El movimiento de mujeres ha puesto en cuestión las representaciones deudoras del patriarcado en todos los ámbitos: la vida cotidiana, los medios, la política. En el mundo del arte, el debate incluye la redefinición de los límites entre una crítica que desmonte lo naturalizado y una autocensura que esconda los problemas bajo la alfombra.
Ariane Díaz @arianediaztwt
Sábado 17 de febrero de 2018
El movimiento de mujeres ha puesto en cuestión las representaciones deudoras del patriarcado en todos los ámbitos: la vida cotidiana, los medios, la política. En el mundo del arte, el debate incluye la redefinición de los límites entre una crítica que desmonte lo naturalizado y una autocensura que esconda los problemas bajo la alfombra.
Después de un pedido del público para bajar un cuadro del artista plástico Balthus del Museo Metropolitano de Nueva York por “perturbadora”, nuevas polémicas dan cuenta de cómo las demandas y denuncias del movimiento de mujeres han sido leídas por instituciones artísticas canónicas. La modificación del final de la ópera Carmen en la puesta del Maggio Musicale de Florencia, y la bajada del cuadro “Hylas y las ninfas” de Waterhouse en la Galería de Arte de Manchester, son dos de los ejemplos más recientes. En el primer caso los responsables de la sala argumentaron que la versión alternativa del femicidio de la protagonista a manos de un novio celoso de la versión clásica buscaba generar conciencia sobre el abrumador número de casos reales y bien actuales. En el segundo, la directora del museo declaró que la intención era cuestionar los modelos de belleza impuestos a las mujeres y su representación en ese cuadro en particular como femme fatale, una imagen tan estereotipada como la de mujeres como sujetos pasivos y meramente decorativos.
No debería asombrar a nadie que el debate que hoy recorre distintas culturas y sectores sociales en casi todas las geografías tenga su impacto también en el arte. Los que quisieran preservar este terreno de las “disputas políticas” o los “problemas sociales” amonestando exageraciones, prepotencias o falta de sentido estético de los “sectores sacados” del feminismo, podrían constatar en toda la historia del arte que ello no fue nunca posible.
Si bien asignar al arte la función exclusiva de dar cuenta de sus condiciones sociales sería reduccionista, no es menos cierto que la producción artística y su recepción ha sido siempre, también, un campo de batalla ideológico: se ponen en juego allí representaciones sociales, ya sea para reafirmarlas o negarlas, ya sea de manera consciente, por parte del artista, o no. Las obras intervienen así en los debates de su época y en muchos casos de las futuras, cuando sus elementos se reinterpretan en otro contexto.
Pero por ello mismo, todo cambio de paradigma social implica nuevas preguntas sobre qué podemos leer en las obras y qué deberían hacer con ellas –si es que tienen que hacer algo– las instituciones artísticas cuando definen sus publicaciones, muestras o puestas.
No es nueva la catalogación de las obras de arte en herramientas de “edificación” o “corrupción” social, por ello plausibles de una regulación institucional. En algunos casos históricos, los juicios podían incluso permitirse elaboradas disquisiciones estilísticas, como demuestran las actas del juicio a Flaubert de 1857 por ofender, con su Madame Bovary, “a la moral pública y a la religión”. El problema no era que la obra fuera mala, sino que fuera demasiado buena: sus descripciones estaban tan bien logradas que parecían regodearse en los pecados que representaba, sentencia el fiscal del Segundo Imperio Picard, a cargo de la acusación.
Aunque los procesos judiciales contra los artistas por lo que plasman en sus obras hoy parezcan lejanos o excepcionales, sería más que ingenuo creer que la censura ya no existe: no solo porque hay leyes que con sus vericuetos se las arreglan para menoscabar la libertad de expresión, sino porque funcionan otros mecanismos, como los “términos de uso” de las redes sociales que borran desnudos bajo el argumento de prevenir abusos, pero también bajan por ejemplo obras de artistas que tienen como objeto la menstruación –y que ante los reclamos aducen “errores del sistema”–. Los grandes medios también son ámbito habitual de opinólogos que, lejos de la sutileza estética de un Picard, y para dar apoyo a las políticas de gatillo fácil de un gobierno, amonestan series televisivas como El marginal por "promover" la cultura delictiva. Con estos criterios, el ajuste en curso podría definirse no tanto como una política del macrismo sino como un exceso de maratones de Dinastía en la infancia de los chicos del Newman.
Pero cuando es en nombre de lo políticamente correcto que se cuestionan distintas obras de arte, se ponen en juego interrogantes más peliagudos.
¿Es válido evaluar las obras del pasado con parámetros sociales del presente? Deseable o no para cada cual, probablemente no haya otra forma de hacerlo. Pero ello no quiere decir necesariamente simplificar el asunto: si no podemos constituirnos en pleno siglo XXI en lectores apenas acostumbrados a las novelas por entregas del siglo XIX como Madame Bovary, podemos sin embargo reconocer que allí una dura crítica a la vida de la clase media francesa en tiempos de Napoleón y un retrato lapidario sobre lo que el matrimonio deparaba a las mujeres de la época. Y si hoy lo que nos suena a “mitos griegos” son más bien las recetas de la enigmática Troika de Bruselas, podemos reconocer, como ha hecho Mariana Enríquez a propósito del caso de Waterhouse, que la historia que en esa escena se relata es la de una victoria de las amorosas ninfas sobre el héroe más poderoso de la mitología helena.
Ello tampoco significa, claro, que Flaubert o Waterhouse sean protofeministas, ni que las Guerrila Girls dejaran de tener razón cuando, ubicadas en la puerta del Museo Metropolitano de Nueva York, se preguntaban irónicamente si, dado que el 5% de las artistas participantes eran mujeres pero el 85% de los desnudos representados eran femeninos, era parte de las “políticas de admisión” del museo que las mujeres estuvieran desnudas. Su fuerza era no apuntar a casos individuales o a simplemente constatar una desigualdad de género histórica cuyo resultado ha sido efectivamente menos artistas profesionales mujeres, sino al conjunto de la institución que ni siquiera se lo cuestiona.
¿Serían intocables entonces los clásicos? Es otra pregunta que anduvo rondando los medios como argumento en contra de sus posibles modificaciones. El problema en este caso es terminar reforzando con argumentos conservadores lo que las instituciones artísticas –nunca exentas del juego de políticas institucionales y comerciales que están lejos de ser desinteresadas– definen como clásico y canónico. ¿Acaso la Antígona Vélez de Marechal, ambientada en la época de la “Conquista del desierto”, pierde potencia crítica y estética cuando retoma la obra de Sófocles pero la ubica en la pampa, allí donde lo que se cultive será “el fruto de tanta sangre”?
En todo caso, el problema es si esos cambios o alternativas “liberan” en la obra nuevas significaciones, replanteando problemas, concepciones, críticas y creencias, o si simplemente los elimina bajo la alfombra de lo políticamente correcto. Amén de que no necesariamente lo que no vemos no exista, lo contradictorio en los debates sobre la perspectiva de género en el arte es que parece infantilizar al público, al que busca preservarse de la experiencia crítica más que fomentarla.
Por supuesto, uno puede leer las obras como le parezca y forjar su propio juicio. Pero lo “políticamente correcto” puede ser lo institucionalmente despolitizado. Porque lo que está en juego no es el gusto de cada uno, sino las representaciones, que son necesariamente colectivas, en las cuales juegan un papel central las instituciones, desde los juzgados que penalizan hasta los términos de uso de una red social, las curadurías de los museos o los programas de las escuelas artísticas que dictaminan lo que es valioso y canónico.
Quizás sea mejor entonces profundizar las preguntas, no solo respecto a las obras en discusión, sino en cuanto a las instituciones que las despliegan. ¿Cuánto hay de lavada de cara en el aumento de los protagónicos femeninos en las producciones de Disney y cuánto de reconocimiento de que el cuentito de la princesa ya no vende? ¿Qué políticas se dan los grandes museos y galerías que manejan millones para que efectivamente las mujeres entren a los museos con sus obras? ¿Cuánto pagan por las obras de unos y de otras? ¿Quién determina que Facebook, Google o Instangram cierren cuentas por imágenes de mujeres amamantando o de profesores que enseñen sobre “El origen del mundo” de Coubert –un primer plano de una vagina–?
La fuerza que ha cobrado el cuestionamiento de los movimientos de mujeres podría también fortalecer las demandas de otros sectores silenciados en el canon artístico dominante. El patriarcado está entrelazado hasta los tuétanos con un capitalismo que lucra con nuestras fuerzas, nuestro trabajo, pero también nuestros deseos y capacidades creativas. Si su cuestionamiento no busca ser igualmente radical, será estéril. Es un problema social, y su desmonte requiere entonces de una acción colectiva.
Ariane Díaz
Nació en Pcia. de Buenos Aires en 1977. Es licenciada en Letras y militante del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS). Compiló y prologó los libros Escritos filosóficos, de León Trotsky (2004), y El encuentro de Breton y Trotsky en México (2016). Es autora, con José Montes y Matías Maiello de ¿De qué hablamos cuando decimos socialismo? y escribió en el libro Constelaciones dialécticas. Tentativas sobre Walter Benjamin (2008), y escribe sobre teoría marxista y cultura.