En esta nota queremos hacer un repaso de las condiciones históricas y políticas que han llevado a la prevalencia del género distópico sobre su hermana, la Utopía y qué reflejó exactamente este giro de las circunstancias. También trataremos de dar unas pinceladas sobre el escenario actual, sobre si existe un contexto político favorable a un resurgimiento de los productos utopistas y qué reflejaría su vuelta en escena.
En los últimos años diversas producciones audiovisuales surcoreanas como Parásitos (2019) o El Juego del Calamar (2021) parecen haber monopolizado temporalmente el debate en redes sociales debido a su mensaje crítico con el sistema. Esto ha llevado a diferentes lecturas en la que dichas obras son analizadas a conveniencia de las distintas posturas políticas que tratan de rascar un análisis de la situación actual a través de lo expresado en estas obras.
Encontramos, por tanto, diferentes lecturas de dicha crítica, como la socialdemócrata de Pablo Iglesias , por ejemplo, que aprovechaba el éxito del Juego del Calamar para reivindicar su aceptación del Derecho burgués como límite a cualquier lucha social, y con un mensaje comunitario, incluso de reivindicación del derecho a la huelga totalmente incoherente con la postura de su partido que reprimió a los obreros en Cádiz. Incluso si uno busca, encontrará a influencers de la derecha tratando de dar la vuelta al mensaje de estos productos, para reivindicar una supuesta alabanza a las virtudes del capitalismo. Lo cual nos revela que son obras cuya crítica puede ser fácilmente reabsorbida por el sistema si se dan las circunstancias.
La heterogeneidad de opiniones respecto a este tipo de obras no tiene nada de contradictorio con el género que precisamente busca avivar el debate y hacer que el lector se replantee en qué tipo de sociedad vive y qué futuro puede asomar por el horizonte. Una tarea política que en un momento ha tenido cierta relevancia ideológica y cultural, en tanto que refleja un deseo de transformación de la sociedad. Lo que podríamos preguntarnos en todo caso es por qué hemos crecido con multitud de obras distópicas que disfrutar y, sin embargo, uno no recuerda un producto literario o audiovisual de corte utópico debatido en el mainstream.
En esta nota queremos hacer un repaso de las condiciones históricas y políticas que han llevado a la prevalencia del género distópico sobre su hermana, la Utopía y qué reflejó exactamente este giro de las circunstancias. También trataremos de dar unas pinceladas sobre el escenario actual, sobre si existe un contexto político favorable a un resurgimiento de los productos utopistas y qué reflejaría su vuelta en escena. No obstante, comencemos por señalar qué es la distopía y porqué ha sido tan importante durante el inicio y auge del proyecto neoliberal.
¿Qué es la distopía?
Se trata de una de las dos ramas del llamado utopismo, que consiste como explica Lyman Tower Sargent, investigador experto en la materia, en los sueños colectivos: aquellos sueños y pesadillas que tienen que ver con la forma en que los grupos de personas organizan sus vidas y que suelen enmarcarse en una visión radicalmente diferente de la sociedad en la que el soñador vive. Por tanto, es la expresión del deseo de los individuos de que sus condiciones mejoren y que eso no va a suceder porque sí, sino que debe plantearse un plan para lograrlo, es necesario la acción humana.
Desde esta definición es fácil ver que las obras utópicas son un producto de este tipo de pensamientos. Lo que entendemos por utopía en castellano (Tower diferencia en inglés) sería para el autor: una sociedad no-existente descrita de forma detallada y situada en tiempo y espacio, que el autor pretende que el lector identifique como mejor que la sociedad contemporánea. El ejemplo clásico es Utopía de Tomás Moro, que inicia el género literario en sí en Occidente.
Por otro lado, Tower describe la distopía de forma muy similar a la utopía: una sociedad no-existente descrita de forma detallada y situada en tiempo y espacio, que el autor pretende que el lector identifique como peor que la sociedad contemporánea. Insiste en que si bien, la utopía es una crítica social al régimen existente mostrando que es posible uno mejor, la distopía es la crítica al hecho de que puede haber uno peor debido a problemas sociales ya presentes en la sociedad contemporánea. Pero en ambos casos está el deseo de transformar el régimen actual, ya sea por la esperanza de vivir y luchar por un mundo mejor, o porque de no hacerlo nuestro mundo acabará siendo muchísimo más horrible. El factor diferencial es si el autor considera que el cambio debe impulsarse por la esperanza o el miedo como impulsor de la acción política.
Otros definen la distopía como obras donde se presenta al lector un mundo alternativo terrible donde un problema o una forma social alternativa pero que potencialmente estaba presente en la sociedad del lector se ha desarrollado hasta conformar un régimen terrible. Se introduce al lector en ella a través de las vivencias de un protagonista que sufre la opresión y tiene como objetivo dar una advertencia al lector. Los clásicos como 1984 de Orwell o un Mundo Feliz de Huxley comprenden de forma sencilla esta definición, que se conoce como distopía clásica. Se podría añadir además que el concepto de utopía o distopía es relativo, los textos utópicos más antiguos hoy no presentan una sociedad mejor que la nuestra, probablemente nos generarían rechazo de tratarse de una propuesta política contemporánea. Por otro lado, existen distopías de derechas, en las que incluso a veces (solo en algunas) se admite que el socialismo llevaría a una sociedad más próspera y productiva, en la que la igualdad de género y la libertad sexual sería plena pero donde el rechazo a la familia, la religión y la inexistencia del trabajo asalariado aparecen como causas de infelicidad general en la población.
Como explican Raffaela Baccolini y Tom Moylan en sus investigaciones, el utopismo cambia con las transformaciones que sufre la sociedad. Las primeras obras utópicas, que se inician como decíamos antes con el texto de Tomás Moro, se situaban en un lugar ficticio pero que se presentaba como verosímil (una isla o continente que podía o no existir, era la época de la exploración y colonización en Europa). Reflejaban según estos dos autores, el advenimiento de un nuevo modo de producción (paso del feudalismo al capitalismo) y expresaban dicha transformación a través de marcos culturales en un primer momento. Permitieron la construcción de toda una serie de mitos que alimentaban ideológicamente el proceso de colonización y expansión de las relaciones capitalistas por todo el mundo. También alimentaron los procesos ideológicos que unían la crítica de la vieja sociedad con la necesidad de la acción política consciente para transformarla, ligándose por tanto a cada proceso revolucionario de la Historia.
¿Por qué se produce el cambio hacia el modelo actual? Desde el siglo XIX rara vez las obras utópicas (y distópicas) se centran en un lugar ficticio para desplegar su crítica social al régimen existente. Más bien exponen en un futuro más lejano o menos lo que pretenden explicar. Este cambio de escenario guarda relación para Baccolini y Moylan con el simple hecho de que el capitalismo en el momento en que se convierte en un fenómeno mundial llega a lo que en aquella época se consideraba todo el planeta, elimina la posibilidad de la utopía clásica. No queda a donde huir, porque el capitalismo ha llegado a todos lados. Por lo que todo modelo alternativo debe explicarse en un futuro donde el proceso revolucionario o contrarrevolucionario ya se ha dado y se ha constituido la nueva sociedad.
¿Vivimos en una época distópica?
Siguiendo los análisis de Fredric Jameson sobre la Postmodernidad, sería más correcto afirmar que vivimos una época antiutópica.
Conectando con el viejo discurso contrarrevolucionario que ya lanzaba Edmund Burke en los tiempos de la Revolución Francesa, desde hace décadas el discurso que proviene del mainstream nos marca la imposibilidad de la transformación de nuestras sociedades. O al menos, intenta convencernos de que pensar en ello es un acto criminal, aborrecible y peligroso. Todo ello desde la acusación de que cualquier proyecto emancipatorio lleva de forma automática a los horrores del totalitarismo, en una referencia clara al estalinismo. De esta forma, las clases dominantes aprovechan la degeneración que supuso la burocracia soviética y su ideología para desprestigiar el comunismo y embarrar su legado, coartando cualquier forma de expresión, aunque sea en el plano cultural, que abogue por la necesaria transformación del modo de producción actual, es decir, que plantee la abolición del capitalismo.
Para Jameson, este clima de criminalización de la Utopía ha permitido la recuperación de infinidad de discursos reaccionarios que aprovechan la derrota subjetiva del movimiento obrero para ganar terreno en el campo político. Consiguen así presentar las ideas socialistas como un proyecto antiguo y fracasado, que es mejor dejar enterrado en el siglo XX. Este terreno fértil que produjo el rol contrarrevolucionario del estalinismo a lo largo del sigo pasado, es el que permite hoy en día, la extensión en influencia de nuevos discursos de la derecha que ya repasamos en otra nota y que tratan de vender a la juventud que lo radical es ser un facha y reaccionario. Con un discurso plagado de teorías de la conspiración, misogonia, homofobia y clasismo, la alt right estaría campando a sus anchas en esta época antiutópica, como un discurso revanchista siguiendo el análisis de Jameson, que viene a cobrarse el miedo que durante décadas sufrió la burguesía ante el peligro revolucionario.
Esta tesis ha sido la predominante durante varias décadas como una reacción política al éxito del neoliberalismo y el declive del Estado del Bienestar, momento histórico donde distintos investigadores como los citados Baccolini y Moylan ponen el inicio del auge de la distopía y la desaparición de las utopías. La verdad en cambio suele ser más compleja, ya que si bien es indudable el auge del género distópico en las últimas décadas como señala el investigador Francisco Martorell la realidad es que esta inversión de fuerzas entre utopía y distopía viene de antes, él la coloca antes de la Segunda Guerra Mundial.
Para Martorell la diferencia cualitativa entre el antes y el después del neoliberalismo deviene en que, tras la caída del muro de Berlín, desaparece cualquier proyecto alternativo al capitalismo y se desarrolla un periodo donde las distopías no tienen la contracara del utopismo. Lo cual tiene efectos interesantes según el autor, al vivir durante décadas en una sociedad del miedo y sin proyectos utópicos, las obras de la distopía terminan reforzando al sistema a pesar de su crítica. Esto se daría porque al no proponer ningún tipo de proyecto global alternativo, sino tan solo una crítica parcial al existente, terminan alimentado lo que denomina “activismo reactivo”, lo que podríamos llamar espontaneísmo político. Un tipo de actividad política que es estratégicamente nula y que impide la constitución de fuerzas capaces de derribar el sistema capitalista. Nula porque no tiene un proyecto político detrás que impulse las acciones realizadas, sino que es una respuesta concreta a un problema coyuntural y que puede responder a un momento de injusticia pero que se agota y no trasciende más allá. Los efectos de la acción quedan limitados por una incomprensión o un rechazo a un análisis más estructural de la raíz del problema y a una necesidad de una respuesta global. Esto conlleva a que quienes lo ejercen no son capaces de articular un movimiento suficientemente fuerte como para confrontar el origen de la injusticia y puede agotar las fuerzas de dicho movimiento, como ocurre muchas veces con los movimientos sociales.
Siguiendo el análisis del autor se concibe que es una situación indefinida en el tiempo hasta que la humanidad se extinga en una crisis ecosocial o sea capaz de constituir una fuerza revolucionaria que supere al capitalismo. Aunque esta premisa en sí no es novedosa, ya que Mark Fisher planteó una tesis similar en Realismo Capitalista donde también criticaba el espontaneísmo y hablaba de reconstituir el obrero colectivo, si innova en un último aspecto: Martorell sí habla de que se puede y se deben hacer obras utópicas en este momento. Por tanto, rompe con uno de los clichés que se daban en este tipo de análisis, que se encontraban anquilosados en la crisis del Estado del Bienestar, como un trauma que el reformismo es incapaz política y estratégicamente de superar, porque hacerlo implicaría abandonar el malmenorismo y asumir que el sistema no es reformable.
Recuperar las perspectivas utópicas
Las circunstancias actuales distan de ser las que marcaban los análisis de una sociedad anclada en el miedo e incapaz de oponer cualquier crítica al proyecto neoliberal. Desde antes de la pandemia, ya vimos el surgimiento de nuevas revueltas como las de la juventud en Chile o la de los chalecos amarillos en Francia que, si bien no levantaban proyectos revolucionarios, si planteaban la necesidad abierta de la revuelta para transformar los regímenes actuales.
Como explicaban los compañeros de Révolution Permanente en su análisis de las movilizaciones en Francia desde finales de 2018, se ha producido un cambio en la subjetividad política en sectores de la clase obrera. A través de la tesis de la “chaleco-amallirización” de las protestas, con movimientos de protesta que entienden la necesidad del control del espacio público y de la confrontación con la policía como forma de lograr las reivindicaciones políticas. Recuperando las barricadas y descartando la vieja y comprobada estrategia de concertación social de las burocracias sindicales, esta nueva generación obrera surgida de la lucha de clases en Francia demostraba que es posible y deseable soñar con un mundo nuevo y mejor.
Si bien, es cierto que las obras utópicas aún no se han convertido en el producto estrella en Netflix, es de justicia señalar que las condiciones históricas que en el pasado han permitido el surgimiento de estos textos están volviendo a la escena. Quizás no vivimos aún un momento donde existan dos claros proyectos contrapuestos como se daba a inicios del siglo pasado, pero es indudable que vivimos en la crisis del existente y en los inicios de una nueva época de revueltas y revoluciones para construir la alternativa.
Quedamos por tanto a la espera de ver qué tipo de nuevos mundos somos capaces de imaginar y con que potencial somos capaces de hacerlo con la tecnología actual. El mundo virtual del videojuego que ya ha sido protagonista de importantes protestas políticas como las de Hong Kong y que nos da herramientas impensables hace unos años para constituir nuevas realidades podría ser un punto de inicio de estas nuevas reflexiones. Si han podido serlo y lo han sido de importantes obras distópicas con grandes éxitos de mercado y de crítica ¿por qué no cabría imaginar ese mundo futuro probablemente material para una distopía de derechas desde nuestras pantallas?
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