Este sábado por la madrugada falleció el excampeón del mundo en un hospital de Phoenix, Estados Unidos.
Alejandro Wall @alejwall
Domingo 5 de junio de 2016 09:58
La cámara enfoca en primer plano a Muhammad Ali en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York. Es septiembre de 1974, falta un mes para el combate contra George Foreman en el Zaire, y Ali escupe en la conferencia de prensa uno de sus monólogos más memorables: “Luché contra un cocodrilo –les dice a los periodistas-, me peleé contra una ballena; esposé rayos y truenos en prisión. Eso es malo. En la última semana, asesiné a una roca, herí a una piedra, hospitalicé a un ladrillo; soy tan malo que hago enfermar a la medicina". Si se lo escucha en inglés, y se mira el detalle de sus gestos, lo que hace Ali es rapear. Alí es un rapero contando sus verdades, prometiendo destrozar a Foreman y quedarse con el título mundial de los pesados perdido por haberse negado a ir a Vietnam.
Esa forma de hablar era un rasgo característico de Ali, su marca registrada. David Remnick, el autor de El rey del mundo, una de las biografías más estupendas que se hayan escrito sobre Alí –y tal vez sobre un deportista-, cuenta que Odessa Grady, la madre del boxeador, siempre supo que su hijo sería así, un bocón, como lo definieron alguna vez. "Trataba de hablar con fuerza cuando era un bebé –decía Odessa-. Solía parlotear. La gente reía y él sacudía su rostro y parloteaba más rápido. No veo cómo alguien puede hablar tan rápido, al igual que un rayo”.
La escena en el Waldorf Astoria es una de las primeras de Cuando éramos reyes, el documental de la pelea Ali-Foreman, el 30 de octubre de 1974, en Zaire, el Congo belga, una escenografía excéntrica para el boxeo, sólo posible porque el dictador Mobutu Sese Seko pagó una bolsa de diez millones de dólares, en uno de los primeros negocios del promotor Don King. La obra de León Gast, que ganó un Óscar en 1996, exuda la leyenda de Alí, un mito inabarcable. El bocón y arrogante, pero también el que defendía el orgullo negro, el que había acompañado a Malcom X y se había negado a la guerra de Vietnam. “Alí ya estaba asustado, y sabía que se iba a asustar cada vez más a medida que se acercara la pelea”, dice en la película Norman Mailer, que viajó a Kinsasha, la capital, y escribió el relato de esa aventura en su libro El combate.
“¿Y si la clave para entender al gran hombre fuera el miedo?”, se preguntó en estos días el periodista español Enric González. “Sólo la lucha continua contra el miedo –escribió en el diario El Mundo- permite componer el mosaico de una personalidad aparentemente múltiple y contradictoria: tuvo dos nombres, dos (o más) estilos de boxeo, fue un enemigo declarado de la raza blanca y años más tarde se convirtió en el abuelo más querido de América”. De algún modo, fue el miedo el que hizo de Alí un boxeador. Empezó a pelear en Louisville, donde nació, después de que le robaran su bicicleta. Y ahí también aprendió primero el arte de esquivar que el de pegar.
El miedo a la guerra –a que lo maten en la guerra- pudo ser también una hipótesis para que Alí rechazara ir a Vietnam. Dos veces Alí fue declarado no reclutable porque su coeficiente intelectual no llegaba a 80. Recién en 1967, después de que se bajaran los límites, Alí fue sorteado. Pero se negó a alistarse en el ejército y se convirtió en un activista anti guerra. “No voy a tirar bombas en Vietnam mientras a los negros mi tierra los tratan como perros. El verdadero enemigo de mi gente está acá”, dijo Alí, que ya había dejado su “nombre de esclavo” para unirse a la Nación del Islam de Elijah Muhammad.
Aún como una forma de autodefensa, fue pura valentía lo que hizo. Porque para enfrentar al miedo, en cualquier caso, hay que ser valiente. Alí prefirió la cárcel. Ser desterrado. Ser despreciado. “No voy a traicionar a mi religión, a mi gente ni a mí mismo convirtiéndome en un juguete para esclavizar a quienes luchan por justicia, libertad e igualdad. ¿Y si voy preso qué? Ya estamos presos desde hace 400 años”.
Lo despojaron de sus títulos y le sacaron la licencia deportiva. Recién en 1971, en su primer combate con Joe Frazier volvería a pelear por el título mundial. Pero fue contra Foreman en Zaire, durante un épico octavo round, rompiendo las predicciones de los periodistas que lo daban por terminado, que recuperó el trono de los peso pesado; el que en 1965 le había ganado a Sonny Liston en Miami con un golpe invisible y, a la vez, el más fotogénico de la historia.
“Una mezcla extraña de la energía, la improvisación y la velocidad –lo describió Remnick, biógrafo de Alí, en un artículo publicado luego de la muerte en The New Yorker-; un maestro de la rima de predicción y burla; un ejemplo y símbolo de orgullo racial; un luchador, un proyecto del resistente, un acólito, un predicador, un separatista, un integrador, un cómico, actor, bailarín, una mariposa, una abeja, una figura de inmenso valor”.
Alí fue mucho más que un boxeador. Su influencia resultó más determinante, incluso, por lo que hizo abajo del ring que arriba. El bailoteo, los saltitos, el vuelo de la mariposa que aguijonea como una abeja, lo convirtieron en un estilista del box. Pero Alí fue, sobre todo, una figura contracultural por fuera de eso; un ícono punk que superó su tiempo, con intervenciones que incomodaban a la sociedad estadounidense y desafiaban a los blancos, que sólo pretendían la sumisión de los negros. “¿Por qué Jesús es blanco y de ojos azules?”, preguntaba Ali en televisión partiendo a un país entre los que lo odiaban y lo amaban, como si diera un puñetazo desde adentro de la pantalla
Pero así como Ali no hubiera sido Ali sin sus acciones abajo del ring, tampoco lo hubiera sido si no ganaba combates como los que le ganó a Foreman en Zaire, o Frazier en Filipinas. El mito es todo eso, una unidad. Y es lo que vino después, cuando abandonó su lugar de activista radicalizado y se convirtió en una figura de consenso, un ícono universalizado: un Papa Francisco, como lo comparó Reimnick, o un Dalai Lama.
Enfermo de Parkinson, en 1996 encendió la antorcha de los Juegos Olímpicos de Atlanta. Y con la invasión a Afganistan no se convirtió en un militante anti belicista, sino que viajó hasta el lugar en una denominada “misión de paz” de la ONU. En 2009, Ali fue el invitado de honor a la asunción de Barack Obama, el primer presidente afroamericano. Obama reivindicó en estos días al Ali más ecuménico, al que comparó con Martin Luther King y Nelson Mandela. En 2011, Ali le respondió al periodista David Frost que prefería “esquivar” su pregunta sobre Al Qaeda porque había gente de todo el mundo que lo amaba, y porque además tenía negocios en todos lados. Pero sí llegó a contestarle al candidato presidencial republicano Donald Trump sus arremetidas contra los mulsumanes: “Soy un musulmán y no hay nada islámico en matar a personas inocentes en París, San Bernardino, o en cualquier otro lugar del mundo”, dijo, ya sin el tono de su juventud.
Alguna vez le preguntaron si el miedo era la fuerza que lo mantenía alerta. “Yo no lo llamo miedo –contestó Ali-. Lo llamo tener un gran susto”. Pero Alí enfrentó cualquier situación. Nunca se escapó. En Cuando éramos reyes, el escritor y periodista estadounidense George Plimpton contó que vio a Ali, ya retirado, dar un discurso brillante ante estudiantes de la Universidad de Harvard. Y que cuando terminó, todos lo aplaudieron, pero alguien entre los alumnos le pidió un poema. Plimpton dijo que Ali era disléxico. El boxeador que rapeaba, el que hablaba rápido y con musicalidad desde que era un niño, sin embargo, tenía transtornos para leer y escribir. Ali, relató Plimpton, se quedó en silencio. Todos se quedaron en silencio. Hasta que dio su poema ante los estudiantes: “Yo, nosotros”. No necesitó más que esas palabras.