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Red Internacional
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Literatura. El cuento de una niña perdida

En tiempos pandémicos, volver a una tarde cualquiera de la niñez, podría ser.

Sábado 4 de abril de 2020 14:53

Iba caminando por la vereda del cementerio, recuerdo el movimiento de los pompones de mi abrigo, saltando sobre mi pecho. Era un poncho rojo, con unas guardas blancas, con caperuza. Los pompones eran rojos y blancos. Iba mirándolos, hacía frío.

Esa tarde salí de la escuela sabiendo que mi mamá iría a esperarme para ir a la casa de mi abuela. Tenía seis o siete años, no recuerdo bien, pero mi estatura era pequeña. Lo sé, porque eran inmensos los muros amarillos, despintados, a mi derecha.

Salí de la escuela y en la esquina, al costado del cordón humano que formaban los niños de séptimo grado, estaba el grupo de mamás de los más pequeños. Pero mi mamá no estaba, me confundió bastante no ver su sonrisa de oreja a oreja, sus brazos extendidos para recibirme en un abrazo. Mi mamá no estaba. Ibamos a ir a la casa de la abuela.

No lo pensé demasiado, a una cuadra de la escuela paraba el colectivo que me llevaba a casa, el 252 de Avenida de Mayo. Pero, pequeño detalle, no tenía monedas para el boleto, no podía tomarlo. Entonces, tendría que caminar. No era difícil, el colectivo doblaba sólo dos veces, después, seguía por la avenida unas quince cuadras y pasando el colegio de curas, llegaba a la parada de mi casa, que era Suipacha. “Voy caminando” pensé. No lloré, pero estaba aterrada, no sabía por qué mi mamá no había ido a buscarme, no miraba alrededor, sólo podía mirar al frente, fijarme bien por donde caminaba. Sólo quería llegar a casa a tomar la leche y a mirar a Pipo Pescador.

Mientras tanto, desde un colectivo que circulaba en sentido contrario, iba mi mamá preocupada porque llegaba tarde a buscarme, cuando de repente me vio: una caperuza diminuta, dejando atrás la vereda del cementerio, dispuesta a cruzar la calle. Se puso a gritarle al chofer del colectivo que por favor la dejara bajar. “No señora, la parada es a la vuelta”, “qué por favor se lo pido, que ahí va mi nena sola, caminando, que es muy chiquita mi nena, que se está yendo sola.” La puerta se abrió.

Iba mirando mis pasos, no lloraba, pensaba en llegar. De pronto escuché mi nombre, primero dicho al aire: “Cari, Carita, Carita, mi amor.” Después; el sonido de su voz fue ahogado entre mi caperuza colorada y mi pelo suelto. Ahí sonó “Carita” como un grito de dolor y a la vez de alivio. Me besuqueaba, me acomodaba el poncho. Me preguntaba dónde iba, “por qué no me esperaste, a mamá se le hizo tarde.” “Mamá, mamita, no venías, me fui.”

No recuerdo si fuimos a la casa de la abuela después, recuerdo el sol contra las paredes, el sol de las cinco de la tarde, la mano de mi mamá tomando la mía y yo en el aire, caminando. Su voz, un murmullo, un instante de amor, ubicado en mi pelo, detrás de mis orejas: “Carita, mi vida.”

Me había perdido. Estaba segura que sabría cómo llegar a casa, pero igual estaba perdida, lo supe cuando ella llegó. Sin ella no hubiera podido encontrar mi casa, hubiera llegado hasta la puerta, intentado entrar, pero si ella no estaba, hubiese seguido perdida.

Hoy camino por la calle semi desierta, buscando una farmacia, sé a dónde voy, sé que voy a llegar a mi casa, siento los pompones de lana en mi pecho, pero no así “Carita: mi vida” su voz hundida en mi pelo.

Por este cielo citadino cruzan bandadas de loros. En las veredas, la gente lleva la cara cubierta con barbijos, los ojos perdidos, concentrados en un punto. La pandemia en la ciudad desdibuja los rostros y afloran los recuerdos.

Todo está bien, me digo. Sé dónde queda mi casa, sé que ella siempre baja de ese colectivo, a tiempo, y detiene el mundo, para cuidar de mí.