Guillermo del Toro, junto a Alfonso Cuarón y Alejandro González Iñárritu, es uno de los directores mexicanos contemporáneos más importantes, a pesar de que su filmografía ha sido realizada fuera de México.
Su trabajo ha abierto la puerta a una nueva generación de cineastas en su país, debido precisamente a su proyección internacional, y gracias al sello personal que ha aportado a cada uno de sus proyectos, centrados sobre todo en el género fantástico, creando a través de sus criaturas un discurso tendente a "humanizar" seres que tradicionalmente consideraríamos brutales o aberrantes, y logrando dotarles de cualidades éticas de las que carecen muchas personas "normales", como pudimos comprobar en "Hellboy" (2004), "El laberinto del fauno" (2006) o "La forma del agua" (2017). Podemos afirmar que, aunque su carrera ha sido irregular, ha conseguido acertar en el objetivo que toda creación fantástica debe alcanzar, que no es otro que el de construir una gran metáfora sobre la realidad. Sus seres sobrenaturales son generalmente una proyección de los seres humanos solitarios y marginales no aceptados por la sociedad, pero expuestos de tal forma que solo podemos sentir empatía o incluso simpatía por ellos, liberándonos de unos prejuicios largamente arraigados a través del cine comercial, del que el mismo Guillermo del Toro se vale para desmontar sus arquetipos.
Pero en su última película, "El callejón de las almas perdidas", remake de la de Edmund Goulding de 1947, ha dado un giro importante a su habitual producción, ofreciéndonos una visión dolorosa y pesimista de la sobrecogedora e inquietante novela de William Lindsay Gresham, sin concesiones a la posibilidad de que el espectador pueda reconocer alguna característica positiva en sus protagonistas, ni un desenlace esperanzador, siendo la primera vez en su filmografía que la crueldad física y psicológica llega a ser el eje central de la trama. La adaptación del guion tiene tintes más oscuros que la versión de Goulding, protagonizada por un Tyrone Power que quería alejarse de sus tradicionales papeles de galán, y que no incluía la introducción previa a la historia del protagonista, lo que nos dejaba sin conocer datos significativos sobre el carácter y el sentido de la manera de ser del personaje. El propio inicio de la película de del Toro es ya enigmático, mostrándole deshaciéndose de un cadáver, prendiendo fuego a la casa y alejándose después sin mirar atrás. Sólo esta escena ya nos sirve para establecer una conexión entre este hecho y lo que vendrá después, ya que el crimen es el "pecado original" que condicionará su destino.
Aparte de esto, los finales de ambos filmes difieren en sus planteamientos, siendo el de Guillermo del Toro mucho más desalentador y sombrío. La habilidad de del Toro consiste también en crear una atmósfera cargante, nocturna, de colores apagados, a veces cercana al blanco y negro, muy bien conectada con la acción y deseos de los personajes en dos partes muy bien diferenciadas: la primera está dominada por la miseria física y moral del circo, expuesto como espejo de la vida y en el que la exhibición de "freaks" como el "monstruo" al que el jefe del circo (Willem Dafoe) alimenta con animales vivos ante la morbosidad del público, es justificada por éste con la excusa de que la gente paga por ver estas cosas para sentirse mejor respecto a ellos mismos. Aquí vemos otra gran diferencia con respecto a la versión original de Goulding, puesto que ahora no se ahorra crudeza en la escena, que nos transmite visualmente el horror que en el cine negro clásico siempre ocurre fuera de cuadro, obligando al espectador a imaginarlo. Por supuesto, también hay en esta parte un guiño al "Freaks" de Todd Browning de 1932, uno de los referentes de Guillermo del Toro, y una influencia decisiva en la visión metafórica de lo "monstruoso" como parte de la naturaleza humana. El circo es la "escuela" del engaño y el "refugio" del maldito. Aquí conocerá el protagonista los secretos del "mentalismo" y la habilidad para sonsacar secretos que le despertarán su codicia y le conducirán a su ruina. "Los que juegan con la esperanza de otros, acaban creyéndose sus propias mentiras y les conducen a tomar decisiones catastróficas", le advierte el alcoholizado Pete (David Strathairn), presagiando su futuro funesto. Es notable que se incluya la referencia al inicio de la Segunda Guerra Mundial con la noticia radiada de la ocupación de Polonia por Hitler en 1939, lo que da a la historia una dimensión política, al conectar la ambición que se larva en la mente del protagonista con el fanatismo fascista, ya que llega un momento en el que se cree superior al resto de la gente y piensa que puede dominarles y aprovecharse de su "debilidad". Supongo que esta interpretación también podría trasladarse al presente y aplicarla a determinados líderes políticos.
La segunda parte está envuelta en el glamour y la "majestuosidad" de la ambición sin control del poder, representado tanto por la "ciencia" (magnífica Cate Blanchett en su papel de psicóloga calculadora y psicopática femme fatale) como por la justicia. Es esa misma ambición la que posee al protagonista (Bradley Cooper) y que arrastra en su locura a su pareja (Rooney Mara) en una espiral autodestructiva. La película levanta el vuelo en esta parte, adoptando ya las características esenciales del cine negro, pero con una estética muy propia del director. Transcurre prácticamente en un Nueva York de lujo, en el que vemos cómo la pareja triunfa con su espectáculo de mentalismo entre la élite de la ciudad, que será la que atraiga esos deseos largo tiempo anhelados de riqueza de él, y que le conducirán a una tóxica relación con la psicóloga, una relación entre dos "lectores de mentes" que entremezcla la mentira del farsante con la inquietante ambigüedad calculada de la "científica" en un juego de poder, en el que siempre pierde quien cree poseer lo que, en su ingenuidad, no tiene. Son "monstruos" de lujo, corrompidos al máximo, y que sólo alcanzan su nivel de conciencia de si mismos cuando caen en la más absoluta de las miserias, tras haber sufrido la seducción del mal. Esto es lo que nos muestra la película de Guillermo del Toro, con crudeza, pero con honestidad, sin finales felices, edulcorados o edificantes.
Su filme nos ha traído la reedición de una de las novelas más perturbadoras escritas en EEUU a mediados de los años cuarenta: una historia singular que Edmund Goulding convirtió en un sombrío y sólido melodrama psicológico, pero sin poder dejar de escamotear, atendiendo a las pautas del Hollywood del momento, muchos elementos clave del libro, que ahora Guillermo del Toro puede revelar. Un relato a la vez hipnótico y fatalista en el que cada capítulo se abre con el nombre de una “carta del tarot” y que comienza en el mundo de un grupo de feriantes errabundos con gran capacidad para seducir a cierto público -al que desprecian secretamente- por esos pueblos del Sur por los que transitan. El protagonista, Stan Carlisle, pasa de fornido y algo arrogante adivinador a una marioneta en manos de la alta sociedad estadounidense de resabios religiosos, donde el autor arremete con furia contra elementos como el machismo, el racismo, el culto a las apariencias; y lanza una mirada pesadillesca a elementos como la alianza entre la psiquiatría y los grandes magnates, además de evidenciar la opresión, el fanatismo y la violencia policial. Aunque tales elementos, así como la atormentada infancia del protagonista masculino (con una mirada irónica a los elementos psicoanalíticos) y las corrientes sexuales que atraviesan las páginas de la novela (incluyendo una relación sadomasoquista con una psiquiatra estafadora) se redujeron a leves sombras o quedaron fuera de la película de Goulding (conocido por sus exitosas colaboraciones con Bette Davis), se mantuvo en pie el paso del protagonista de la fama y el éxito a la más desdichada pobreza, la difícil relación con su compañera sentimental y (si no fuera por las limitaciones de los intérpretes del momento) también los aspectos oscuros de la mente humana en una sociedad marcada por la codicia, la hipocresía y el resentimiento.
“El callejón de las almas perdidas” es la gran novela del peculiar autor William Lindsay Gresham, que no tuvo suerte con los negocios ni en los trabajos precarios, colaboró con el bando republicano en la Guerra Civil Española y se interesó por el psicoanálisis, las religiones alternativas o las sectas cristianas. Gresham pasó una larga temporada en una clínica de tuberculosos y a su salida publicó lo que se ha considerado, durante mucho tiempo, como un clásico de la “literatura underground”, reflejando en el personaje de Stan, algunos aspectos de su propia personalidad atravesada por corrientes que van desde el marxismo al budismo, con una identidad fracturada y un carácter errabundo. Sigue fascinando la capacidad del autor para mezclar elementos de la novela negra con la ficción fantástica, del realismo social con las imágenes mentales de la infancia del protagonista en un libro turbador que, sin cartas marcadas, deja una huella en el lector a la vez sombría por el transcurso de la historia y luminosa por el descubrimiento de una pequeña joya de la literatura del siglo pasado.
En 1947 y con un hábil guion de Jules Furtham basándose en la más que atrevida novela del atormentado y lúcido escritor, que trazó su historia a partir de su propia experiencia personal y de un sórdido relato que le contó un colega de la Brigada Lincoln, Goulding dirigió, tal vez sabiendo de antemano los problemas con la censura y la tibia recepción del público, “El callejón de las almas perdidas”, una de las mejores películas del Hollywood de los años cuarenta, o, al menos, desde la que, asumiendo su carácter irregular, logran una atmósfera compacta, una incisiva crítica social y una mezcolanza de géneros que van desde el cine de amor intimista, las intrigas sobre estafadores, al cine negro sin descartar elementos del terror psicológico y la comedia negra. La película de Goulding se mantiene por la esforzada e intensa interpretación de Tyrone Power como el aparentemente valeroso y triunfador Stan Carlisle, que acaba junto con la joven Molly triunfando con sus trucos en las fiestas para la alta sociedad del momento. Aunque de las mujeres del reparto solo podemos rescatar el encomiable trabajo de la veterana Joan Blondell como Zena, una adivinadora y echadora de cartas que presagia futuros terribles para algunos de los personajes. Goulding y su operador (formado como colaborador de Josef Von Sternberg) consiguen esa atmósfera a la vez sombría y festiva de la feria donde comienza en filme, y donde todos luchan por salir adelante sin alcanzar el resultado esperado. El estreno de la nueva versión de Guillermo del Toro no hace desmerecer el trabajo de Goulding ni, al contrario. Son filmes perfectamente complementarios que aportan una visión siniestra de nuestro mundo, permitiendo la revisión de una novela absolutamente imprescindible.
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