor primordial para la reproducción social; pero la pandemia la hizo más evidente.

La calamidad de la epidemia develó algo que, por naturalizado, parecía invisible: la sociedad en la que vivimos es posible porque existe una clase mayoritaria que la hace funcionar, diariamente.

Y también se reveló que el cuidado -como trabajo gratuito realizado en los hogares o como trabajo asalariado en el ámbito empresarial o público- seguía siendo una actividad altamente feminizada.

Y también se evidenció lo que algunas pensadoras feministas ya habían escrito sobre la crisis de la reproducción social: que iba de la mano con la crisis económica, política y ecológica del capitalismo.

Sus ideas consiguieron mayor repercusión en el nuevo escenario, en el que se buscaron respuestas para el acontecimiento epidemiológico que asolaba al planeta.

El feminismo, que en los años precedentes había alzado su voz contra la violencia patriarcal, también tenía algo para decir en este nuevo debate público. O mejor dicho, ya lo había dicho, pero ahora eran muchos más quienes querían escucharlo.

Es por eso, que distintas visiones de los feminismos materialistas, autonomistas y marxistas volvieron a la palestra. Es lógico que, en un capitalismo en crisis, los sectores más ávidos de respuestas apelen a las ideas anticapitalistas.

Y no es casual que muchas de las autoras más destacadas de estas corrientes feministas que ahora recobran vigencia, hayan producido el nudo de sus teorías en la década inaugurada en 1970, como Silvia Federici o Lise Vogel que es retomada por las autoras jóvenes de la Teoría de la Reproducción Social.

Es que hacia finales de los años ’60, el boom económico de la posguerra empezaba a mostrar síntomas de agotamiento; las huelgas obreras, las revueltas sociales y los procesos revolucionarios surcaban el planeta.

Poco más de una década después, el capitalismo lograba sobrevivir a la recesión mundial mediante el asentamiento de una profunda derrota de las clases explotadas y una creciente financierización de la economía: el giro neoliberal permitía patear la crisis capitalista hacia adelante.

En ese momento, el trabajo doméstico no remunerado que realizan mayoritariamente las mujeres en sus hogares ocupó el centro de las reflexiones de los feminismos anticapitalistas. La explotación, la opresión, las relaciones entre trabajo productivo y reproductivo son algunos de los nudos centrales de sus elaboraciones en diálogo y en controversia con un marxismo economicista que, como decía Hartmann, se mostraba "ciego al sexo".

Al calor de la nueva crisis capitalista que estamos atravesando, actualmente y, probablemente siga siendo así en el futuro próximo, la cuestión de la reproducción social en el capitalismo se ha convertido en un tema recurrente de los debates feministas.

Por eso es interesante revisitar estas posiciones que las feministas anticapitalistas y marxistas elaboraron en la anterior gran crisis capitalista, que nos siguen abriendo reflexiones, sembrando preguntas, brindando contradicciones para pensar el presente y, sobre todo, para debatir las estrategias de las que debemos dotarnos si queremos no solo pensar, sino también habitar un futuro.


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Andrea D’Atri

@andreadatri | Diputada porteña PTS/FIT
Diputada porteña del PTS/Frente de Izquierda. Nació en Buenos Aires. Se especializó en Estudios de la Mujer, dedicándose a la docencia, la investigación y la comunicación. Es dirigente del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS). Con una reconocida militancia en el movimiento de mujeres, en 2003 fundó la agrupación Pan y Rosas de Argentina, que también tiene presencia en Chile, Brasil, México, Bolivia, Uruguay, Perú, Costa Rica, Venezuela, EE.UU., Estado Español, Francia, Alemania e Italia. Ha dictado conferencias y seminarios en América Latina y Europa. Es autora de Pan y Rosas. Pertenencia de género y antagonismo de clase en el capitalismo (2004), que ya lleva catorce ediciones en siete idiomas y es compiladora de Luchadoras. Historias de mujeres que hicieron historia(2006).