Presentamos ante nuestros lectores una serie de cuatro artículos originalmente publicados en la Revista Comunidad de la Universidad Iberoamericana escritos por Ángel Palerm reflexionando sobre lo que fue el 68 mexicano. Este artículo es la primera parte, originalmente publicado en Comunidad, Vol. III, N° 17, febrero de 1969, págs. 90-102 bajo el pseudónimo de “Profesor A.”.
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El autor de estas notas confiesa ser profesor de ciencias sociales. Como la casi totalidad de sus colegas, reparte su tiempo entre la enseñanza universitaria y otras actividades profesionales, sobre todo de investigación social aplicada. Quiere indicar con esto que su horizonte, afortunadamente, no está constreñido por la pura vida académica. Sus notas sobre el movimiento estudiantil constituyen, o más bien desean ser, nada más que un documento de testimonio personal. O sea, que de ellas se excluye cualquier tentativa de tratamiento o análisis sociológico formal de la cuestión. Lo cual no quiere decir que la actitud profesional esté enteramente ausente. Ocurre que el observador es, al mismo tiempo, científico social. El hecho debe tener algunas consecuencias inevitables y previsibles. La determinación de publicar estas notas obedece, más que nada, a la excitativa de algunos colegas. Ellos, como el autor, piensan que testimonios personales semejantes, tanto de profesores como de estudiantes, deberían ir engrosando un gran expediente documental. En su día quizá esto contribuya a llegar a un mejor análisis del movimiento estudiantil mexicano, tan necesitado de comprensión humana como de interpretación científica.
Las notas fueron escritas, con frecuencia, bastante después de ocurridos los hechos que las motivan; en todos los casos han sido revisadas. No pretenden ser, entonces, un testimonio en el sentido de que expresen los pensamientos y reflexiones de un observador mientras presencia ciertos acontecimientos. Mucho menos quieren ser registro objetivo y fidedigno de ellos. No se ha tomado en cuenta tampoco, excepto en lo más esencial, el orden cronológico, El lector debe considerar estas circunstancias, que son propias de toda visión retrospectiva y por tanto reelaborada. Quizá esto es todo lo que el lector debe conocer de antemano a título de advertencia. Los demás posibles prejuicios del autor aparecen con cierta claridad en las notas, al igual que otras condiciones de la observación, tales como lo reducido del campo, la naturaleza selectiva de los contactos, los límites y las formas de participación, etc.
Bien dice quien dijo que no es posible regresar a ninguna parte, o bañarse dos veces en el mismo río. Esta vuelta a mi vieja Escuela es como llegar a un lugar nuevo. Primero está el contraste entre el caserón colonial, con los extraños aditamentos que le dieron los indecisos esfuerzos para modernizarlo, y el espléndido nuevo edificio, del cual uno no sabe si admirar más la astuta habilidad de los arquitectos para conseguir lo espectacular o la insensatez funcional del diseño.
Quince años de ausencia, con esporádicas nostalgias y breves escapadas a México, quizá me han predispuesto a la crítica más de lo usual. Pero en este cambio de edificios me parece adivinar algo que no es meramente símbolo satisfecho de progreso, sino afán inseguro de monumentalidad y culto de nuevo rico al cascarón. Los apologistas del nuevo estilo lo encuentran congruente con la grandeza de la ciudad y con el ímpetu del país. Hasta razonan antecedentes y justificaciones en las construcciones prehispánicas y españolas. Probablemente es cierto desde un ángulo puramente formal. Quizá también es verdadero desde el punto de vista de una población mayúscula y aún creciendo, particularmente en colonias como la Nezahualcóyotl.
Hubiera deseado ver las mismas concepciones grandiosas aplicadas a la investigación y a la enseñanza que se desarrollan dentro de esta (¿monstruosa?) fábrica. Sospecho siempre de lo que oigo llamar ahora el “apantallamiento”, una nueva y feliz palabra para hacer casi palpable un estado de cosas muy peculiar. ¿Tendrá la política que apantalla las mismas correlaciones y contexto en todos los países? Porque si el verbo es nuevo en la acepción mexicana, todo lo que significa es viejo, conocido y molesto.
Compruebo rápidamente, con cierta amarga complacencia, que si en cuanto a alojamiento hemos ascendido en forma increíble en la pirámide social, en cuanto se refiere a medios de estudio, investigación y enseñanza, seguimos perteneciendo al proletariado ínfimo. Si acepto la invitación de dar una cátedra en la Escuela, cosa que pienso hacer de todas maneras, empezaré a ganar un poco menos que las sirvientas de buenas casas.
Todo lo demás, y es un todo que cubre muchas cosas, también ha cambiado, a veces de maneras sutiles y difíciles de explicar. Están, por ejemplo, los estudiantes. Muchos, muchísimos más que en mis tiempos. Con los que ahora asisten a un curso de primer año se llenaría la vieja Escuela. ¿Dónde están las fuentes de trabajo y de ocupación para ellos?
No es el número lo que me impresiona más, sino algunos indicios externos de la composición del alumnado, Recuerdo que siempre hubo una cuota discreta de transeúntes, atraídos por una cierta aura extraña que tiene la Escuela, rechazados luego por la disciplina del estudio y las exigencias del trabajo serio. Ahora parece haber más de ellos, y bastantes menos profesionales y estudiantes avanzados de otras carreras, que acudían interesados por las perspectivas abiertas por la ciencia social. También advierto menor proporción de alumnos de extracción humilde, con frecuencia de aire fuertemente provinciano y aspecto indígena.
Me asombra ver los muros de los patios cubiertos de carteles, pancartas y consignas de un radicalismo político con tintes infantiles. Algo inconcebible aún en las épocas más frenéticas de nuestra lejana actividad política, Aquí, como he visto en las universidades de Estados Unidos y de la mayor parte de América Latina, el Che Guevara y Camilo Torres son los héroes. Es decir, no los triunfadores sino los combatientes y las víctimas.
Fidel ya es casi un antihéroe, Vasconcelos (nunca santo de mi devoción) escribió sobre el culto de los mexicanos por los grandes derrotados. Pero, por supuesto, el sentido de la fidelidad a Cuauhtémoc es el rechazo de Cortés y no la vocación del fracaso. Juárez fue todo menos un vencido, y sin embargo no hay culto a Maximiliano fuera de la cursilería. Aquí no hay necrofilia, sino romanticismo, ingenuidad y quizá también esnobismo.
De todas maneras, encuentro algo extraño en estas muestras tan ostensibles del sentimiento político de los estudiantes, sea cual fuere su seriedad y profundidad. Soy de los que piensan, quizá con exceso de malicia, que las autoridades no sólo toleran, sino a veces alientan las protestas de los jóvenes, siempre que vayan contra algún otro régimen. Aparentemente el mecanismo sirve para el desfogue de la caldera. Muchos de nuestros intelectuales han ayudado a fijar este hábito, firmando innumerables, severos y dignos manifiestos, pero enmudeciendo cuando ocurre algo en casa.
Soy consciente ahora de que nosotros fuimos “instrumentalizados” algunas veces de esta manera. Instrumentar es otra de las interesantes palabras que voy aprendiendo. Pero no me parece que sea así en la Escuela de estos días. El periódico mural, con agradable y casi irreprochable imparcialidad distribuye ataques de diversas fuentes contra Johnson, Franco, De Gaulle, las diversas “troikas” rusas, Mao y los presidentes López Mateos y Díaz Ordaz. La crítica al mundo, de fuera, que los estudiantes no suelen conocer más que por los medios de comunicación, va acompañada de otra, igualmente vigorosa, del mundo propio que sí conocen, o que empiezan a descubrir con asombro y dolorida vergüenza.
Unos días después de comenzar mi curso tuve que revisar el programa, porque los estudiantes no podían avanzar a la velocidad requerida. El nivel general de conocimientos es muy bajo. Veinte años después de terminar yo la carrera siguen sin haber los manuales auxiliares necesarios, sin traducirse los textos clásicos ni las grandes monografías ejemplares. Pocos pueden trabajar con idiomas extranjeros. El fondo de la biblioteca está cuando menos con diez años de atraso. No suele haber más que un ejemplar de cada título. Encuentro enormes vacíos en las colecciones.
Los estudiantes, la mayoría de ellos, tratan de compensar todo esto con una gran y excesiva docilidad, cuando menos externa, a los maestros. Es una agradable sorpresa encontrar entre ellos tantos chicos inteligentes, algunos realmente brillantes. Pero, aparte de la falta de medios, muestran poca inclinación al estudio sistemático, y al trabajo personal, independiente. La transmisión de conocimientos es predominantemente oral, casi pre-Gutenberg. Hay que ocuparse de multitud de cosas que deberían resolverse en la biblioteca, por deficiente que sea, y no en la clase.
El aula está atestada. Los arquitectos no pensaron en el número, en la ventilación y en los ruidos. No hay dispositivos para proyecciones, ni aún ganchos para colgar mapas. Alrededor de cien personas convierten cualquier aula en sala de conferencias, y en público amorfo a los estudiantes. La comunicación personal es casi imposible. Tiene que hacerse en el café y en los patios, si es que los maestros tienen tiempo. No hay un sistema de becas que valga la pena mencionar, ni siquiera para los mejores estudiantes. Muchos de ellos trabajan desde temprano hasta media tarde; en la noche están agotados. No tienen tiempo ni ganas de estudiar seriamente.
A medida que el público se ha ido individualizando, convirtiéndose en personas y estableciéndose comunicación, han comenzado a aflorar puntos de vista sobre la Escuela, la enseñanza y los maestros. Muy críticos son los estudiantes, pero a la vez resignados a aceptar la situación como inevitable, excepto en casos extremos. Uno de estos fue, precisamente, el del profesor que me antecedió, obligado a abandonar el curso sin terminarlo ante una persistente protesta colectiva. El incidente ganó para este grupo fama injustificada de indisciplina y rebeldía. Yo encuentro a los estudiantes mexicanos mucho más respetuosos y apacibles que sus coetáneos norteamericanos. Sobre todo, mucho menos exigentes con sus profesores. Todo ello puede ser bien aparente. Las aguas latinas son profundas y tenemos un hábito ancestral de disimulo ante la jerarquía.
La atmósfera intelectual de la Escuela corresponde, desde luego, al melancólico panorama. Uno se sentiría tentado de culpar a los maestros, si es que ellos no estuvieran prisioneros de las mismas deficiencias del sistema. La fuente más viva de la enseñanza, la investigación, no existe en la Escuela, y la que se hace fuera de ella no se relaciona, más que raramente, con la enseñanza. Los chicos dicen que hay dos grandes categorías de maestros: los profesores de carrera, que no existen en la Escuela, y los profesores de carreras, que corren de una clase a otra tratando de conseguir un nivel de vida superior.
Los profesores, evidentemente, no están exentos de responsabilidad. No sólo porque hay malos maestros, como en todas partes, sino porque aquí hay más que en otros lugares. Pero sobre todo por falta de iniciativa y de acciones firmes en busca del mejoramiento de la Escuela. Quizá el pecado personal más grave, que está en el fondo de la inacción, es el provincialismo. Tengo la impresión de que la Escuela, como el país en general, se ha ido encerrando estos años en un círculo fabricado de autosatisfacción y aislamiento. Los contactos con el mundo científico son pocos, breves e insatisfactorios.
El contraste con los tiempos que me tocaron es fuerte y deplorable. Mi generación se formó, sin méritos especiales, bajo la guía intelectual y científica de una combinación afortunada de mexicanos, desgraciadamente ya desaparecidos o retirados de la enseñanza muchos de ellos; de refugiados europeos, ya regresados a sus países en la casi totalidad, y de norteamericanos, reducidos por la guerra mundial a trabajar en el área latinoamericana. Por lo demás, casi todos tuvimos y utilizamos la oportunidad de completar estudios en el extranjero, de mantener contactos y relaciones con los colegas de otros países.
La coyuntura de la guerra terminó sin que se tomaran medidas para mantener e incrementar estas fértiles relaciones con el mundo. Las consecuencias son ahora muy visibles. Encuentro el ambiente intelectual de la Escuela sumamente deprimente, y más todavía cuando la mediocridad se niega a reconocerse a sí misma. Los mejores maestros, que casi siempre son los mejores investigadores, han depuesto las armas de la crítica y se han rendido al formalismo burocrático.
Si nosotros, profesores, solemos interrogarnos tan amargamente sobre el estado de la Escuela (al menos, algunos de nosotros), los chicos llevan las preguntas más lejos. ¿Qué va a ser de ellos en la vida profesional, a la que van a llegar tan mal preparados? ¿Es que el país no necesita buenos científicos sociales, y nuestra carrera es, simplemente, un lujo costeable sólo a base de pobretería? ¿Es que un triunfalismo (como se dice ahora en la Iglesia) sin justificación verdadera ha llevado a nuestros dirigentes a la conclusión de que no existen problemas sociales más que a corto plazo? ¿Se teme a las investigaciones y a los científicos sociales, como en un tiempo se temió más al médico que a la enfermedad?
Al revisar las notas anteriores observo que su tema casi único son los problemas académicos y el futuro profesional. Pienso que esta no es una representación indebida de lo que realmente preocupó a los muchachos durante mi primer año en la Escuela. Por supuesto, continuaron las actividades políticas por medio de vociferantes exposiciones murales. Quizá había otra vida política subterránea y organizada. Pero no lo creo. En todo caso se trataría de grupos minúsculos.
Como un buen ejemplo de la situación anoto las elecciones para la nueva junta directiva de la sociedad de alumnos. Las caras conocidas en ella son chicos estudiosos, elegidos con un programa sin ingredientes políticos, que responde adecuadamente a las necesidades más claras y urgentes de la Escuela. Ellos son, por medio de sus representantes en el Consejo de la Escuela, los que plantean con mayor persistencia los problemas de mejoramiento académico, a veces sin mucho tacto y coherencia, pero con empeño e interés.
Al fin, este ejercicio reformista resulta extremadamente frustrante para todos. El Consejo aprueba, aunque con cierta dificultad, resolución tras demanda, pero el tiempo transcurre sin obtener resultados. Se diría que existe en algún lugar una inconmovible voluntad inmovilista. Se atribuye a la dirección de la Escuela una frase culpando a la primavera de la agitación reformista. Llegará el verano y se acabarán las inquietudes. Tal es el ciclo anual. El verano próximo va a ser, sin embargo, el de 1968.
He visto otras muestras significativas del estado de ánimo político de los estudiantes. Un pequeño número de egresados se ha intitulado “generación de 196”, algo insólito en la Escuela, y ha buscado, cosa toda vía más anómala, el padrinazgo de una figura pública, condenada al ostracismo por el régimen actual. La asamblea de alumnos, me cuentan, resolvió desconocer a la “generación”, con una manifestación bastante dura de su disgusto.
De todas maneras, se celebró un pequeño acto, oficialmente patrocinado por las autoridades de la Escuela. Durante varios días no he dejado de oír comentarios burlones de los estudiantes sobre el discurso del licenciado M.
Durante el semestre se anunciaron películas sobre Vietnam y Cuba, así como conferencias sobre la violencia en Guatemala y la situación política española. Concurrencias poco nutridas, particularmente en las conferencias. Entre tanto, las sesiones de cine clásico y documental están repletas. El desinterés resulta a veces embarazoso, como cuando nos encontramos solos el conferencista invitado, dos profesores y algún alumno despistado. Las conferencias profesionales en cambio, en especial las que han estado a cargo de visitantes distinguidos, son seguidas con mayor entusiasmo.
He oído atribuir esta situación de la Escuela, que se supone peculiar y anómala, a su aislamiento físico de los grandes centros de enseñanza superior, donde existe, se dice, un alto grado de politización (otro nuevo vocablo cargado de connotaciones). Puede ser así, pero no sería una explicación suficiente, entre otras cosas porque los estudiantes de la Escuela no son indiferentes a la política. Más bien, yo diría, sus intereses circulan por otros caminos o se expresan de otras maneras que las atribuidas a la CU o al Poli.
Resulta difícil explicar de qué se trata realmente. Al límite a que puedo llegar, dada mi posición en la Escuela y mis relaciones personales, diría que el interés político de los muchachos es, sobre todo y por ahora, de carácter intelectual. Por ejemplo, hay un claro despertar (aunque en la minoría) de renovada preocupación por Marx, que no se traduce, ni mucho menos, en frecuentes afiliaciones a alguno de los múltiples grupos comunistas nacionales. (Uno está, naturalmente, confuso por la variedad de tendencias y matices en México. Stalinistas y trostquistas, se entiende en mi generación; pero además, soviéticos, chinos, italianos, yugoslavos, guevaristas, fidelistas, espartaquistas, neo-trostquistas, etc.). El Marx que parece interesar mayormente a los chicos es el de la alienación humana; el joven envuelto todavía en las brumas del romanticismo teutón; el destructor de sistemas; el Marx profético y encolerizado. No el Marx idealizado en la iconografía socialista y comunista, demiurgo de sistemas y moldeador de patrones ideológicos.
Al lado de esta manera de tomar conciencia política, que está evidentemente condicionada por los reflejos de las influencias de los movimientos europeos, existe otra mucho más nativa y pragmática. O sea, la confrontación del estudiante de ciencias sociales con el sistema político, socioeconómico y cultural del país. No hay duda que la actividad científica sociológica agudiza la conciencia social, aunque nunca he visto resuelto a mi satisfacción el problema de si la vocación sociológica obedece a una previa conciencia o al revés. No tenemos, en verdad, estudios sobre las motivaciones para la elección de una carrera.
Lo que se puede observar, en nuestro caso, es el crecimiento paralelo en los estudiantes de una vocación sociológica y de una conciencia social. No hay duda que ambas están entrelazadas y se estimulan mutuamente. Ahora bien, en otras carreras la conciencia social no sólo puede, sino que necesariamente se canaliza en actividades profesionales congruentes con ella. Quiere decirse, por ejemplo, que la misión concreta de un médico o de un ingeniero puede satisfacer, a la vez, un cometido profesional y una función social. Por supuesto, esta confluencia a menudo resulta ilusoria y hablamos entonces de alienación.
El científico social, sin embargo, con frecuencia ha asumido un papel casi exclusivamente de crítico, de investigador de las disfunciones, de los problemas, de la patología social. Es decir, que el ejercicio profesional del sociólogo (o del antropólogo social) consiste, precisamente, en exteriorizarse a su propia sociedad, verla con ojos de marciano recién aterrizado, para determinar sus fallas y buscar remedios. Pero las fallas resultan ser casi siempre estructurales, y las soluciones implican la reorganización de la sociedad. De esta manera, aún a nivel puramente profesional, el estudiante de ciencias sociales que confronta su propia sociedad puede encontrar que el marco intelectual más propicio para el análisis y la definición de posiciones es el marxista.
Por supuesto, no toda ciencia social ni todo investigador sigue necesariamente esta ruta. Otro camino es, por ejemplo, el que han seguido los teóricos del equilibrio, que categorizan la inestabilidad y el conflicto como disfunciones. Tales tendencias, que han dado lugar a las variedades más abundantes de la sociología y de la antropología aplicadas, se plantean la necesidad de ajustes y cambios no estructurales. Nuestros estudiantes de ciencias sociales han recibido dosis considerables del pensamiento de los autores norteamericanos, principales representativos y promotores de esta tendencia. La actitud entre ellos, sin embargo, suele ser completamente escéptica, aún en aquellos estudiantes (la mayoría) que no han aceptado los esquemas de naturaleza revolucionaria.
Todavía existe una tercera manera de formar y desarrollar conciencia política, observable en el cuadro limitado de una Escuela. Es la propia vida institucional de la Escuela, que viene a constituir un microcosmos del sistema nacional y una anticipación de lo que espera a los estudiantes cuando se conviertan en profesionales. No repetiré lo anotado sobre los problemas de la vida académica, excepto para subrayar el dato del inmovilismo. Creo poder decir con toda honestidad, que las fases más críticas y desfavorables de la actividad escolar serían aceptadas por los estudiantes en tanto que fueran limitaciones objetivas e insuperables. Pero no en tanto que son, o parezcan ser, producto de una voluntad negativa de aceptar reformas y de promoverlas vigorosamente, aceptando y buscando para ello la participación y el apoyo más activo de los estudiantes.
Búsqueda constante de soluciones reales, congruentes con nuestra limitación de medios; sentido de verdadera participación en esta busca, lo mismo que en la implementación de las medidas adoptadas; voluntad positiva de cambio. He aquí algunas de las condiciones esenciales para transformar la agitación escolar en una cooperación renovadora de las instituciones.
Los muchachos alegan que, por el contrario, existe en vigencia un sistema que no sólo se opone a todo esto, sino que además penaliza a los que tratan de promover el cambio. Recuerdan, por ejemplo, y yo no podría confirmarlo o denegarlo, que los dirigentes de una huelga estudiantil (que por otra parte fue legitimada al aceptarse la mayor parte de sus demandas) no han conseguido, todavía ahora, incorporarse completamente a las instituciones públicas de enseñanza e investigación. Es más, que algunos que lo han conseguido permanecen en posiciones inferiores a su talento, a su capacidad profesional y aún a sus años de servicios.
El sistema funciona entonces, al nivel institucional y al nacional, no precisamente para premiar la ineptitud, pero sí para alentar la dependencia y la sumisión, y para desmoralizar y aplastar las iniciativas espontáneas, el espíritu crítico y los cambios que no son generados por las autoridades formales. Si es así, verdaderamente, estamos fabricando los elementos para la crisis más seria de nuestra historia contemporánea.
Dentro de esta atmósfera el año académico avanza hacia su terminación y las Olimpíadas se aproximan; dos acontecimientos que van a ligarse de maneras imprevistas con la crisis estudiantil. Me atrevo a denegar, sin embargo, no importa cuán autorizadas sean las fuentes de la afirmación, que en la Escuela existiera relación alguna entre la agitación y los Juegos. Quizás se oyeran acres comentarios sobre el esfuerzo económico aplicado a las Olimpíadas, mientras tantos problemas urgentes están desatendidos. En general, el ambiente era de expectación y hasta de cierta euforia ante la proximidad de las competencias deportivas.
Las preocupaciones de los estudiantes siguen centradas firmemente en los problemas académicos y en los de su futura vida profesional. Esta inquietud se va convirtiendo en verdadera rebeldía ante la inacción de las autoridades. La gráfica expresión mexicana de dar atole con el dedo (se entiende que a un hambriento), nunca se habrá aplicado mejor que en nuestro caso. Se toman escasas medidas y las que llegan a ejecutarse son insuficientes y falsean los propósitos originales. Nada parece funcionar con eficacia, si no es la ciega maquinaria burocrática cuya presión conformadora se aplica incesantemente tanto a los profesores como a los estudiantes.
Un elemento, que yo encuentro nuevo en sus efectos, se agrega a la irritación creciente. Durante los últimos meses se han sucedido una serie de acontecimientos ominosos en los centros de enseñanza superior de la provincia, esta otra mitad de México (la primera es, por supuesto, el D. F.). En verdad, nadie parece estar bien enterado de lo que ocurre, pero las fotos y los relatos de los periódicos resultan siniestros. ¡Nos creíamos tan a salvo! “Esto” pasa en Sudamérica y es el estado natural de los pobres centroamericanos, pero “esto” no puede ocurrir aquí. “Esto” es desde luego, la ocupación militar o policíaca de las instituciones de enseñanza.
Trato ahora de expresar el estado de ánimo de los estudiantes sobre esta cuestión, sin intentar Juzgar la realidad de sus fundamentos. De cualquier manera, acontecimientos posteriores se han encargado de aclarar el asunto. Lo que me sorprendió entonces, me sigue asombrando todavía, es la fantástica falta de información sobre lo ocurrido, por ejemplo, en un lugar tan próximo a México como Morelia. Sigo pensando en este momento que la ignorancia de los hechos era, en gran parte, resultado de un deseo no claramente reconocido (o si se quiere inconsciente) de no enterarse. Y que, por otra parte, se aplicaba el típico bloqueo mental de “esto no puede pasar aquí”; es algo que ocurre siempre a otros, pero no a mí.
Mis observaciones no tendrían en este caso más que un discutible valor anecdótico, si no mostraran una cosa significativa e importante. O sea, la ausencia de una conspiración estudiantil organizada a nivel nacional, al menos con la participación de nuestra Escuela. Los datos, fotos y reportajes que aparecieron en los muros sobre lo ocurrido en Morelia, Villahermosa, Chilpancingo, Veracruz, etc., se obtenían de la prensa del D. F. y no de fuentes estudiantiles o políticas. Que yo pueda recordar no existió más que algún contacto directo con Veracruz, y eso en razón de que algunos profesores afectados por el conflicto eran egresados de la Escuela.
¿Hasta qué punto la brutalidad aparente de las intervenciones gubernamentales contra las universidades de la provincia precipitó el conflicto en el D. F.? No podría responder a esta pregunta, excepto en el sentido de que aumentó la irritación existente y llenó a todos de aprensiones. Encuentro lógico que la desmedida represión jugara un papel, pero la lógica no asegura la certidumbre de una conexión causal entre hechos diversos. Diría yo, más bien, que los estudiantes del D.F. tuvieron que descubrir por sí mismos, y no en cabeza ajena, los límites posibles de la acción gubernamental en su contra. El descubrimiento cuando llegó, pese a todos los antecedentes resultó tan inesperado que dejó a los muchachos ’en estado de “shock”.
Finalmente, está la cuestión del posible impacto de la revolución estudiantil francesa. La influencia es innegable y tendré ocasión de exponer algunos ejemplos. Sería, sin embargo, enteramente aventurado sugerir conexiones de orden genético (o causal) entre el movimiento mexicano y el francés, o el de otros países, en especial en términos de la conspiración mundial de que se ha venido hablando. Se han mimetizado actitudes consignas, palabras, formas de organización, etc. Pero esta es una cuestión muy diferente de la del origen del movimiento, que en cada país ha sido distinto. En ciencias sociales hemos aprendido a distinguir claramente los procesos de difusión de un fenómeno (sobre todo por vías de imitación), de los procesos independientes de aparición de fenómenos semejantes en diversos lugares, que más tarde tienden a convergir y homogeneizarse.
Mi conclusión personal, a la que volveré más adelante, es que el movimiento estudiantil mexicano, tal y como fue posible observarlo dentro de la Escuela, no presentó caracteres de conspiración mundial, ni de complot nacional, ni de imitación extralógica, como se dijo insensatamente.
La explosión prevista por muchos de nosotros se ha producido al fin en la Escuela. Primero una asamblea de estudiantes aceptó (otros dicen impuso) la renuncia de un cierto número de miembros de su junta directiva. Razones: inactividad ante los problemas de la reestructuración académica y falta de combatividad ante las autoridades. Los reemplazantes ciertamente parecen dispuestos a llevar las presiones mucho más lejos. Enseguida, una comisión se entrevista con las autoridades superiores y obtiene la sustitución del personal directivo de la Escuela, considerado por los estudiantes como un obstáculo para el proceso de reestructuración. Finalmente, los estudiantes obtienen una firme promesa de atender, en todo lo razonable y posible, a las demandas de mejoramiento académico de la Escuela.
Esta actitud, de pronto receptiva y conciliadora de las autoridades, se interpreta de maneras distintas. Para unos es la prueba de fuerza de la presión estudiantil; para otros es, simplemente, una concesión táctica para dar largas a los asuntos fundamentales; para algunos, en verdad los menos, es un signo de la buena disposición e intenciones de las autoridades.
Consciente o inconscientemente los muchachos deciden someter estas interpretaciones a una prueba decisiva. Un día abandonan el aula de un profesor severamente criticado por ellos, y plantean un dilema: la sustitución del maestro o el establecimiento de un curso paralelo a cargo de otro profesor designado en concurso público ante un jurado. Las autoridades y los profesores debaten largamente el problema, en un ambiente de acritud que no contribuye a suavizar la existencia de rencillas personales y de temores a ser el objetivo siguiente de las miras estudiantiles. No se llega a ninguna solución.
Impacientes y agraviados los demás estudiantes abandonan también las clases y se declaran en asamblea permanente, fórmula que· eligen para llegar a un estado de huelga no declarado. La asamblea permanente continuará, se nos anuncia, hasta que las autoridades comiencen efectivamente a llevar a la práctica las demandas esenciales de reorganización de la Escuela.
Estamos todavía a varias semanas de los acontecimientos de julio, que marcan el comienzo formal del conflicto estudiantil generalizado. Sin embargo, nuestra Escuela está ya de hecho en huelga, aunque aislada, sin conexiones con otras facultades y escuelas, sin buscar la solidaridad de ellas, y aparentemente sin intenciones de hacerlo. Igualmente significativo: la huelga no declarada, pero totalmente efectiva, carece de objetivos y aún de planteamientos políticos de cualquier clase.
Tal es la evidencia que aporta mi testimonio personal que no pretende incluir, como ya dije, más campo del que efectivamente cubrió mi observación directa. Dicho de otra manera, no sé qué pasaba al mismo tiempo en otros centros de enseñanza. Reconozco que este es un severo factor limitante en términos de la totalidad del problema. Sólo otros testimonios permitirán establecer los acontecimientos en su conjunto. Pero, a la vez, debo insistir que mis limitaciones no restan significación al testimonio que ofrezco, referido estrictamente a la Escuela.
Me doy cuenta de que existe una evidente falta de, coherencia, y aún una gran contradicción, entre la situación en la Escuela como la describo a principios de julio de 1968, y la posterior extrema politización del movimiento estudiantil. He dejado leer las notas anteriores a algunos colegas y amigos, ajenos en ciertos casos a la Escuela y en consecuencia con experiencias distintas. De sus comentarios surgen dos interpretaciones muy distintas de mis notas, ninguna de las cuales, sin embargo, pone en duda la honestidad de mi relato ni su veracidad general.
La primera interpretación me tacha de excesiva ingenuidad y de falta de penetración más allá de la superficie de la vida de la Escuela. En realidad, me dicen, en la Escuela, como en otras instituciones de enseñanza superior, existían grupos clandestinos y semiclandestinos muy bien organizados y disciplinados, que durante años prepararon las condiciones para la rebelión estudiantil. Estos grupos han usado los problemas académicos y profesionales de la Escuela, que son reales, para promover la agitación, ganar el apoyo general y lanzar a los estudiantes al movimiento. Es decir, los medios para la movilización no han sido políticos en el caso de la Escuela, aunque sí en otros lugares. Sin embargo, los núcleos de agitadores provienen de grupos políticos, y sus finalidades son totalmente políticas.
Creo que no debo rechazar el calificativo de ingenuo que se me da. Después de muchos años de ejercicio de una disciplina que condena a un cierto cinismo, resulta agradable que alguien piense que he podido mantener el estado de inocencia. Mi falta de penetración, sin embargo, parece consistir, principalmente, en no encontrar lo que algunos amigos creen que debería encontrar o les gustaría que hubiera encontrado. Pero esto es la fatalidad de los hechos y no el resultado de mi necedad.
Confieso que por muchas y diversas razones preferiría poder aceptar la hipótesis de una genuina potente, audaz e inteligente organización política, de una especie de sociedad secreta tan supremamente hábil como para llevarnos a los mexicanos sin darnos cuenta, a una crisis fabricada. Por desgracia, estos talentos no existen en México hoy día. Nuestros políticos situados en la oposición, casi siempre involuntariamente, son simples pescadores a río revuelto y medrosos especuladores de las crisis; no sus generadores ni autores. Son funcionarios cesantes en espera del ansiado relevo. Casi todo el verdadero talento político del país está en la administración pública o en el PRI, que es decir lo mismo. Como exclamaba un colega, refiriéndose a un autor desconocido, pero supuestamente genial: “si fuera tan importante, ya lo sabríamos”.
Por otra parte, la hipótesis sobre las organizaciones mentirosas y omnipotentes me gustaría resultara cierta, porque ahorraría muchos problemas. Sería el deus ex machina que nos relevaría de toda obligación de explicar cosas que, francamente, resultan muy difíciles de entender. Algo semejante ocurre con los platívolos y los hombrecitos verdes. Es decir, son explicaciones universales y cómodas de fenómenos cuya interpretación verdadera requiere mucho esfuerzo y mucha investigación. Yo no he podido encontrar, verdaderamente, ni platillos ni marcianos en nuestra Escuela.
La segunda interpretación de esta parte de mis notas subraya la siguiente alternativa: un proceso rapidísimo, extenso y muy profundo de politización de los estudiantes. El misterio no está en otro lugar, sino en un movimiento extraordinariamente dinámico, revolucionario en el sentido literal de la palabra. El examen de algunos aspectos de esta verdadera revolución me permite regresar a la secuencia cronológica de los sucesos en nuestra Escuela.
Creo que uno de los secretos de la politización del movimiento estudiantil se encuentra en las asambleas permanentes, que fueron su principal instrumento hasta la aparición de las brigadas. Decía antes que la asamblea permanente fue el artificio empleado por los estudiantes de la Escuela para establecer d estado de huelga sin llegar a declararlo. Pero fue mucho más que eso. Uno encuentra, en la concepción de este fenómeno tan peculiar del movimiento estudiantil mexicano muchas influencias externas. Por ejemplo, ecos de la revolución cultural china; fuerte imitación de los “teachins” de las universidades norteamericanas; semejanzas clarísimas con las asambleas deliberantes de los estudiantes de París, etc. Sin embargo, la asamblea permanente de la Escuela (y puedo imaginar lo mismo en otras facultades y escuelas) desarrolló características propias.
Cuando pregunté a los muchachos: ¿por qué asamblea permanente?, obtuve inmediatamente una respuesta a nivel táctico, como ellos decían. O sea, se trataba de evitar la comisión de un acto tan difícilmente reversible como es la huelga. La asamblea, al contrario de la huelga, puede declararse terminada en cualquier momento, e implícitamente esto significa la vuelta a clases. Y de cualquier manera, tiene el efecto inmediato de paralizar la vida académica de la Escuela, el mayor elemento de presión que pueden ejercer los estudiantes.
En otro nivel, quizá todavía táctico en la terminología estudiantil, la asamblea permanente evita la dispersión inmediata de los alumnos, que suele ser la primera consecuencia de la huelga. Los dirigentes mantienen por medio de la asamblea un contacto continuo con la base reunida y en debate. Esta comunicación permanente tiene un doble efecto, que rebasa ya los planteamientos meramente tácticos. Por un lado, los dirigentes pueden influir sobre la base y ratificar constantemente la voluntad común de proseguir la lucha. Por otro lado, la base vigila constantemente la actuación de los dirigentes, rectifica y modifica sus puntos de vista, y está siempre lista para sustituirlos si dejan de representar la opinión del grupo.
La vida de la asamblea permanente de la Escuela constituye una experiencia realmente fascinante. La lógica de la postura adoptada y las prácticas consecuentes, llevaron a los muchachos a una serie de nuevas situaciones, que estoy seguro no habían ni podían haber sido previstas. Por ejemplo, con gran rapidez desapareció la autoridad formal de la sociedad de alumnos, o sea su junta directiva. La racionalización de esta decisión, se hizo a base de evitar posibles represalias personales contra los directivos. La verdad, me parece a mí, es que la asamblea permanente, simplemente, recabó de hecho la autoridad legítima que corresponde a toda asamblea. La junta directiva resultó así redundante.
La asamblea se convirtió entonces, funcional y legalmente, en el único cuerpo capaz de tomar resoluciones en cualquier momento. Esto condujo a un nuevo paso. la asamblea constituye un grupo considerable de gente con muy di versas actitudes, intereses e ideas. La posibilidad del caos es casi igual a la de una verdadera dictadura de la mayoría, y con todo ello está siempre presente el peligro de la desintegración y el de una escisión profunda e irreparable. Resultado: hay que obtener, cueste lo que cueste, el consenso del grupo. Aún en los casos en que una votación resulte inevitable, después de ella no debe quedar mayoría ni minoría, sino la unidad restablecida y funcionando.
El costo de mantener operando semejante mecanismo se expresa, sobre todo, en términos de tiempo.
Es preciso discutir y discutir, hablar y dejar hablar, sin hacer violencia a los puntos de vista ajenos, moviéndose lenta y casi inconscientemente hacia una solución aceptada por todos. De ahí los interminables debates en la asamblea y la ausencia en frecuentes casos de soluciones lógicas y racionales. Este mecanismo, que fue la gran fuerza del movimiento estudiantil en sus primeras fases, tenía que convertirse más tarde en uno de los mayores impedimentos para diseñar una estrategia racional y para conducir la táctica diaria de la lucha estudiantil. Dicho de otra manera, contribuyó a que el movimiento fuera instrumentalizado por otras fuerzas y propósitos, con frecuencia ajenos a las del estudiantado.
Había algo profundamente tribal (no encuentro otra expresión posible) en la manera de actuar de la asamblea permanente. Desaparecida la autoridad formal (la junta directiva), comenzaron a aparecer los dirigentes que lo eran sólo transitoria y provisionalmente. Los nuevos dirigentes (y literalmente eran nuevos en esta función la mayoría de ellos) se daban a conocer, más que por su capacidad de dirigir (es decir, de proponer y hacer aceptar puntos de vista), por su habilidad en ir obteniendo el consenso del grupo. He observado algunas ocasiones en que estos nuevos dirigentes acaban obteniendo el consenso por algo a lo que se habían opuesto al comienzo del debate.
Pienso que he conseguido dar alguna idea del encadenamiento de causas y efectos que llevó, por sus pasos contados, desde la asamblea permanente como subterfugio a la democracia tribal. En este proceso la unidad y la conciencia de grupo se reforzaron de manera casi increíble. Ahora bien, el mantenimiento de un debate continuo, mecanismo esencial del consenso, comenzó a desarrollar su propia dinámica. En otras palabras, exigió continuamente nuevos materiales y temas para el debate, convirtiéndose así en la finalidad misma de la asamblea permanente.
Los temas centrales de discusión (estoy hablando todavía del período anterior a la explosión general de fines de julio), fueron cuestiones estrechamente ligadas a la vida de la Escuela y a la actividad profesional. Estos asuntos, debatidos en asamblea, en mesas redondas y por medio de conferencias, llevaron bien pronto a problemas referidos, por ejemplo, a la función de las ciencias sociales en México, al análisis de la sociedad mexicana y del sistema político del país, etc. Ahí es, precisamente, donde comienza la etapa de politización.
El fenómeno no es nuevo, ni tampoco característicamente mexicano. En los años pasados vi ocurrir lo mismo en las universidades de Estados Unidos. En una escuela determinada se iniciaba un “teachin”, una asamblea abierta de estudiantes y maestros para recibir información y discutir un asunto de interés nacional o institucional. Se trataba, generalmente, de la guerra de Vietnam. Se consumían horas y horas en debate continuo. Una reunión que comenzaba al mediodía terminaba fácilmente a altas horas de la madrugada.
Apareció también el tribalismo estudiantil, y las discusiones pasaron del tema de la guerra (o de la discriminación racial) a los grandes problemas políticos del país. Iniciado de esta manera el proceso de politización, los estudiantes llegaron a culminarlo en la famosa campaña juvenil de apoyo a la candidatura de McCarthy, en abierta oposición al gobierno del presidente Johnson y en feroz crítica a los partidos tradicionales y a sus figuras dirigentes.
Lo que estoy tratando de indicar es que existe, en uno y otro caso, una sucesión necesaria de causas y efectos que conduce finalmente a la politización. En consecuencia, un proceso que se mueve sobre todo por su propia dinámica interna, toma, para un observador superficial, las características de un proceso conducido y dirigido deliberadamente por una voluntad y una mente lúcidas. Pero este es un error fundamental de juicio, en el que es más fácil caer cuando no se sigue paso a paso el desarrollo total del proceso. Es un error semejante al que caería un astrónomo que nos dijera que el propósito de los movimientos de tres cuerpos en el espacio es el de producir un eclipse para uno de ellos. El eclipse ocurre efectivamente, pero es el resultado de la conjunción de movimientos no guiados por propósitos, sino determinados por leyes físicas particulares.
Por supuesto, la politización no se produce en un vacío sintético. Tiene un principal contexto natural, que es la situación del país en su conjunto, y posee fuerzas propias entre los estudiantes, o sea los grupos e individuos adheridos ya a alguna causa, ideología o agrupación partidista. Sin embargo, tanto el contexto como los grupos políticos estudiantiles preexisten al movimiento, y sería difícil explicar por qué no produjeron antes los mismos resultados. En otras palabras, son causas eficientes, pero no suficientes del movimiento y de su extrema politización.
Independientemente de los factores indicados (a los que volveré más adelante) y de la dinámica propia del grupo (que ya he tratado de esquematizar), existe un elemento de coyuntura que aparece claramente en nuestro caso. O sea, los acontecimientos de la última semana de julio, motivo de tanta polémica y varia interpretación. Por desgracia, no estoy en condiciones de agregar nada nuevo a lo mucho que se ha dicho. Ni siquiera estoy en posición de disputar lo que se ha oído y leído. Puedo intentar, sin embargo, dar alguna idea de las repercusiones que tuvieron en nuestra Escuela.
Me atrevería a afirmar que la primera reacción de los estudiantes de la Escuela ante la brutal disolución de los grupos manifestantes, fue emocionalmente moderada. Se recordará que una de las manifestaciones protestaba por una intervención policiaca anterior, producida en el transcurso de una riña entre grupos hostiles de dos escuelas. La segunda manifestación celebraba el aniversario de la revolución cubana. Ninguno de los dos asuntos reclamaba con fuerza especial la atención o la adhesión de la Escuela. Incluso dudo de que alguno de nuestros estudiantes estuviera envuelto en cualquiera de las dos manifestaciones.
La crisis emocional se produce después. Es decir, cuando se informa a la asamblea permanente de que fuerzas del ejército han violado la autonomía universitaria, atacando y ocupando un edificio, nada menos que la sede tradicional de la Universidad utilizada ahora por una escuela preparatoria. La intensidad de la emoción crece en la medida en que llegan versiones de que numerosos estudiantes han resultado heridos y de que hay muertos entre ellos también.
En pocos días las escuelas y facultades de la Universidad Nacional y del Politécnico, las Normales y la Escuela Nacional de Agricultura, así como algunas instituciones privadas, se declaran en huelga. Los partidarios de la huelga no encuentran oposición articulada dentro de sus escuelas. En este sentido, el movimiento puede considerarse como una reacción prácticamente unánime del cuerpo estudiantil frente a la violación de la autonomía y a la fuerza desplegada por las autoridades públicas. Nuestra Escuela se suma a la huelga.
A partir de este momento, el movimiento estudiantil en la Escuela sufre una profunda transformación semejante quizá a la que se opera en otras instituciones.
En primer lugar, los objetivos de naturaleza académica, universitaria, profesional, pasan a un segundo plano, y finalmente son relegados al olvido, cuando menos en términos de la acción y de los debates estudiantiles.
En segundo lugar, el movimiento se politiza totalmente. La oposición y la protesta van dirigidas no sólo contra ciertos actos concretos y bien identificados de las autoridades públicas, sino contra la actuación total del gobierno, contra el sistema político del país y contra su estructura social y económica.
En tercer lugar, el movimiento de la Escuela pierde su independencia real, y se ve sumergido en la marea general estudiantil, arrastrado por la dinamia de los grupos estudiantiles de otras instituciones de enseñanza.
Los sucesos de la Escuela dejan de tener espontaneidad y dirección propia. Desde este punto de vista, también comienzan a carecer de interés, ya que se actúa y quizá se piensa más bien por reflejos a estímulos exógenos. Sin embargo, los acontecimientos de la Escuela constituyen una especie de pequeña ventana al panorama general del conflicto. Es, sobre todo, tomando en cuenta estas nuevas limitaciones, que me propongo agregar mi testimonio personal a partir de la declaración de la huelga general estudiantil.
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