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Red Internacional
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RELATO. El Ruso (recuerdos para un inmigrante de “allá”)

Un largo viaje desde la guerra y el silencio. El trabajo como esencia y existencia. Los años y el corazón. El Ruso, uno entre millones, como parte de la Historia.

Sábado 24 de febrero de 2018

Siempre me llamaron la atención los dedos de los pies del Ruso. Raros, formados con una extrañeza singular, unos largos y otros cortos. Gordos y flacos al mismo tiempo. Tal era el desconcierto que generaban que pensaba sus nudillos como picos de montaña.

Siempre lo dijo: los zapatos chicos que tanto le hacían doler fueron los culpables. Claro, no había plata para cambiar el calzado a pesar de que el Ruso creciera y mucho. Fueron largos años de zapatos ceñidos.

Parido en Polonia, o en Rusia, o en alguno de los países de “alla”. En aquel tiempo (como en todos los tiempos) los autoproclamados dueños del mundo seguían con el reparto de las tierras de los pobres: hoy eres de aquí, mañana de allá.

Nacido en tiempos de guerra, odio y hambre; lo que quedaba de su familia era borrado de la simple existencia.

El Ruso transitó esos años en silencio. Hubo también silencio en sus padres, seres sufrientes pero luchadores, con los aviones y las bombas repiqueteando en sus memorias, noche tras noche. Así, el silencio se hizo coraza en él. Sus hijos intentaron respetarlo. Sus nietos no, por suerte.

Hasta los cinco años estuvo sin su padre, quien retornó de la lucha partisana. Mientras escapaban buscando el sol, nació una hermana suya en tierras austríacas.

El Ruso mantiene algún recuerdo de algún campo de refugiados en Austria, donde la comida y el abrigo no eran moneda corriente (con los años sus hijos lograron comprender cómo de una manzana pueden comer más de cinco personas, y más de una porción).

Y vendría el largo viaje en barco. ¿Hacia la libertad? Quizás. Una travesía desde el infierno a la vida, o a la indispensable posibilidad de respirar. Aunque por unos días la cárcel fuera su casa, llegaron a la tierra prometida. La tierra prometida de tantos más.

Un nuevo idioma, extraños paisajes y encontrarse con los que anclaron antes transformó su cotidianeidad en un sinfín de destellos que moldearon su ser.

Crecer con remembranzas que iban escondiéndose fue un emprendimiento arduo. El baúl de los recuerdos aumentaba su caudal, junto con las cartas de la tía, que pudo escapar también hacia otros lares.

Idish, italiano y un poco de castellano, lenguas confluyentes en las tantas veredas de tantos lugares. Varenikes, pastas y mates. Los libros escolares con las estampas de Evita y Perón. Las clases de religión, en cuyas horas el Ruso y otros más circulaban en el patio de la escuela primaria en calidad de “distintos”. Pero sólo ahí notaban la diferencia; el barrio Siderca y la calle French los supo abrazar y hermanar en una nueva colectividad.

Y así creció el Ruso, entre gajes adolescentes, bailes y movimientos juveniles judíos.

El trabajo se transformó en esencia y existencia para su vida. Una herencia asumida. Así lo mamó de su padre y su tío, los cuenteniks (cuentapropistas) del pueblo. Bicicleta todo el día, por todas las calles. A sol y a sombra. Acompañando a su padre que, siendo analfabeto, inventó un sistema de puntitos en una libretita y así nunca dejó de saber quién le debía y quién había pagado sus deudas.

La tenacidad para lograr que nunca falte el pan en la mesa se complementó siempre con la hosquedad de sentimientos hacia los suyos. Es que pudo adaptarse a medias: su otra mitad quedó en su tierra.

En aquellos tiempos, como en estos, la amplia mayoría de los mortales ha invertido sus brazos, su cuerpo y su cerebro para ampliar la ganancia de unos pocos. Y aunque el Ruso se haya negado siempre a reconocerlo, él es parte de esa amplia mayoría de aquí y de allá. Sin nunca ocupar grandes puestos en la escala empresarial, puso al servicio de grandes y pequeñas corporaciones sus brazos, su cuerpo y su cerebro.

Kilómetros del país conocieron su obsesión por la tarea, su responsabilidad y su voluntad de aportar al “bien común”. Kilómetros que dieron tantas amistades como padecimientos por la lejanía familiar.

Ya en tiempos del retiro laboral reglamentariamente establecido, el Ruso siguió a toda marcha, aunque su cuerpo haya comenzado a sentir el peso de la vida vivida. Pero no aflojó. Continuó trabajando. Por un lado porque su jubilación no cubre la subsistencia de estas épocas de ajuste. Pero también siguió por el pensarse y sentirse dentro del mundo de la utilidad y no ser arrojado a la ciénaga del descarte.

Alguna vez Simone de Beauvoir dijo sabiamente que “la economía está basada en el lucro, a él está subordinada prácticamente toda la civilización; sólo interesa el material humano en la medida en que rinde. Después se lo desecha”. Así es nomás.

Al Ruso lo hicieron prescindible y descartable. Y su corazón lloró, triste y en silencio, recordando cómo su mamele lo curaba cuando el dolor lo sucumbía. Luego de unos días de internación, obra social y detalles coronarios, su corazón mejoró. Pero su tristeza parece haber quedado intacta.

¿Cuántos descartados, cuántos rotos, cuántos desplazados más por un sistema vampiresco que aspira sangre y alma, sin aparentes preocupaciones y sin descanso?

Sin descanso. Así seguirá siendo la pelea de los millones de las manos sufridas, los pies ajados y cerebros enojados, hasta tomar el cielo por asalto. Por todos. Por el Ruso y por tantos otros padres y madres.