A inicios de la década de 1980 la irrupción del VIH/sida generó miedos, discriminación y estigmatización hacia personas y colectivos afectados, que fueron considerados de manera arbitraria como “grupos de riesgo”.
Desde el principio, el sida se asoció al sexo “desviado” y al uso de drogas por vía intravenosa, adoptando una doble metáfora: como “invasión” del cuerpo, igual que el cáncer, y como “contaminación” a través de fluidos corporales, del mismo modo que la sífilis. Sin embargo, su metáfora fundamental ha sido la de “plaga”, como castigo a las personas con comportamientos “impuros”. Se señaló a las personas con sida como una amenaza, hasta el punto de ser estigmatizadas y alejadas de toda participación social, que produjo una división entre los “desviados” y la “población general”.
En este contexto, se generó una fuerte tensión con las administraciones responsables de detener el sida, provocando las protestas de los afectados, sobre todo en las comunidades gay de New York y San Francisco, que visibilizaron el problema mediante campañas, artículos críticos y manifestaciones. La idea de que las experiencias de las propias personas con VIH deberían ser parte fundamental de la respuesta al sida fue expresada públicamente por primera vez en 1983 en la declaración de principios de Denver, en la que se reivindicaba la experiencia de la comunidad frente a la mera imposición de las decisiones de “expertos”, y sentó las bases del movimiento ciudadano en defensa de los derechos y el empoderamiento de las personas con VIH. A pesar del tiempo transcurrido, en el que tanto la epidemia como la respuesta científica a la misma han evolucionado en gran medida, los principios allí declarados siguen resultando hoy en día tan relevantes y contundentes como lo eran entonces, y siguen inspirando a todos aquellos que siguen haciendo del activismo una forma de defender esta causa.
Entre los colectivos, el más visible y contestatario fue Act Up, acrónimo de “Aids Coallition to Unleash Power” (coalición del sida para desatar el poder), creado en Nueva York en 1987, pero que tuvo una especial relevancia en Francia. En los primeros años, sus objetivos fueron luchar en contra de la estigmatización, defender sus derechos y presionar para que se investigara sobre tratamientos más efectivos, además de informar y hacer consciente a la sociedad de la cantidad de víctimas que estaban produciéndose como resultado de la pandemia, de modo que el sida supuso una encrucijada entre ciencia, política y ciudadanía. Hacia mediados de los años 90 aparecieron las terapias antirretrovirales de gran actividad (TARGA), y el activismo continuó, centrándose en la ampliación del tratamiento y programas preventivos a gran escala, en la lucha contra la estigmatización y en la producción de nuevas formas de evidencia “crítica” para erradicar el VIH/sida.
El documental “Cómo sobrevivir a una plaga” (2012), de David France, relata las acciones de Act up en Estados Unidos para llamar la atención sobre el problema, ya que hay que recordar que cuando se identificó el virus de inmunodeficiencia adquirida, cuando se produjeron los primeros casos, y éstos se empezaron a extender exponencialmente, hubo, por supuesto, mucho miedo, pero también mucha desinformación sobre las formas de contagio, y esto, a su vez, creó estigmas que acrecentaron la homofobia preexistente sobre quienes eran sus portadores, lo cual contribuyó a la dispersión de la enfermedad. Los gobiernos se negaban a reconocer el problema y, por tanto, no destinaban los recursos necesarios para la investigación médica. El Estado tenía y tiene mucha responsabilidad, ya que posee el poder para regular, gestionar y administrar la salud pública, tal y como se ha visto a lo largo del nuevo proceso pandémico del coronavirus. De su dejación o inacción institucional se deriva la muerte masiva de los afectados, y, por tanto, el activismo a favor, tanto de una información veraz, como de una implicación seria de las instituciones públicas, se convierte en una necesidad ética indiscutible. Hoy día ser seropositivo no es una condena de muerte, tal y como lo era en ese momento, pero entonces los infectados con el virus morían al poco tiempo, después de padecer un terrible deterioro físico. Aún así, la dimensión médica, por sí sola, no es suficiente, y ahora que, según las últimas informaciones, 13 de cada 100 personas con VIH en España no saben que lo tienen, se sigue diagnosticando tarde, y apenas se ha avanzado en reducir la discriminación, es preciso, como hace cuarenta años, hacer justicia tanto con las víctimas que la pandemia se ha llevado por delante, devolviéndoles la dignidad que merecen, como con quienes aún luchan por sobrevivir en un entorno hostil, en el que el rechazo y las trabas cotidianas en lo social, laboral, … afectan negativamente a su salud mental.
En estas cuatro décadas transcurridas desde entonces, han aparecido múltiples películas sobre la historia del activismo del VIH/sida, lo que nos indica que, pese a los avances en la biomedicina y en los derechos sociales de las personas afectadas, continúa siendo necesario luchar por su erradicación y sus efectos negativos en la sociedad. No pretendo hacer una revisión de todos los filmes realizados sobre el tema, sino una selección de aquellas en las que se alude particularmente a las movilizaciones y la acción directa de los colectivos que lucharon contra la pandemia y sus consecuencias, y cuyo propósito era describir el activismo como reacción a la crisis sanitaria y social causada por el VIH:
La ya citada “How to survive a plague” (“cómo sobrevivir a una plaga”), de David France, “Larry Kramer: In Love and Anger” (2015), de Jean Carlomusto, y “120 pulsaciones por minuto” (2017), de Robin Campillo, son tres documentos básicos para entender el activismo de Act Up. El documental de David France se centra en su creación y desarrollo en Estados Unidos, en marzo de 1987, alrededor del Greenwich Village de Nueva York, cuando un grupo de manifestantes protestaron contra el ayuntamiento para reivindicar los derechos a la salud ante la pasividad gubernamental contra el VIH. Mientras en Europa se habían iniciado varios ensayos clínicos con fármacos, en EEUU apenas se estaba investigando, y los hospitales recibían incentivos para no diagnosticar el VIH/sida y así evitar la atención y el tratamiento. En el documental se plasma cómo muchos políticos, altos cargos de la iglesia y profesionales de la salud mantuvieron una actitud moralizadora hacia los afectados. En este contexto, los activistas de Act Up y su escisión Treatment Activist Group (TAG), fundada en 1991 por Mark Harrington y Spencer Cox, se diseminaron rápidamente por el país y diversas capitales del mundo para luchar contra gobiernos, la FDA (Food and Drug Administration), industrias farmacéuticas, convenciones de expertos y la iglesia. En la película participan activistas como Larry Kramer, Gregg Bordowitz y Ann Northrop, Spencer Cox, así como familiares, profesionales e investigadores que apoyaron al colectivo. Por el contrario, también se recogen grabaciones de sus principales detractores: el senador Jesse Helms, los presidentes Ronald Reagan y George Bush, el alcalde de Nueva York Ed Koch, el cardenal O´Connor y los responsables de sanidad Susan Ellenberg y Anthony Fauci, entre otros.
“Larry Kramer: In Love and Anger” (2015), narra la vida de este escritor y activista norteamericano que fundó la organización en 1987. Unos años antes ya había formado el colectivo de apoyo Gay Men’s Health Crisis (GMHC), del que sería expulsado por su radicalización contra el gobierno y las instituciones sanitarias, tras lo cual escribió su autobiográfica “The Normal Heart”, llevada al cine en 2014. A lo largo de “In Love and Anger” se narra el auge y caída de Act Up, que mengua con la introducción de las terapias antirretrovirales a mediados de los años 90, aunque Kramer y otros activistas continuaron luchando por los derechos del colectivo LGTBI y con VIH. En el documental aparecen miembros de GMHC y Act Up junto con entrevistas a Kramer grabadas para la ocasión, así como el alcalde de Nueva York Ed Koch, el presidente Ronald Reagan y el director del New York Times, Abe Roshental, considerados por Kramer los máximos responsables de la expansión del VIH. Una figura clave del documento es Anthony Fauci, responsable del Instituto Nacional de Salud de los EEUU, con el que Kramer tuvo varios encuentros acalorados. Con el tiempo Fauci llegó a reconocer que gracias a Act Up se reescribieron las normas de la autorización de los tratamientos del sida y a situar a Kramer como eje en la historia de esta epidemia: «existen dos períodos, el anterior y el posterior a Larry Kramer». La cinta se cierra con la boda Kramer, meses después de que se aprobara la ley de matrimonio gay en 2013, durante un ingreso por complicaciones de un trasplante de hígado. Tras el alta, escribió American People (2015), libro que narra la historia de personas LGTBIQ en los EEUU. El director Jean Carlomusto ha tejido en esta película un rico tapiz de sus numerosas apariciones en los medios y filmaciones amateur, atrayendo a los espectadores a una experiencia inmediata de la batalla en primera línea contra el Sida, y formando un retrato vibrante de esta figura tan controvertida.
Por su parte, “120 pulsaciones por minuto”, inspirada en la experiencia vital de su director, Robin Campillo, militante de Act Up, recrea las acciones de la organización en Francia para presionar al entonces gobierno de François Miterrand a fin de que atendiera el problema y creara políticas públicas para proteger a los enfermos. En la película podemos ver a sus miembros llevando a cabo acciones que llamaran la atención de la opinión pública, documentándolas en imágenes que después distribuían a la prensa, como irrumpir en los laboratorios farmacéuticos, llevando consigo bolsitas de sangre artificial que lanzaban contra las paredes, lo que recuerda actos similares, realizados en Madrid por la Radical Gai, como la concentración frente al Ministerio de Sanidad de 1994, en la que, con el lema “el ministerio de sanidad tiene las manos manchadas de sangre”, los participantes imprimieron las huellas de sus manos con pintura roja a lo largo del suelo de su fachada. O bien se presentaban en escuelas, irrumpiendo en las aulas y hablando con los alumnos sobre las formas de contagio y protección, para que nadie asumiera que estaba a salvo.
El término Act Up es un acrónimo, pero también el reflejo de una forma de actuar, de rebeldía y rabia pública. Reflejar cinematográficamente el recuento de lo que se hizo en esos años de desinformación y silencio, tiene un valor histórico y social innegable, pero no sería suficiente únicamente este relato para que una película como esta ganara el Premio del Jurado del Festival de Cannes. Lo que hace que trascienda el mero documento de los hechos es la mirada de su director, la forma en que Robin Campillo trabajó el material, haciendo sentir a los espectadores miembros de la organización. Nos hace vivir la experiencia desde dentro ya en sus primeras secuencias, que ocurren durante una junta interna de los miembros. El filme no diferencia lo personal y lo público o lo político. No es sólo una película donde se narre la lucha de unos activistas defendiendo una causa. Habla de personas que estaban muriendo, que estaban luchando por sobrevivir, y, es este sentido de urgencia el que se comunica en cada una de las escenas.
Ya pudimos comprobar la habilidad de Robin Campillo como guionista en “La clase” (2008), de Laurent Cantet, donde nos hablaba de un profesor de lengua en una escuela de suburbio con alumnos de diversos orígenes culturales, en cuyas clases se llevaban a cabo discusiones muy acaloradas. Aquí se ve claramente cómo es capaz de llevar la realidad a la ficción, y hacerla sentir como realidad. Sin improvisar escena alguna, su buen trabajo en el guion nos hace creer que todo lo que sucede es perfectamente verosímil, al igual que en “120 pulsaciones por minuto”, donde, al tiempo que narra la tragedia, el silencio y la desinformación de ese momento, muestra cómo los miembros de la organización viven sus vidas con plena convicción, con plena libertad, y con diversión, aunque esas vidas fueran cortas. Una manera de hacernos entrar en esta dimensión es contando la relación íntima entre dos de ellos, uno seropositivo, que ya comienza a notar síntomas de la enfermedad, y otro, recién llegado, que no está infectado, pero que tiene afinidad con la causa que defiende Act Up. Y es en esta forma de narrar la relación, llevándola hasta sus últimas consecuencias, con un giro trágico, donde el director juega su carta más poderosa en este film, porque se niega a ceder al chantaje sentimental, y no introduce más dramatismo o tragedia en escenas que realmente lo son por sí mismas.
Durante la conferencia de prensa en la que presentó esta película en Cannes, Campillo dijo que a él le había tocado vestir a un novio suyo que murió de sida para su funeral. Es decir, él vivió en carne propia pérdidas devastadoras, y, sin embargo, las escenas de la película que hacen eco de experiencias como ésta son tremendamente sobrias y contenidas, y, en la misma medida, conmovedoras y poderosas. Tampoco sería necesario vivir algo como esto para recrearlo, pero existe una obligación de establecer un vínculo emocional honesto con el tema, y esto es precisamente lo que hace Robin Campillo en la película.
Larry Kramer fue el guionista de la adaptación de su propia novela “The Normal Heart” (2014), basada en su propia vida y donde cuenta cómo la sociedad norteamericana fue asimilando la expansión de la pandemia, en la época de mayor virulencia del sida, cuando se ignoraba casi todo sobre una enfermedad calificada como “el cáncer gay”. El director Ryan Murphy ambienta la película en el Nueva York de 1981, narrando la historia de Ned Weeks, un acreditado periodista gay, que, tras regresar de Fire Island, lee un artículo sobre 41 casos de un raro cáncer relacionado con homosexuales y que desarrolla el sarcoma de Kaposi. Esto lleva a Ned a visitar a su amiga Emma Brookner, doctora afectada de poliomielitis y experta en enfermedades raras. Dada la gravedad del mal llamado «cáncer gay», Emma propone a Ned que le ayude a concienciar a la comunidad gay para poner medios contra su propagación. Ned junto a sus amigos Bruce y Mickey, entre otros, forman el colectivo de apoyo GMHC. Mientras, Ned recurre a su hermano abogado Ben para que le asesore y le apoye en la financiación de GMHC, generándose tensiones entre ambos dada la falta de comprensión del abogado en entender la sexualidad de su hermano. Paralelamente, Ned busca el apoyo mediático con el periodista del New York Times, Félix Turner, con el que emprenderá una relación amorosa y que más tarde será diagnosticado con VIH.
En la película se visibilizan las fuertes tensiones entre el gobierno y los afectados, que conllevaron la ruptura en la convivencia y la estigmatización de las personas con VIH. Dada esta situación, la doctora Brookner se muestra más combativa hacia los directivos del hospital y los representantes farmacéuticos, creando un fuerte vínculo con los activistas. A su vez, en el seno del GMHC se producen discrepancias en las formas de liderazgo y negociación con las instituciones gubernamentales: Bruce toma un tono más comedido y equilibrado y Ned se muestra más radical y combativo, siendo éste expulsado de GMHC. Mientras, Félix empeora y visita a Ben para hacer su testamento y conseguir la reconciliación con su hermano Ned. Finalmente, Félix muere y Ned se lamenta de no haber luchado suficientemente.
Al comparar las formas de abordar la lucha por la conciencia social sobre los efectos de la pandemia y el contexto hostil en el que se desarrollaba tanto en el cine americano como en el europeo, comprobamos diferentes líneas de desarrollo argumental que tienen que ver con las exigencias comerciales de ambos espacios socio-económicos de distribución: mientras “Normal Heart” centra su atención en la acción de personajes concretos, dando más importancia a las dinámicas de tensión relacionadas con sus reacciones y conflictos; “120 pulsaciones por minuto” es más “coral”, es decir, sumerge al espectador en un entorno amplio de situaciones y personajes que ceden su protagonismo al objetivo, más importante, de capturar emociones y reflexionar sobre el dilema ético de unas reivindicaciones marcadas por la lucha por sobrevivir y combatir un sistema discriminatorio que les culpabiliza.
Otro film destacable es “Dallas Buyers Club” (2013), de Jean-Marc Vallée, basado en la vida real de Ron Woodroof, un cowboy de rodeo, drogadicto y mujeriego, al que en 1986 le diagnosticaron sida y le pronosticaron un mes de vida. Empezó entonces a tomar AZT, el único medicamento disponible en aquella época, y, tras pasar una grave crisis depresiva, después de ser excluido de un ensayo clínico en el hospital de Dallas y agotar sus escasos recursos económicos, comenzó a buscar desesperadamente información sobre terapias y medicamentos alternativos no aprobados por la FDA (Food and Drug Administration), que encontró a través de un médico mexicano (la dideoxicitina), exportándolos clandestinamente a Estados Unidos. De este modo fundó el Club de Compradores de Dallas, para administrarlos a los afectados. Como hemos dicho antes sobre las características del cine americano, la acción de la película se centra en su protagonista y su lucha contra las autoridades sanitarias estadounidenses por continuar proporcionando medicación a los socios del Club. Aunque finalmente pierde el juicio que se establece contra él, la FDA fue amonestada, y Woodroof pudo seguir utilizando su propia medicación de forma personal hasta su muerte en 1992. La importancia de esta obra radica, en primer lugar, en que es uno de los escasos ejemplos donde se muestra el contagio del VIH y el desarrollo de la enfermedad en un heterosexual, y, en segundo lugar, en cómo éste se organiza y lucha por crear una red de apoyo contra la infección, frente al complejo industrial farmacéutico y político-sanitario de la administración norteamericana.
Todas estas películas son auténticos documentos históricos que reflejan la lucha de unos movimientos activistas que, en principio, tenían como objetivo informar y dar asistencia a las personas con VIH, pero, dada la escasa o nula reacción de los gobiernos, se radicalizaron para la acción directa. Funcionaban con un sistema organizativo asambleario para defender los derechos sociales y sanitarios, gravemente afectados tanto por la agresividad de la infección como por la desidia de las instituciones responsables de dar respuestas eficaces. Mediante una participación democrática los integrantes opinaban y votaban para tomar decisiones, siguiendo normas estrictas, como se muestra en “120 pulsaciones por minuto”: respetar el turno de palabra, prohibición de hablar en paralelo dentro y fuera de los auditorios, no fumar por respeto a los enfermos, … Aunque, en ocasiones, tal y como vemos en “Cómo sobrevivir a la plaga” o en “Larry Kramer: In Love and Anger”, se desarrollan discusiones acaloradas con fuertes discrepancias.
Se reclamaba el derecho a la vida y el acceso a tratamientos efectivos, presionando para que se agilizaran los ensayos clínicos y se introdujeran fármacos con precios asequibles. Además, se presionó para que en los hospitales se diera asistencia a personas en estado terminal, ya que procuraban no ingresar a seropositivos o no se les daba una atención adecuada. Incluso, tras morir, eran introducidos en bolsas negras de plástico y desatendidos por los servicios funerarios que se oponían a hacerse cargo de ellos. Al mismo tiempo había que luchar contra la estigmatización y defender las cuestiones legales y sociales de sus parejas. Por ejemplo, ante un contrato de alquiler, si éste estaba a nombre del difunto, su pareja era inmediatamente expulsada al no reconocerse su relación. Muchas de estas causas fueron trabajadas con abogados movilizados desde los grupos activistas. Se puede decir que sus acciones sirvieron, además de concienciar socialmente de la gravedad de la pandemia, para impulsar los derechos de igualdad del colectivo LGTBI frente al silencio de las administraciones responsables, la homofobia institucional y los detractores del sexo seguro. En “Cómo sobrevivir a la plaga” y “Larry Kramer: In Love and Anger” se recogen imágenes del 10 de diciembre de 1989, en la acción de “Stop the church”, en la que los activistas de Act Up ocuparon la catedral de Saint Patrick de Nueva York en protesta por la actitud de la iglesia al culpar a los gays de la pandemia y no abogar por el uso del preservativo. En esta línea, en septiembre de 1991, Act Up colocó un condón gigante en el tejado de la casa del senador Jesse Helms en Arlington, por sus numerosas declaraciones peyorativas contra el colectivo gay. “120 pulsaciones por minuto” muestra igualmente acciones de este tipo, como las imágenes de activistas enviando postales al presidente Miterrand con el nombre de los fallecidos, o paseando pósters con la imagen del difunto activista Jeremy, gritando “de sida morimos, indiferencia oímos” o “Miterrand asesino, dejas sangre en tu camino”.
Tras años de lucha, los activistas consiguieron movilizar al gobierno, al instituto nacional de salud y a la FDA para la aprobación de ensayos clínicos, la experimentación con nuevos fármacos y la introducción de tratamientos efectivos para el sida. Los activistas demostraron ser auténticos expertos para discutir con las farmacéuticas y los profesionales de la salud sobre la agilización de ensayos clínicos con fármacos, sin que fuera necesario comparar sus efectos con un grupo de control con placebos. A su vez, el movimiento consiguió concienciar y auto responsabilizar a los colectivos afectados de este problema de salud pública. En líneas generales, la pertenencia a los grupos activistas significó uno de los momentos más relevantes en la vida de los que participaron más activamente. Pero la victoria tuvo su «cara b». A lo largo de los años más duros, muchos activistas fueron detenidos y el número de muertos por sida no dejó de cesar hasta que no fueron introducidos los TARGA hacia mediados de 1990. Durante la creación de Act Up en 1987, se contabilizaban 24 mil muertos en EEUU, aumentando esta cifra a más 320 mil en diciembre de 1995. Además, la incertidumbre y las ansias de obtener tratamientos generaron un desgaste físico y emocional en los activistas, que continúan padeciendo muchos de los supervivientes en la actualidad. Se consiguieron tratamientos y una mayor esperanza de vida, pero con la introducción de los TARGA, el movimiento se debilitó; en voz de Larry Kramer, «la gente volvió a sus antiguas costumbres, … nos creamos y nos destruimos conjuntamente».
Por último, citaremos otros ejemplos de documentales específicos que se han filmado sobre este tema: Dos películas interesantes son las filmadas por Rosa von Praunheim en 1990, “Silence = Death”, en la que se documentan diversas acciones de artistas en New York, y “Positive”, sobre la respuesta de la comunidad gay en esa ciudad. Otros documentos sobre escenas locales, son “We were here” (2011) de David Weissman y Bill Weber, donde se narra la escena activista de la ciudad de San Francisco durante los años 80; “Small Town Rage: Fighting Back in the Deep South” (2017) de David Hylan y Raydra Hall, sobre la escena local de Act Up en la ciudad de Shreveport en Louisiana, donde los prejuicios contra los afectados y la comunidad gay en general eran particularmente graves; y “United in Anger: A History of Act Up” (2012), producida por Jim Hubbard y Sarah Schulman, cinta independiente sobre la historia de esta organización. A éstas podemos sumar documentales biográficos como “Sex Positive” (2008), de Daryl Wein, sobre la vida de Richard Berkowitz, activista y chapero de Nueva York, que contribuyó a la redacción de una guía de «sexo seguro», sin que nunca se le valorara adecuadamente, o “Vito” (2011), de Jeffrey Schwarz, que narra la vida de Vito Russo, fallecido en 1990, autor de “The Celluloid Closet”, obra que explora el trato negativo de personas LGTBIQ en el cine, y activista de Act Up.
Apenas encontramos documentos que visibilicen suficientemente la comunidad negra, las mujeres, los usuarios de drogas o personas de países no occidentales. Un documental sobre el activismo de los usuarios de drogas es “WAAW / What About & About Who?” (2012) de Tre Borràs, Antoni Llort y Christophe Sion, donde activistas, usuarios de drogas y profesionales de todo el mundo debaten más allá de la prohibición de las drogas con una perspectiva de derechos humanos. Un documental sobre la comunidad negra, es la cinta de “Positively beau tiful” (2013), de Diveena Cooppan, donde se narra la historia de cinco amigos de la provincia de Eastern Cape de Sudáfrica, que forman una red sólida para atender moribundos, vencer el estigma y transmitir los significados de vivir con el VIH a toda la comunidad. Sobre la lucha en los nuevos avances del VIH, como la vacuna o las profilaxis de preexposición o postexposición, es de interés “Presente Imperfecto: la cuenta atrás del fin del SIDA” (2015) de Shane Smith.
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