La celebración de declaración de la Guerra de Independencia de México, es vista históricamente como la simple ruptura de la Nueva España con la monarquía española, simplificando sus causas y su profundo contenido social. Pues así como la Revolución Francesa significó un cambio de época, las repercusiones de las ideas enciclopédicas aterrizaron en el antiguo Virreinato mexicano, dando lugar a un nuevo régimen político y tipo de economía.
No se puede hablar seriamente de la Guerra de Independencia sin profundizar en su complejidad histórica. Poco se ha hablado de lo contradictorio de este proceso de principios del siglo XIX; de la radicalización de los sectores autonomistas que en un principio reivindicaban la autoridad del depuesto monarca Felipe Vll por Napoleón; del contenido de clase que tuvo al sublevarse el pueblo sometido contra los privilegios de los nobles y la Iglesia —que también buscaban una relativa independencia—, y el rol progresista de la clase media criolla.
Paradójicamente, al invadir España en 1808, el ejército invasor de Napoleón, alimentaba en el viejo imperio peninsular las ideas liberales plasmadas en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 logradas con la Revolución Francesa. Así, el pueblo español tomaba como bandera una de sus principales postulados de esa revolución, como lo es la soberanía de la nación, de la que se desprendían la elaboración de la Constitución y la tolerancia religiosa. Esta fue la base de una guerra popular por la independencia de España, aunque, contradictoriamente, fuera en nombre de la monarquía, esa que había pactado la entrega del trono a Napoleón.
La resistencia del combativo pueblo español levantado en armas enfrentó al entonces invencible ejército francés mediante la guerra de guerrillas y creó formas autónomas de gobierno como las Juntas Locales que expresaban en los hechos, en los tiempos de ascenso burgués, formas de doble poder, pese a sus limitaciones políticas y militares.
En la Nueva España, las noticias de este suceso alentaron las ideas liberales que darían lugar más tarde —mediante un turbulento proceso de guerra civil— a un nuevo Estado Nación y a un cambio esencial del régimen. Fue un parteaguas histórico que más tarde se radicalizará y cuestionará el “derecho divino” al trono de los Borbones, en los territorios de América bajo dominio español. Es innegable que la resistencia popular española y su espíritu patriótico ante la ocupación napoleónica, ligadas a las ideas de los liberales españoles, ejercieron una influencia determinante en los criollos en la Nueva España. Estos fueron factores que alentaron en la Nueva España la chispa de la independencia con respecto a la corona española.
Y es que en la Nueva España —ante el vacío de poder en la Península Española—, algunos pensaron que debía dotarse de un gobierno provisional propio, parecido al modelo de las juntas de la Península. Esta idea se radicalizó cuando algunos criollos liberales (incluidos sectores eclesiásticos ilustrados), se propusieron depositar la soberanía en la Audiencia y el Cabildo del Virreinato, provocando así el enfrentamiento de dos corrientes de pensamiento y de intereses: la de los criollos y españoles leales a la monarquía, y la de los criollos que vieron la oportunidad de adoptar formas de gobierno más independientes de la corona española, apoyándose en las aspiraciones libertarias de las masas.
En ese momento, la élite peninsular, que veía el riesgo de que esta relativa independencia rompiera con la subordinación a la Corona y abriera una disyuntiva Monarquía o República, se enfrentó con los criollos autonomistas. Era la España feudal que se resistía a perder los privilegios de su época. Y es que la Constitución moderadamente liberal de Cádiz de 1812, pese a que reconocía a la monarquía como ente supremo y acababa con la idea del “derecho divino” de los Borbones al trono —como repercusión de la Revolución Francesa—, ponía en riesgo el sistema político dominante, hecho que necesariamente iba a repercutir en las colonias españolas ubicadas en el continente americano.
Es decir, que las ideas racionalistas que proporcionaron las bases teóricas para socavar la estructura institucional del despotismo ilustrado en Francia (y que alarmó a las monarquías europeas ante el empuje de las guerras napoleónicas), en la Nueva España fueron llevadas mucho más allá por los criollos radicales, en aras de desarrollar la estructura económica y la superestructura política que requería la incipiente burguesía de la Colonia. Por eso combatieron, junto a sectores económicos y militares, a Iturbide (que una vez lograda la independencia respecto de España se hizo nombrar emperador de la ex colonia), optando por la República en 1823; tanto así, que en México alentó la idea de un nuevo proyecto de Nación que requería de la participación de los sectores más explotados y oprimidos, que fueron los que siguieron al cura Miguel Hidalgo, al inicio de la guerra contra la Corona Ibérica.
En 1808, la población mexicana era de 6,500,000 habitantes de los cuales solamente 70,000 eran españoles. Ellos ocupaban los principales empleos en el gobierno, la Iglesia, las Cortes, y el ejército; eran comerciantes y grandes hacendados.
El antiguo régimen había dividido a la sociedad en castas, dentro de las que destacaban españoles, españoles criollos o blancos de descendencia europea y nacidos en América, los mestizos —que eran descendientes de indio y español—, los mulatos —descendientes de negro y español—, los zambos —descendientes de negros e indios— los indios y los negros africanos. En esta división racial se basaba la economía de la colonia española en América, cuya principal fuente de riquezas era la minería (México era el primer productor de plata nivel mundial, además de a extracción de oro y otros minerales), los oficios y la agricultura. [1]
Donde fueron muchas las rebeliones indígenas contra el español. Éstas fueran cruelmente reprimidas bajo un mayor control de las comunidades, y en donde la Iglesia era cómplice de esta formas esclavistas de dominio del imperio español. Este era el cuadro que presentaban las formas precapitalistas a inicios del siglo XIX en el antiguo México.
El jacobinismo del cura Miguel Hidalgo
Alentado por las ideas de la lustración, y buen entendedor de la situación que se abría en España con las ideas proclamadas por las juntas provinciales impulsadas por el pueblo levantado en armas, y por la crisis de poder que se abría en la Nueva España, Hidalgo se propuso no sólo un cambio de gobierno sino una revolución que acabara con la forma de dominio impuesta por el Imperio español.
La historiografía de la Guerra de Independencia poco menciona el carácter de clase de su lucha. En un sentido lo pintan como un bárbaro que hizo famosa la frase —cuando en el Curato de Dolores arenga a la multitud a rebelarse— “¡a coger gachupines!”, o la masacre de las familias españolas (ricas y monárquicas) en la Alhóndiga Granaditas por la turba independentista.
No se dice que procuraba representar, a su manera, las aspiraciones de los indígenas del país y de sectores aún muy incipientes de los trabajadores, como los mineros, que engrosaron las filas insurgentes. Lo que tampoco se explica en el tradicional “Grito de Independencia” cada 15 de septiembre en Palacio Nacional, es que la rebelión tenía un carácter de clase expresado en la participación de sectores socialmente oprimidos.
Se le quita todo filo revolucionario a esta gesta que festeja la clase política gobernante (como sucede también con la revolución de 1910), donde los de abajo (los mexicanos) siguieron a los criollos buscando cambiar sus condiciones de vida. Por ello, cuando en el acto oficial se recuerda a “los héroes que nos dieron patria”, no se dice qué tipo de Patria heredamos, ni tampoco qué tipo de Estado es el que se construyó después de 1821 al finalizar la guerra de independencia. Tampoco se dice qué es la democracia para los actuales gobernantes, y qué significa para la mayoría trabajadora. Como si la conmemoración de la Independencia realmente desapareciera las barreras de clase que existen entre los mexicanos. Pensando en la época actual, podríamos decir que la 4-Transformación, tampoco transformó las formas de propiedad ni abolió la explotación y la opresión de las masas. Decía Hidalgo:
No existe ya para nosotros ni el Rey ni los tributos: esta gabela vergonzosa, que sólo conviene a los esclavos la hemos llevado hace tres siglos como signo de tiranía y servidumbre; terrible mancha que sabremos lavar con nuestros esfuerzos. Llegó el momento de nuestra emancipación; ha sonado la hora de nuestra libertad; y si conocéis su gran valor me ayudaréis a defenderla de la garra ambiciosa de los tiranos. [2]
Hidalgo expresaba de esta manera el derecho de los pueblos —de los oprimidos—, a rebelarse ante los gobiernos tiranos; de forma similar a como después lo harían las masas dirigidas por Villa y Zapata en la Revolución de 1910. Ese espíritu jacobino abrevado en el estudio de la Revolución Francesa (por lo que fue excomulgado por el alto clero colonial), lo llevó a plantear una ruptura social con el orden impuesto durante tres siglos por la monarquía española.
Por ello, el 6 de diciembre de 1810 (a solo tres meses de iniciada la Guerra de Independencia), proclamaba en un decreto que todos los dueños de esclavos deberían darles la libertad dentro del término de 10 días, o de lo contrario a, los esclavistas se les aplicaría la pena de muerte. Así como también eximía de la contribución de tributos a las castas y a los indios. La fuerza inicial del movimiento que encabezó se debía en mucho a que estos decretos los imponía en cada población en que su ejército vencía.
En relación con el régimen político, proponía una representación nacional para darse un gobierno independiente, es decir un Congreso integrado por los representantes de todas las ciudades, villas y lugares de la Colonia. Con la aprehensión y muerte de Hidalgo en 1811, terminaba una etapa del proceso insurreccional revolucionario, pero el espíritu de independencia estaba arraigado en las masas, a pesar de los reveses militares sufridos en el norte del país.
Y es que la rebelión en México, después la Constitución liberal de Cádiz, atentaba también contra el poder de la aristocracia y la incipiente burguesía nutrida por los criollos dominantes. A diferencia de las ideas contra el feudalismo y a monarquía en España, en México —más que el espíritu liberal— fue la necesidad de conservar los privilegios, lo que llevó a los criollos a aceptar la independencia política. Por ello, Agustín de Iturbide acordó con Vicente Guerrero, toda vez que los insurgentes estaban cada vez más debilitados militarmente, a sumar sus fuerzas para romper con el tutelaje de la corona española, donde entre uno de los principales puntos del programa del Plan de Iguala, planteaba la independencia absoluta de España. La Constitución de 1824 planteaba un gobierno republicano representativo y federal y la división de poderes.
Sin embargo, de lo exigido por Hidalgo y Morelos —quienes evidentemente por la época en que vivieron no podían desarrollar un programa que fuera más allá de la lucha contra el absolutismo y la dominación del Imperio español—, solamente se contemplaba la desaparición de las autoridades españolas y el gobierno republicano, pero no las demandas sociales de estos revolucionarios independentistas. Por ello, los gobiernos de la naciente burguesía mexicana —y la actual en la época imperialista— en el “Grito de Independencia” nunca han mencionado los Tratados de Córdoba firmados por el Virrey Juan O’ Donojú y el criollo Iturbide, donde se afirmaba que la independencia alcanzada no modificaría el sistema de la propiedad ni la importancia de los españoles en el nuevo régimen político.
Sin embargo, si realizamos una comparación histórica, podemos decir que la Guerra de Independencia mexicana, a partir de 1823, sobrepasó los límites que se impusieron los revolucionarios franceses que pretendieron combinar la soberanía real y la de la Nación, como quedó expuesto en su Constitución de 1791, cuando todavía no alcanzaba su apogeo ese proceso revolucionario que posteriormente se radicalizó por la política y la fuerza de los jacobinos. Y es que en el naciente México no actuó el Termidor como si lo fue en Francia y España. Acá el resultado fue la abolición del mandato imperial español, para edificar una república con nuevas instituciones afines al desarrollo de las formas pre-capitalistas que se venían desarrollando en la Colonia.
Por una segunda independencia mexicana
A partir de la conquista española en América, y en México en particular, el proceso de acumulación originaria del capital se basó —como decía Marx— en la rapacidad y la barbarie capitalista en la búsqueda de ganancia. Así, la esclavización del robo y el asesinato (…” la violencia, en una palabra”), [3] son la base de la riqueza extraída por el colonizador en el antiguo Imperio Azteca. Durante 300 años, el despojo de tierras de las comunidades indígenas y el sometimiento de sus pobladores a través de la espada y del crucifijo, sostuvieron a la monarquía española de la clase parasitaria que la componía.
La Guerra de Independencia logró la autonomía de los criollos que, al romper con la Corona Española, desarrollaron sus negocios y sus leyes, pero siempre subyugando a los indígenas y los trabajadores “liberados” del yugo imperial. Nuevas instituciones surgieron: la República con su división de poderes; un ejército “popular” y una legislación que estableció las garantías de explotación de la fuerza de trabajo.
Después del periodo de la Guerra de Reforma y la lucha contra la intervención francesa, el capitalismo mexicano se desarrolló; aunque todavía incipientemente pese al crecimiento de una clase obrera que surge de las innovaciones de industria y bajo formas de trabajo caracterizadas por la sobre explotación. La posterior Revolución Mexicana, no logró resolver el problema de la miseria del campo y la falta de tierras, aspiración por la que fueron a la guerra miles de campesinos. Y con la consolidación del nuevo Estado mexicano y la formación de una burguesía ligada al capital extranjero, la Nación se vuelve cada vez más dependiente del imperialismo mundial, fundamentalmente del estadounidense.
Las recientes huelgas en Matamoros contra las empresas transnacionales maquiladoras y otras luchas en las últimas décadas muestran que, a 209 años de iniciada la Guerra de Independencia, México está subordinado a las exigencias económicas y políticas de países imperialistas, como lo muestra de forma brutal la opresión del gobierno de Donald Trump.
Es necesaria una segunda independencia, encabezada por la clase obrera y acompañada por los campesinos y demás sectores populares, para acabar con el poder de la clase dominante y la sujeción a las potencias que expolian al país. Por eso decimos que la ceremonia del “Grito de Independencia”, oculta que desde entonces sólo se favoreció la clase dominante.
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