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Red Internacional
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Tribuna Abierta. El costo de dormir con el enemigo

Jueves 18 de septiembre de 2014

“Al viejo López lo chuparon”, le dijo Nilda Eloy a la hija de desaparecidos Verónica Bogliano, una de las abogadas de la querella en el juicio contra el genocida Miguel Etchecolatz junto a Guadalupe Godoy y Myriam Bregman. Eran las primeras horas de la desaparición del testigo, compañero de cautiverio de Eloy y otros sobrevivientes con los que se había organizado para rearmar los recuerdos del secuestro y la tortura a manos de los sicarios del terrorismo de Estado. Nilda no tenía la menor duda y fue convenciendo a todo el equipo, que se disponía a acusar al represor en el primer juicio que terminaba en condena a prisión perpetua luego de la anulación de las leyes de impunidad.

La ausencia de López en los alegatos podría haber interrumpido el proceso porque los sobrevivientes no habían apoderado a las letradas, alegaban por sí mismos. Por lo tanto, el juicio pudo haber sido anulado si el Tribunal Oral Federal 1 no hubiera resuelto la excepción.
A ocho años de la desaparición de Jorge Julio López cabe preguntarse si sabían esto quienes se lo llevaron. Tras la conmoción por su secuestro hubo una seguidilla de amenazas e intimidaciones de variado calibre a testigos, abogados y funcionarios judiciales. Pero los juicios no se frenaron, no hubo un sólo sobreviviente del horror que diera marcha atrás en su voluntad de seguir acusando a los genocidas.

Al cumplirse otro año sin López resuena con más fuerza aquella certeza de Eloy, sobre todo cuando la justicia reactiva líneas de investigación que ya habían sido descartadas y que claramente fueron plantadas para desviar la atención bien lejos de los represores del entorno de Etchecolatz. Con las espaldas bien cubiertas, el fiscal federal Marcelo Molina avanza con enorme convencimiento en la “pista del karateka”, que apunta directamente al hijo del albañil, que al momento de desaparecer tenía 77 años. De mínima lo sindica como cómplice de las primeras horas de ausencia de su padre. “Lo quisieron matar dos veces, ya no sé qué hacer con mi viejo”, dice un testigo de identidad reservada que escuchó decir a Ruben López, tras lo cual precisó que lo tenían “bajo tierra en un campo”. El dicente declaró a los quince días de los hechos, siendo menor de edad y hace pocas semanas ratificó sus dichos en la fiscalía.

Los investigadores dicen tener otros elementos que completarían el cuadro, pero se basan en la misma sensación que despertó la actitud de la familia durante los primeros días, cuando su esposa e hijos afirmaban que “podía estar perdido”. Por eso hubo dos causas paralelas durante un año, una de ella es la que buscaba al “viejito perdido debajo de un puente”, o como decía el ex ministro Aníbal Fernández, que “estaba tomando el té en casa de sus tías”. Pero el actual senador kirchnerista no es el único funcionario que sostuvo esa la idea. En una reciente entrevista con Jorge Chamorro en radio América, Ruben López recordó que “es una locura, pero hubo un ministro de inseguridad (sic) que hasta que se fue del cargo decía que nosotros éramos partícipes del secuestro de mi viejo”, en alusión a León Arslanian. Es el mismo funcionario que se negó en forma sistemática a quitar la investigación sobre López de las manchadas manos de la Policía Bonaerense con el argumento de que estaba en juego “la gobernabilidad de la fuerza”.

Los dos libros sobre López publicados el año pasado —En el cielo nos vemos, de Miguel Graziano, y Los días sin López, de Luciana Rosende y Werner Pertot— repasan su vida y también todas las pistas del caso judicial, desde las más delirantes como la de la “mujer pájaro” que lo veía en sueños, hasta las que señalan al grupo de represores perjudicados con sus testimonios. Y en esas páginas está descripta la declaración en la que ahora el fiscal Molina pone sus expectativas, como así también que los procedimientos que surgieron de ella fueron negativos. El funcionario, sin embargo, cree que se hizo poco y mal al respecto. En cualquier caso, todas las especulaciones comienzan con otra de las pocas certezas del caso: López salió de su casa por propia iniciativa, engañado o amenazado, pero si que mediara violencia.

La justicia apunta a la familia. Y la familia apunta a la justicia y a las abogadas que “no lo cuidaron”, por eso los López siguen impulsando la causa penal en su contra. En realidad, el desconcierto inicial de la familia tuvo que ver con la misma negación que había desplegado respecto de la propia condición de Tito, como le decían ellos, de ex preso político. Su entorno más cercano nunca compartió su militancia barrial en los ’70, en la Unidad Básica Juan Pablo Maestre de Los Hornos, ni quiso saber sobre los padecimientos en cautiverio, luego de su primer secuestro el 26 de octubre de 1976, y tampoco lo acompañó en su decisión de declarar contra los represores. Pero así como hay una gruesa línea entre ese sentir y haber sido parte de su desaparición, también hay una brecha entre culpar al activismo político de López por las desgracias que les trajo y perseguir penalmente a sus compañeros de militancia.

La causa López ha sido campo fértil para todo tipo de maniobras, al principio claramente para desviar la atención, pero con el paso de los años ya directamente se convirtió en escenario disputas de internas policiales. En único momento en que los represores estuvieron en el centro de las hipótesis fue durante la instrucción del secretario Juan Martín Nogueira, finalmente desplazado cuando el juez federal Arnaldo Corazza se apartó del caso por la denuncia de la familia contra los funcionarios que “no lo protegieron”.

El Ministerio Público Fiscal supo avanzar sobre la impundidad de algunos feudos provinciales en casos de delitos de lesa humanidad, creó fiscalías especiales pero tuvo, hasta ahora, un rol lamentable en esta investigación. Los desaparecidos en democracia, alrededor de 60, no encuentran un lugar en la agenda de los asuntos de Estado. ¿Será porque tocan las entrañas de las fuerzas de seguridad a las que se les permite, aún tan avanzada la etapa democrática, cierto grado de autogobierno y de negocios propios?

Los 40 cuerpos y 60 anexos del expediente López son caminos que no conducen a resultado concreto alguno. Pero esto no implica que no haya elementos y varias puntas mucho más verosímiles que acusar a la familia, pero que siguen siendo impulsadas casi en soledad por la abogada Godoy y su colega Aníbal Hnatiuk, y ponen en la mira a los principales interesados en dañar los procesos de memoria, verdad y justicia, los represores de la dictadura y sus socios actuales.

Si el propio ex presidente Néstor Kirchner tuvo claro que habían disparado al corazón de los juicios por delitos de lesa humanidad, ¿por qué el caso tardó dos años en ser investigado como desaparición forzada de persona? ¿Y por qué fue desmantelado el organismo que habían creado para el armado de una red que pudiera identificar posibles represores activos conspirando? ¿Por qué sólo jubilaron a 30 del centenar de represores reciclados en la policía que en ese momento admitieron tener entre sus filas? En el pasado, los policías encargados de las líneas intervenidas en la cárcel de Marcos Paz, donde está preso Etchecolatz y varios de su patota, en lugar de escuchaban las conversaciones de los genocidas del pabellón de lesa humanidad se dedicaban a las de los presos comunes. ¿Nadie los controlaba? En estos días, en la fiscalía siguen reclamando al ministerio de Seguridad de la Nación por la falta de “entusiasmo” que tienen los miembros de la “comisión López” de la Policía Federal. Al parecer nada cambió desde que la fallecida sobreviviente Adriana Calvo repetía que en la investigación del testigo desaparecido hubo una “mezcla explosiva de inoperancia, encubrimiento y complicidad de los funcionarios y las fuerzas de seguridad”.

La consigna de los inicios de la democracia que exigía el desmantelamiento del aparato represivo sigue incumplida. Elegir una gobernabilidad que implique convivir con los sectores que aún conspiran tuvo un costo alto: volvió al inconciente colectivo la idea de que se puede desaparecer en Argentina. Y la falta de esclarecimiento de la desaparición de Jorge Julio López demuestra que el poder político no pudo, no supo o no quiso estar a la altura de las circunstancias. Así López se convirtió en un caso único, el desaparecido de la dictadura que volvio a desaparecer en democracia.