Tras el ataque más sangriento contra la diversidad sexual en Orlando, el Orgullo (ilegal en muchos lugares aún), el 47º aniversario de los disturbios del Stonewall, no debe ser negocio ni compostura.
Martes 28 de junio de 2016 00:30
Foto: Archivo Stonewall Inn
Este 28 de junio se cumplen 47 años de la Revuelta de Stonewall, una revuelta en la ciudad de Nueva York que trajo días de disturbios en las calles del Greenwich Village para inaugurar una nueva época de lucha por la diversidad sexual, día que se sigue conmemorando como el Orgullo.
Desde entonces ha sido mucho lo que se ha contado de ese pistoletazo de salida para una nueva forma de combatir la LGBTIfobia. El epicentro de aquella revuelta de hace 47 años se ha convertido en un lugar de afluencia para miles de visitantes al año, un lugar de concentración y protesta, como en las movilizaciones de repulsa a la masacre del bar Pulse en Orlando que reunieron a cientos de personas frente a sus puertas, y todo un icono que incluso ha sido propuesto como monumento nacional.
Pero, que ha sucedido entre la imagen de la policía atrincherada en el Stonewall pensando abrir fuego contra la muchedumbre furiosa que habían acosado tanto tiempo, y la imagen del lugar propuesto como Monumento Nacional hay un elemento de cooptación e institucionalización, pero también una historia de lucha y orgullo. De mucho orgullo.
El día de la revuelta
Aquel 28 de junio de 1969 en el bar neoyorquino Stonewall Inn la policía se disponía a hacer otra redada contra quienes estuvieran allí. No era casual la elección de ese bar, los bares de ambiente LGBTI eran clandestinos y regentados por la mafia, pero también conocidos por la policía, que iba a menudo a detener a quienes se encontraban en ellos, con especial dureza hacia las personas negras, latinas y trans.
Llevar dos prendas de ropa “del sexo opuesto”, o haber sido identificado como no heterosexual o transgénero bastaban para un arresto policial, y la persecución era constante. La diferencia aquella noche del 28 de junio de 1969 estribó en que, en palabras del un asistente “Era hora de reclamar algo que siempre se nos había arrebatado”. Y la revuelta estalló.
Las trans se negaron a ser detenidas, el resto negó identificarse, el tumulto creció y obligó a refugiarse a la policía en el bar mientras miles de personas se agolpaban en la puerta levantando barricadas y lanzando objetos contra la policía. La revuelta fue duramente reprimida y duró varios días en las calles del Greenwich Village y un año después esas personas LGBTI salieron a la calle orgullosas de lo que habían hecho. Orgullosas de lo que eran.
Ese fue el antes y el después, de un movimiento por los derechos LGBTI que ya existía antes, pero que no sólo aumentó su eco, su extensión a otras zonas y el número de activistas, sino que también transformó radicalmente la audacia de sus planteamientos al calor de una aguda lucha de clases, juvenil, racial y de liberación femenina desde finales de los años 60 en todo el mundo.
No bastaba la discreción y la petición de reformas de los anteriores movimientos “homófilos”, causada por un entorno de total ilegalidad y represión. Era necesario enfrentar esa situación en las calles y atacando, tanto a las leyes y fuerzas de represión del estado y sus instituciones que oprimen al colectivo LGBTI, como al corazón de la bestia: el viejo heteropatriarcado en alianza con el sistema capitalista.
Estos planteamientos comenzaron a multiplicarse por países como Estados Unidos, Argentina, Gran Bretaña, Francia, Alemania o el Estado Español durante los años 70 de la mano de una nueva forma de organización para combatir: los FLH, Frente de Liberación Homosexual.
Estas combativas organizaciones son en buena parte, descendientes del “espíritu del Stonewall” y eclosionan como una de las alas más revolucionarias de los movimientos de liberación sexual, desde una óptica de alianza con el movimiento obrero y con los movimientos antirracistas, antiimperialistas y de emancipación de la mujer, peleando así por los derechos de las personas LGBT con un discurso que ataca también a la sociedad capitalista como culpable de esas diversas opresiones.
Esta acción, de orientación anticapitalista se ejercerá, sin embargo, a espaldas de la enrome mayoría de una izquierda tradicional anclada en la LGBTIfobia con la que intentar la que será una tardía colaboración, pero también, de la que “se divorciarían” numerosos sectores en algunos planteamientos.
Ah, pero ahora ya hay derechos...
Los años 80, los del retroceso de la lucha social en el auge del neoliberalismo, supondrán una serie de obstáculos al combate por liberación sexual a nivel internacional que llevarán a la puesta a la defensiva de algunas posturas dentro del movimiento, agudizadas por la estigmatización y los estragos causados por el SIDA, asociado al colectivo desde entonces.
Esta batería de ataques llevó a buena parte del movimiento a una realidad de resistencia y conservadurismo, pasando de predominar una línea de pelea por la transformación de toda la sociedad a la pelea por la creación de espacios reales e institucionales contra la discriminación, aumentando la confinación de las personas LGBTI a sus propios “guetos” .
Frente a esta deriva adquiere fuerza desde los años 90 alternativas, como la teoría Queer, que se presenta como una respuesta a la reproducción del heterosexismo en estas formas de vida y reivindicación política, planteando la performatividad del género como estrategia individual para liberar cuerpos y espacios planteada desde este contexto de retroceso .
Sin embargo en los 90 se extenderá como una ola predominante la configuración del conocido como “capitalismo rosa”, la mercantilización de la construcción de identidades LGBTI como una oportunidad de venta ligada a la institucionalización de las luchas y al giro de buena parte de este movimiento hacia un nicho de mercado, especialmente dirigido hacia hombres, occidentales, blancos, cisgénero y de clase media-alta.
Aunque en todo este camino, de la mano de la protesta, se han alcanzado conquistas y derechos a modo del matrimonio entre personas del mismo sexo, despatologización de la homosexualidad (no aún de la transexualidad) y la despenalización de la homosexualidad en cada vez más países, la realidad es que la perspectiva de crear negocios gay-friendly o conquistar puestos de poder en los gobiernos no alcanza a la mayoría precaria de personas LGBTI.
A modo de ilustración nos sirve este baile de cifras: las empresas que patrocinan el “MADO” (Orgullo de Madrid) esperan 3,5 millones de participantes y unos ingresos de 200 millones de euros”, tal como anuncian en su página web. Las cifras que no aparecen son los 50 muertos y 53 heridos del atentado LGBTIfóbico de Orlando con los que la burguesía estadounidense instigará la islamofobia para hacer ignorar su LGBTIfobia que nos mata.
Nos mata al igual que hace en 9 países donde las personas LGBTI son condenadas a muerte, 75 en los que son encarceladas por el hecho de serlo, en la esperanza de vida de 35 años para las personas trans, en los miles de delitos de odio, en los elevadísimos índices de suicidio, en la discriminación laboral, escolar o sanitaria.
Estas son las cifras de este sistema que no puede pintarse de rosa sin dejar de mostrar su cara más oscura. No podemos conformarnos con su tolerancia mientras dure nuestro silencio y nuestra invisibilidad, con la asimilación a una sociedad que nos oprime.
No queremos Monumentos Nacionales. Queremos el espíritu del Stonewall para volver a combatir en las calles a la doble cadena del capital y el patriarcado, durante siglos en criminal alianza. Podemos celebrar que dejamos que nos aplaste la rueda, o hacer que descarrile.

Jorge Remacha
Nació en Zaragoza en 1996. Historiador y docente de Educación Secundaria. Milita en la Corriente Revolucionaria de Trabajadores y Trabajadoras (CRT) del Estado Español.