Esta semana se cumplieron 35 años de las elecciones que consagraron a Raúl Alfonsín como presidente de la restauración democrática. En el marco del ascenso de Bolsonaro en Brasil y con motivo del aniversario, se discutió sobre la democracia, reinvindicándola en general y criticándola en términos de imperfecciones, deudas, limitaciones, falta de maduración, errores o excesos del sistema político que se presenta como el máximo horizonte de lo posible, pero no se debatió en torno a su estructura o a su naturaleza más profunda. Los últimos hechos resonantes que muestran violaciones flagrantes a elementales derechos democráticos, como la desaparición de Santiago Maldonado, el asesinato de Rafael Nahuel o la reivindicación de la doctrina Chocobar por parte del Estado; muestran algunas contradicciones esenciales de la base institucional de la democracia. Son hechos y prácticas antidemocráticas recientes y coyunturales, pero no los únicos: existe un pacto de convivencia permanente con las fuerzas de seguridad (policías provinciales y especialmente la Bonaerense); un uso y abuso de las cloacas de los servicios de inteligencia, un sottogoverno que opera en las sombras y condiciona al conjunto del régimen político; un Poder Judicial privilegiado y vinculado íntimamente a los espías o una amplia continuidad en las fuerzas de seguridad, entre los servicios y en el Poder Judicial del personal que revistó bajo la dictadura. El listado puede ampliarse y, como se dice, “hacer sistema”: en términos institucionales, la concentración de poder en el Ejecutivo y el uso discrecional y arbitrario de los recursos fiscales para disciplinar a opositores, el decretismo y el poder del veto, como lo vimos con la “ley antidespidos”. En lo que afecta a la organización de los trabajadores, un régimen sindical estatizado y en muchos casos totalitario con métodos de patota para el control del movimiento obrero (una característica permanente del Estado argentino); y en relación a los problemas sociales, una regimentación y policialización de la vida civil, especialmente contra la juventud de los barrios pobres. Esto sin hablar de otros derechos democráticos básicos negados, como el derecho al aborto legal, la no separación de la Iglesia del Estado (una cosa, evidentemente, relacionada con la otra) o la restricción al derecho a la información y la palabra con la concesión de licencias y pauta a los monopolios mediáticos afines. Los partidarios de la coalición oficial pueden argumentar que varias de estas últimas cuestiones no son privativas de su administración y tienen razón. La sustancia de esta democracia degradada fue trabajosamente construida y sedimentada por los distintos gobiernos desde la caída de la dictadura. Transcurrieron 35 años de una historia que tiene entre sus padres fundadores a Alfonsín. El “progresismo democrático” del presidente radical fue sepultado con la capitulación frente a los militares a quienes otorgó las leyes de Obediencia Debida y Punto Final; bajo su Gobierno se produjo el fusilamiento a sangre fría de los militantes del Movimiento Todos por la Patria en el intento de copamiento del cuartel de La Tablada. Y luego de un sistemático ataque a las condiciones de vida de la población, la coronación fue la violenta represión de los saqueos de 1989 poco antes de la huida del poder. El plan de entrega que llevó adelante Carlos Menem es reconocido por todos y todas, además de la pérdida histórica de conquistas de derechos laborales. Fue complementado con la impunidad para los genocidas, mediante los indultos y las represiones salvajes producidas durante toda la década del ‘90. Este proyecto fue consolidado, no hay que olvidarlo, con el Pacto de Olivos con Alfonsín que habilitó la reelección de Menem. La Alianza continuó y profundizó el modelo y llevó a la debacle nacional que culminó con más de treinta muertos en todo el país en el 2001. La transición duhaldista acompañó la devaluación y el asalto al salario con la tristemente célebre represión que terminó en el asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán que obligó al adelantamiento de las elecciones. El kirchnerismo debió arbitrar en ese contexto que, como afirmó el historiador Tulio Halperin Donghi, permitió que el Estado retuviera el monopolio de la violencia a condición de usarla lo menos posible. Ese fue el marco del discurso de “no represión” y el impulso a los juicios de algunos jerarcas militares. Sin embargo, allí estuvieron Jorge Julio López con la funesta actuación en los momentos claves de la desaparición (los días en los que Aníbal Fernández afirmaba “a lo Bullrich” que podía estar “en la casa de la tía”) pese al reconocimiento posterior de Néstor Kirchner; también Mariano Ferreyra asesinado por una patota sindical de un gremio aliado al gobierno o Luciano Arruga secuestrado y desaparecido durante más de cinco años por la Bonaerense. También, la Gendarmería y el sistema de espionaje del Proyecto X, con Sergio Berni al mando o Cesar Milani al frente del Ejército. Pero si hay algo que demuestra la impunidad que reinó en todos estos años y que es constitutiva del carácter de esta democracia es la negativa a abrir y hacer públicos los archivos de la dictadura. Es una razón de Estado porque condenaría a todo régimen político, judicial, empresarial, eclesiástico y sindical; empezando por los intendentes que les cedieron los partidos “democráticos” al régimen del genocidio: 301 la UCR (30%), 169 el peronismo (19,3%), 23 los neoperonistas (2.7%); 109 Demócratas Progresistas (12.4%), 94 del Movimiento de Integración y Desarrollo (10.7%), 78 de las fuerzas federalistas provinciales (8.9%), 16 de la Democracia Cristiana (1.6%); y 4 del Partido Intransigente (0,4%). Los archivos hablarían, además, de los campos de concentración en las empresas, de la bendición de las cúpulas de la Iglesia, de la complicidad judicial y de los dirigentes sindicales (que habían empezado su trabajo sucio en las Tres A). El orden democrático se construyó sobre ese soberano secreto de Estado. Todo el itinerario de estas tres décadas y media hablan de las rupturas, pero también de las continuidades de la democracia y la dictadura y que se relacionan con cómo fue la caída de los militares en la Argentina. Pero lo que es seguro, que estas “falencias” no fueron imperfecciones, deformaciones, ausencia de maduración o desvíos de un camino hacia el ideal democrático inexistente, sino parte constitutiva de su naturaleza. Y su naturaleza es de clase.