Publicamos la traducción del artículo de opinión de Patrick Cockburn aparecido originalmente en el sitio Counterpunch.
Martes 15 de marzo de 2022 22:10
Tomer Neuberg / Flash90
El presente artículo es parte de la sección "Partes de guerra de la prensa internacional", donde se publican artículos de distintos medios, incluidos los de la prensa burguesa internacional, que pueden ser de interes para nuestros lectores para el seguimiento del conflicto. Estas no reflejan la opinión editorial de La Izquierda Diario.
En agosto de 1914, el ejército alemán lanzó una invasión no provocada contra Bélgica durante la cual mataron a unos 6.000 civiles belgas que tenían como rehenes, sospechosos erróneamente de ser francotiradores, o simplemente para infundir miedo. En el pueblo de Dinant, cerca de Lieja, el 23 de agosto unos 644 aldeanos fueron alineados en la plaza del pueblo y fusilados por los pelotones de fusilamiento alemanes, siendo la víctima más joven un bebé de tres semanas.
Durante cinco días, a partir del 25 de agosto, los soldados alemanes saquearon e incendiaron la ciudad de Lovaina, matando a cientos de sus habitantes y destruyendo su biblioteca medieval, una de las más grandes de Europa, que estaba llena de libros y manuscritos irremplazables.
Las masacres en Bélgica -la política alemana de Schrecklichkeit o atemorización destinada a impedir la resistencia popular- indignaron al mundo, teniendo un impacto especialmente fuerte en Gran Bretaña, donde las atrocidades fomentaron el apoyo a la guerra y llevaron a un gran número de voluntarios a luchar. El 2 de septiembre, justo cuando el saqueo de Lovaina llegaba a su fin, Rudyard Kipling publicó un poema que reflejaba la cólera general, y cuyas cuatro líneas decían: "Por todo lo que tenemos y somos/ Por todo el destino de nuestros hijos/ Levántate y toma la guerra/ ¡El huno está en la puerta!".
Cuando yo crecía, en los años 60 y 70, esa beligerancia estaba pasada de moda y los relatos de las masacres alemanas de civiles en la Primera Guerra Mundial habían sido superados por el genocidio nazi y, en la medida en que se recordaban, eran desestimados como propaganda de guerra exagerada en un conflicto del que se consideraba que todos los bandos tenían más o menos la misma culpa. Este era el mensaje de la película Oh! What a Lovely War (¡Oh! qué guerra tan bonita), que mostraba a jóvenes reclutas ingenuos que eran atraídos a la matanza por eslóganes patrioteros y una visión idealizada del Frente Occidental.
Las grandes emociones de 1914 se tacharon de histeria bélica -ignorando en gran medida el hecho de que las atrocidades alemanas eran demasiado reales- y no había nada malo ni histérico en enojarse por las matanzas masivas de civiles.
La furiosa reacción a la invasión rusa de Ucrania el 24 de febrero es muy similar a la provocada por la invasión alemana de la Bélgica neutral el 4 de agosto de 1914. Incluso el presidente Vladimir Putin, con sus superficiales afirmaciones machistas e incoherentes de que Ucrania está dirigida por nazis locales empeñados en llevar a cabo un genocidio contra la minoría de habla rusa, tiene algo más que un parecido con el Kaiser Guillermo 11, que también se metió en una guerra que era poco probable que ganara.
El intento de Putin de demonizar al gobierno ucraniano como nazis renacidos empeñados en la violencia recuerda la inepta afirmación autojustificativa del Kaiser tras la destrucción de Lovaina de que, aunque su corazón sangraba por Bélgica, culpaba de lo sucedido a "las acciones criminales y bárbaras de los belgas".
Tanto los alemanes como los rusos, un siglo después, mostraron signos de haber sido sorprendidos por la rabia y la condena internacional de su comportamiento. Los rusos fueron incapaces de ponerse de acuerdo sobre si un hospital de maternidad en Mariupol había sido volado por los propios ucranianos o era un puesto militar ucraniano que habían destruido con razón las fuerzas rusas.
Esto ha sido denunciado como una forma de guerra particularmente rusa, pero todos los bombardeos de una ciudad que he presenciado, desde Gaza hasta Douma en Damasco y Alepo, pasando por Raqqa y Mosul, terminan con la matanza masiva de civiles. La diferencia en los casos de Bélgica y Ucrania es que la indignación del resto del mundo es más intensa y sostenida.
El peligro es que la comprensible reacción a la carnicería de civiles se convierta en una rusofobia generalizada que deje a Putin fuera de juego y haga muy difícil poner fin a la guerra. Así, los propietarios de Facebook e Instagram van a permitir a los usuarios de algunos países decir "Muerte a Putin" y expresar consignas similares sobre la matanza de soldados rusos, aunque no de civiles.
Esto es el equivalente moderno de los gritos populares de "Colgad al Kaiser" que se convirtieron en un eslogan hacia el final de la Primera Guerra Mundial. Pero esta demonización total de un enemigo tiene un precio, porque hace imposible el acercamiento de las partes y garantiza que las guerras se libren hasta el final. Las cartas patrióticas más burdas se convierten en triunfos. La flexibilidad diplomática es tachada de traición. Los errores crasos y no forzados del Kaiser y de Putin quedan oscurecidos por la sensación de que toda la nación está en peligro.
Este fue el patrón mortal en 1914. "Cuanto más declaraban los Aliados que su propósito era la derrota del militarismo alemán" y el fin de su dinastía gobernante, escribió Barbara Tuchman en su libro Guns of August (Armas de agosto), sobre el primer mes de la Primera Guerra Mundial, "más declaraba Alemania su juramento imperecedero de no deponer las armas hasta la victoria total".
No hay mucha gente en el Kremlin que pueda tener alguna esperanza de victoria, con la posible excepción del propio Putin. Pero, piensen lo que piensen en privado, están atados a las consecuencias de la loca apuesta de Putin, que probablemente sea una derrota histórica para Rusia de la que quizá nunca se recupere. Como dijo el ex consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Zbigniew Brzezinski: "sin Ucrania, Rusia deja de ser un imperio euroasiático".
No es algo malo, responderán muchos. Pero es poco probable que Rusia se aparte tranquilamente de la primera línea de las grandes potencias. Puede que su ejército haya luchado mal en Ucrania, pero todavía no ha sufrido una derrota. Los vídeos ucranianos que muestran escaramuzas y emboscadas exitosas probablemente dan una idea exagerada de la destreza militar ucraniana y de la incompetencia rusa. Es escalofriante -y muy de la Primera Guerra Mundial- ver la despreocupación con la que los comentaristas denuncian las negociaciones con Putin sin entender que esto significa una campaña prolongada que es muy probable que se convierta en un conflicto nuclear.
Los mismos que describen a Putin como un potentado loco por el poder parecen suponer que mostrará una prudente moderación cuando se trate de igualar las probabilidades contra la OTAN utilizando un arma nuclear de bajo rendimiento, y luego dicen estar seguros de que nunca utilizaría un arma nuclear táctica para arrasar un convoy o una base aérea, y demostrar que sigue siendo un enemigo al que temer.
El problema es que los odios generados por la guerra cobran fuerza durante el conflicto y no tienen marcha atrás. Es probable que los castigos colectivos contra los rusos provoquen una respuesta colectiva. El primer ministro británico Lloyd George tuvo una idea clarividente unos meses después del Armisticio de 1918 sobre las probables consecuencias de mantener las sanciones económicas como forma de presión contra Alemania.
Dijo al Consejo Supremo de Guerra y a los aliados que "el recuerdo del hambre podría volverse un día contra ellos [...] Los aliados estaban sembrando el odio para el futuro [...] no para los alemanes, sino para ellos mismos".