“Make America Great Again” fue uno de los lemas con que Donald Trump llegó a la Casa Blanca en 2017, recuperando el “Make Britain Great again” de Margaret Thatcher. La figura de la Dama de Hierro también es reivindicada por Javier Milei, a quien le gustaría emular sus éxitos. Mucho se ha escrito sobre las nuevas derechas del siglo XXI, que en muchos aspectos proponen operaciones discursivas e ideológicas afines al thatcherismo. Sin embargo, si aquel proyecto de la derecha populista se consolidó en momentos de vitalidad y auge del neoliberalismo, los actuales aparecen en momentos de declive y decadencia neoliberal. Esta diferencia no es menor y recorrerla nos permite comprender algunas de las grandes dificultades que tienen estas nuevas derechas para establecer hegemonías fuertes, en una situación mundial marcada por un interregno convulso, donde venimos señalando que se actualizan las condiciones de la época de guerras, crisis y revoluciones.
En este artículo trazamos un contrapunto entre las elaboraciones de Stuart Hall sobre el thatcherismo en los años 80 y las reflexiones que, 30 años después, propuso Nancy Fraser sobre las nuevas derechas y el neoliberalismo progresista.
El gran espectáculo del giro a la derecha
En la serie de artículos que forman parte del libro El largo camino de la renovación [1] Stuart Hall analizaba las profundas transformaciones políticas y culturales que abrieron la posibilidad de ascenso y consolidación del thatcherismo en Reino Unido. Hall buscaba explicar las claves del proyecto de la nueva derecha populista y la crisis de la izquierda laborista, desde una lectura culturalista de Antonio Gramsci y el marxismo. [2]
Del thatcherismo, Hall destacaba su capacidad para transformar los valores e ideología de mercado en sentido común de una época. Se trataba de “una defensa desvergonzada del elitismo y una renovación total de la ética de la competitividad”. Según Hall, las dos facetas más características de esta nueva derecha eran el anticolectivismo y el antiestatismo, en ruptura con el “consenso keynesiano” de la posguerra. Coordenadas que se combinaban con una reivindicación de la familia tradicional, un giro conservador en la educación, mayor autoritarismo del Estado y la idea de “hacer Gran Bretaña grande otra vez”, dando lugar a un tipo especial de populismo autoritario.
Para analizar el papel del laborismo en el surgimiento del thatcherismo, Stuart Hall utilizaba la categoría gramsciana de transformismo. Afirmaba que los gobiernos laboristas de la posguerra se habían asentado sobre un proyecto de contención y reforma parcial, no de transformación. Desde la administración del Estado, el laborismo había creado las condiciones para reanudar la acumulación capitalista. Pero que, una vez que la recesión en los años 70 golpeó con fuerza, puso por delante su rol para controlar y limitar la acción de la clase trabajadora. Hall señala acertadamente que nada hacía “perder más la compostura a los líderes laboristas que el espectáculo de las clases populares avanzando por sus propios medios, fuera del control de cualquier guía o liderazgo responsable.” Hall consideraba que el laborismo tenía un “compromiso profundo de usar al Estado en beneficio del pueblo, pero evitando la movilización popular”, una “indecisión aprovechada por la derecha” para disputar por una nueva hegemonía.
Desde nuestro punto de vista, afirmar que el laborismo tenía un “compromiso profundo” para beneficiar al pueblo resulta un embellecimiento excesivo de este partido, el cual, a lo largo del siglo XX había mostrado varias veces que actuaba como un pilar fundamental de la dominación burguesa e imperialista británica. Aun así, no hay que menospreciar la contradicción que señala Hall entre las promesas electorales del laborismo (y el hecho de que se postulara como “representación natural” de los intereses de la clase obrera) y su acción como gestores directos del capital desde el Estado, sobre todo en momentos de crisis. Una brecha sin la cual no se explica el crecimiento de la nueva derecha, una vez agotadas las condiciones del “consenso keynesiano” post 45.
El transformismo del laborismo abrió camino a la derecha, en varios terrenos. Hall muestra que el thatcherismo construyó sus enemigos internos polarizando con una serie de imágenes o ideas que logra condensar, como polo negativo, en el estatismo burocrático laborista. Este representa “el estatismo, la burocracia, la socialdemocracia y el ‘insidioso colectivismo’.” A lo que contrapone, en el polo positivo: “el individualismo posesivo, la iniciativa personal y la libertad.” Otro argumento clave de Hall es que la crisis del laborismo emerge de una lógica corporativista y economicista de la clase obrera y una concepción restringida de la política. El thatcherismo habría triunfado por su capacidad de desplegar batallas en una multiplicidad de frentes que incluían disputas por valores morales, culturales, e ideológicos (la política entendida como guerra de posición, dice Hall). La crisis de la izquierda británica, por lo tanto, se alimentaba del hecho de que no estaba “buscando activamente ni trabajando sobre la enorme diversidad de fuerzas sociales de nuestra sociedad”. Según Hall, las crisis orgánicas no se expresaban solamente en el terreno político tradicional o de la lucha de clases “en el viejo sentido”, sino a través “de una amplia gama de polémicas y debates sobre cuestiones básicas sexuales, morales e intelectuales, en una crisis de las relaciones de representación política y los partidos -en un amplio rango de asuntos que no necesariamente, en primera instancia, se diría que se articulan a través de la política en un sentido estrecho-.” Es decir, pensaba que el laborismo tenía que asumir un conjunto de batallas político-culturales en los terrenos de la inmigración, la sexualidad, la familia, la idea de la nación, etc. De conjunto, lamentaba que el laborismo siguiera atado a una forma “arcaica” de la política, sin ofrecer la idea de un “modo de vida alternativo”.
¿Un diagnóstico o un programa?
Llegados a este punto, podemos plantear varias cuestiones sobre las tesis de Hall. En primer lugar, es indudable que sus reflexiones sobre el thatcherismo tuvieron -en el curso mismo de los acontecimientos- mucha lucidez para captar una serie de transformaciones profundas que se estaban produciendo en pleno ascenso del neoliberalismo y que se extendieron mucho más allá de Reino Unido.
La reflexión sobre la interacción entre diferentes niveles político-culturales en los cuales se desarrolló la disputa por la hegemonía por parte del thatcherismo son sugerentes también para analizar las condiciones de ascenso de las extremas derechas en la actualidad. En especial, la relación que establece entre el transformismo del laborismo y el ascenso de la derecha, que, más allá de las diferencias históricas correspondientes, permite reflexionar sobre el papel de las centroizquierdas y las izquierdas reformistas actuales.
Sin embargo, el mayor límite de sus propuestas se encuentra en que consideraba como un hecho dado la derrota de la clase obrera. Al igual que ocurre con otros autores posmarxistas en aquellos años, su lectura culturalista de Gramsci y la cuestión de la hegemonía diluye la cuestión de clase, en una proliferación de “centros de poder” y batallas discursivas en múltiples “áreas de la vida”. De la crítica del corporativismo y el economicismo, desprende como programa una política de alianzas, bloques y coaliciones de movimientos sociales, sin hegemonía de la clase trabajadora. [3]
En el plano teórico, ante las críticas de que su análisis implicaba “abandonar el análisis de clase”, tal como planteó por ejemplo Ellen Meiksins Wood, la respuesta de Stuart Hall fue que la acusación misma “era irrelevante”. Una de sus tesis centrales es que “lo que ha ocurrido con el análisis de clases convencional de la política y la ideología es que ya no es adecuado para explicar la disposición precisa de las fuerzas sociales o de los nuevos espacios de antagonismo social”. Esto se expresó, más concretamente, en sus referencias a las huelgas mineras, a las que parece dar por perdidas por el hecho mismo de ser parte de un sector de la clase obrera “tradicional” que, aun cuando había despertado enorme apoyo social, no podía ir más allá de una lógica corporativa. Por esa vía, la derrota se presentaba como algo casi predeterminado por las transformaciones tecno-productivas del capitalismo, en vez de cuestionar el papel de las burocracias sindicales y la izquierda reformista en estos procesos.
Finalmente, quizás donde más pueden verse los límites de la propuesta de Hall es en el curso que más tarde adoptó la “renovación” de la izquierda socialdemócrata y laborista a nivel internacional. Hall primero depositó ilusiones en Tony Blair y el “nuevo laborismo”, aunque después expresó su frustración con el curso seguido. Ya que, mientras el thatcherismo configuró los contornos de una “nueva derecha”, la tercera vía de Blair iba a ser el paradigma de una “nueva centroizquierda” que asumiría el terreno de las batallas culturales, en los marcos ya impuestos por el neoliberalismo. Es muy conocida la definición de Margaret Thatcher, consultada en 2002 sobre cuál había sido su mayor logro político: “Tony Blair y el nuevo laborismo. Obligamos a nuestros rivales a cambiar sus posiciones.”
Del populismo conservador al neoliberalismo progresista
Mientras las reflexiones de Stuart Hall estuvieron marcadas por el ascenso del thatcherismo, 30 años después, Nancy Fraser reflexionaba sobre la nueva “nueva derecha” con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca en 2017, el Brexit y el ascenso de corrientes de extrema derecha en varios países europeos. Fraser parte de la existencia de una crisis de carácter global, donde la crisis política solo representa una faceta de “una crisis más amplia y proteica que presenta otros aspectos –el económico, el ecológico y el social– que, tomados en conjunto, dan por resultado una crisis general”.
Hall analizaba en su momento la disociación entre los conceptos de igualdad y libertad, aprovechada por la derecha populista. La idea de libertad, adherida a la noción de libertad de mercado y al individualismo propietario, se priorizaba por sobre la noción de igualdad (asociada al estatismo burocrático en crisis). Fraser, por su parte, reflexiona sobre la combinación y escisión que se produce entre políticas de reconocimiento y políticas de distribución, términos que para la autora “constituyen los componentes normativos esenciales con los que se construyen las hegemonías”. Para ella, el trumpismo emerge por “la ruptura de un bloque hegemónico anterior, así como al descrédito de su nexo normativo distintivo entre distribución y reconocimiento.” Fraser sostiene que el bloque hegemónico que dominó la política norteamericana antes de Trump era el neoliberalismo progresista. Una alianza poderosa y real entre las corrientes liberales de los nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo, ambientalismo y derechos LGBTQ+) con los sectores más dinámicos del capital financiero o el tridente ganador de Wall Street, Silicon Valley y Hollywood.
Y aquí cobra relevancia la principal divergencia entre el análisis de Hall y el de Fraser. Aunque obviamente esta última corre con la ventaja de analizar los hechos “a toro pasado”. Mientras Stuart Hall pensaba que el thatcherismo podía encontrar una hegemonía duradera combinando ofensiva de mercado con moral victoriana, Nancy Fraser señala que:
“Para que el proyecto neoliberal triunfara, había que presentarlo en un nuevo envase, darle un atractivo más amplio y vincularlo con aspiraciones emancipatorias no económicas. Una economía política profundamente regresiva podría convertirse en el centro dinámico de un nuevo bloque hegemónico solo si se la adornaba con las galas del progresismo”.
Los “nuevos demócratas” aportaron ese específico “ethos del reconocimiento superficialmente igualitario y emancipatorio” que concebía el feminismo como feminismo liberal, el ambientalismo como comercio de las cuotas de emisiones de carbono, el antirracismo como una política de cupos y “gestión negra” de las empresas o administraciones o la transformación de la idea de igualdad a la meritocracia. No se apuntaba a abolir las jerarquías sociales, sino a “diversificarlas” mediante el acceso de mujeres, personas de color y diversidad sexual a posiciones de poder.
Fraser señala que este neoliberalismo progresista se consolidó sobre la base de derrotar a dos contrincantes. Por un lado, a los restos de un bloque “keynesiano” o del New Deal, por el otro, a un más importante neoliberalismo reaccionario (Reagan). Este buscaba fortalecer el poder “de las finanzas, la producción militar y las industrias energéticas extractivas para beneficio principal del 1% global. Lo que supuestamente hacía que esto fuera digerible para la base que procuraba reunir era una visión de sesgo excluyente, en pro de un orden justo de estatus: nacionalista étnico, antiinmigrante y procristiano (si no abiertamente racista, patriarcal y homofóbico).”
Con un menú limitado al neoliberalismo progresista y el neoliberalismo reaccionario, el campo político se configuró en los términos del “extremo centro”, tal como lo definió Tarik Ali. Ya fuera con políticas culturales más conservadoras, o más progresistas, se defendían las mismas políticas neoliberales. Siguiendo con el caso norteamericano, Fraser concluye que se produjo una “brecha hegemónica”, un espacio de crisis de representación para los sectores más afectados por la globalización neoliberal, la desindustrialización que afectó al “cordón de óxido”, sectores de las clases medias empobrecidas, urbanos o rurales, precarios y otros. Después de la crisis del 2008, esa brecha se agravó. Y si Obama representó para muchos la ilusión de una resolución progresista a esa crisis, este persistió en las políticas del consenso neoliberal, salvando con fondos estatales a las entidades bancarias “demasiado grandes para caer”, mientras dejaba en la lona a más de 10 millones de personas que habían perdido sus viviendas producto de la crisis y la burbuja de las hipotecas. Unos años después, el descontento que se “cocía a fuego lento” se transformó en una “crisis de autoridad”, señala Fraser. Momento en que irrumpe el terremoto Trump.
Mientras Hall apuntaba hacia una intensificación de las “batallas culturales” en los terrenos de la sexualidad, la raza o el género, Fraser pone el acento en las trampas de la asimilación multicultural que se produjo en este periodo. Es decir, en el hecho de que el capitalismo neoliberal logró una combinación “virtuosa” entre diversidad cultural meritocrática y políticas regresivas en lo económico: lo que definió como neoliberalismo progresista o también podíamos definir como la asimilación de los movimientos sociales a un nuevo tipo de Estado ampliado.
40 años no pasan en vano
Es interesante tomar nota de los diferentes momentos políticos en que ambos autores analizan las condiciones de aparición de estas nuevas derechas. En el medio, transcurrieron varias décadas, período de auge y declive del neoliberalismo. Señalar esto nos previene de caer en el espejismo que muchos quieren crear sobre estas nuevas derechas. Como si, por el hecho de replicar los gestos e intenciones del thatcherismo, pudieran reencarnar sus éxitos y sus fortalezas. Es decir, como si ya hubieran aniquilado toda posibilidad de resistencia, y solo quedara resignarse. Un derrotismo que es funcional a la idea de apostar por un nuevo “mal menor” en el futuro.
Sin embargo, aunque muchos de los mecanismos utilizados para disputar en el terreno cultural puedan ser análogos, las posibilidades que tienen estas nuevas derechas de lograr una hegemonía perdurable son mucho más tortuosas. En primer lugar, es cierto que, en ambos casos, las “nuevas derechas” emergen en el marco de una “crisis más amplia” y una “crisis de hegemonía” de las clases dominantes. Pero, si el ascenso del thatcherismo se nutrió del agotamiento del “consenso keynesiano”, la irrupción del Trumpismo aparece, en cambio, en los límites del período de la ofensiva neoliberal. En el terreno de la economía mundial, el thatcherismo-reaganismo se asentó sobre la recomposición de la acumulación capitalista a escala global (lo que más tarde se reforzaría con la restauración capitalista en la URSS, Europa del Este y China y la incorporación de millones de trabajadores al mercado laboral como mano de obra barata). En cambio, las nuevas derechas surgen hoy como subproducto de la crisis capitalista de 2008 y en medio de una larga crisis que no logra una salida.
A su vez, si el “momento populista” de Thatcher se inscribió sobre la renovación del poder imperial de Reino Unido con la guerra de Malvinas y un período de triunfalismo capitalista que se fortaleció en los años siguientes con el derrumbe de la URSS; el trumpismo emerge en momentos de crisis de la hegemonía norteamericana y ante nuevos desafíos geopolíticos a su poder imperial. El regreso de las tendencias militaristas y guerreristas marca el fin de las ilusiones en la “globalización armónica” que acompañó el período del neoliberalismo progresista.
Finalmente, y quizás lo más importante: si las nuevas derechas neoliberales crecieron sobre las importantes derrotas y desvíos del ascenso obrero y popular del 68, el trumpismo y las nuevas derechas del siglo XXI deberán enfrentar por delante nuevos desafíos de la lucha de clases. Lo que vemos es una tendencia creciente hacia la recomposición subjetiva y mayor lucha de clases. Y si bien aún priman las tendencias a la revuelta, comenzamos a ver también mayor protagonismo de la clase obrera, como en Francia o en las olas huelguísticas en EEUU y Reino Unido. Por último, en el enorme movimiento en solidaridad con el pueblo palestino que recorre varios países, millones de trabajadores y jóvenes vienen denunciando el papel cómplice de las “democracias occidentales” con el genocidio. Esto dejará huella en nuevas formas de pensar.
Romper el tablero, abrir un tercer frente
Ante el crecimiento de las nuevas derechas del siglo XXI, encontramos dos tipos de respuestas que, a grandes rasgos, vienen polarizando el debate político en gran parte de la izquierda mundial. Por un lado, quienes priorizan el terreno de las batallas culturales como ámbito decisivo para disputar con las “nuevas derechas”, apostando por aspectos identitarios de los movimientos feministas y antirracistas. Desde este tipo de posiciones se impugna al marxismo como un “esencialismo de clase”, proponiendo políticas multiculturales en los marcos de las democracias liberales. En este campo, están también quienes asumen parcialmente reivindicaciones democráticas de los movimientos, pero escindiéndolas de un cuestionamiento a las condiciones materiales de precariedad, miseria y explotación que viven millones de trabajadores y trabajadoras en todo el mundo.
En el polo opuesto se ubican quienes proponen volver a pensar algunas cuestiones de la política en términos de clase, pero lo hacen mayoritariamente desde posiciones corporativas y sindicalistas. Consideran que el feminismo y el antirracismo han dejado un flanco abierto para que la extrema derecha avance en sectores obreros y populares. De ahí concluyen que habría que limitar su despliegue. Este tipo de posturas han cobrado cierta relevancia después del triunfo del Brexit en Reino Unido y la llegada de Trump a la Casa Blanca. Un nuevo tipo de “conservadurismo de izquierdas” que atraviesa a la reciente ruptura de Die Linke en Alemania encabezada por Sarah Wagenknecht o a grupos más pequeños.
Paradójicamente, la mayoría de quienes se ubican en uno u otro campo coinciden en la idea de que no es posible ninguna ruptura radical con el capitalismo patriarcal y que solo queda resignarse a una estrategia de administración del Estado y de cambios cosméticos desde arriba.
Stuart Hall señaló en su momento que nada hacía “perder más la compostura a los líderes laboristas que el espectáculo de las clases populares avanzando por sus propios medios”. Esta es una característica común a todos los transformismos y nuevos reformismos. Ese chaleco de fuerzas dedicado a contener las luchas de la clase trabajadora es lo que permite que una y otra vez irrumpan fuerzas de derecha con discursos y programas reaccionarios, que buscan fragmentar y enfrentar aun más a los oprimidos entre sí.
Las corrientes reformistas o diferentes variantes de “progresismos” estatistas se apropian de las demandas más sentidas de las masas para pasivizar los movimientos y neutralizar su potencialidad. Sobre ese terreno, avanzan las derechas. Contra esas políticas de contención y pasivización y también contra los espejismos que quieren hacernos creer en la fatalidad de la derrota, apostamos por otro camino. Solo así será posible romper el círculo entre neoliberalismos progresistas y nuevas derechas, en versiones cada vez más degradadas.
Es decir, buscamos la apertura de un tercer frente o campo de batalla, la defensa de una política hegemónica de la clase trabajadora junto a todos los sectores oprimidos y el desarrollo de su autoorganización, con una perspectiva de independencia de clase y socialista.
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