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El movimiento estudiantil: notas sobre un caso III

El movimiento estudiantil: notas sobre un caso III

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Presentamos ante nuestros lectores una serie de cuatro artículos originalmente publicados en la Revista Comunidad de la Universidad Iberoamericana escritos por Ángel Palerm reflexionando sobre lo que fue el 68 mexicano. Este artículo es la tercera parte, originalmente publicado en Comunidad, Vol. IV, N° 19, junio de 1969, págs. 371-383 bajo el pseudónimo de “Profesor A.”.

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Al revisar mis notas para escribir este artículo, dedicado a la tercera etapa del movimiento estudiantil, descubrí que sólo disponía de una información fantásticamente reducida. Me refiero, de acuerdo a las limitaciones que me impuse al comenzar esta serie, a la información que es producto de mis observaciones o bien de mi relación personal con otros observadores y participantes.

La explicación de esta situación es sencilla. La tercera etapa del movimiento se caracteriza tanto por el colapso de su dirección y de su organización, como por el empleo de la violencia en formas y en escala previamente desconocidas, aunque piadosamente la violencia dejó de lado a nuestra Escuela. La desarticulación progresiva de la organización estudiantil y la rápida desaparición de las coaliciones de maestros, nos aisló casi por completo de los acontecimientos. La clausura de los centros de enseñanza superior nos privó, además, de los puntos habituales de reunión y conversación.

En vista de las circunstancias decidí realizar un pequeño experimento de información, en forma de una mesa redonda integrada por algunos amigos, estudiantes y maestros. A este grupo minúsculo, pero de variada experiencia y diversidad de actitudes, propuse una discusión, cuyos resultados constituyen el principal contenido del presente artículo.

Hay algunos comentarios que debo hacer antes de comenzar mi relación. En primer lugar, decidimos no tomar notas durante las discusiones; en consecuencia, tengo que confiar exclusivamente en mi memoria. Nadie, pues, aparte de mí mismo, es responsable de lo que aquí se dice. En segundo lugar, resultaba imposible pretender reconstruir de memoria un verbatim de las discusiones. Lo que he tenido que hacer, evidentemente, es un resumen que los participantes pueden encontrar arbitrario y aún poco representativo de sus opiniones. Hechas estas salvedades indispensables, comenzaré reproduciendo mi planteamiento inicial en la mesa redonda.

En mis artículos anteriores he propuesto la existencia de dos primeras etapas en el movimiento estudiantil, que al menos en nuestra Escuela se presentan con mucha claridad. En ella fuimos pasando sucesivamente de la fase de las cuestiones académicas, a la de los problemas políticos; de las asambleas deliberantes como forma principal de organización, a la constitución de las brigadas de activistas; de la acción en los recintos universitarios, a la actividad en las calles.

Ahora quiero proponer la existencia de una tercera etapa, que es resultado casi inevitable del proceso que he tratado de presentar y describir. Una vez que el movimiento estudiantil tomó marcados caracteres políticos, que se organizó en brigadas de acción y que hizo sentir su presencia por toda la ciudad, se entró en un curso de acción cuyas consecuencias no eran difíciles de anticipar. De hecho, eran fácilmente previsibles, si se tomaban en cuenta algunos datos primordiales de la situación general.

Por un lado, la extrema radicalización del movimiento (“aceleración” en la jerga estudiantil), conducido por su propia dinámica y por los efectos de la represión, a un choque frontal con el sistema político del país. Esta dinámica no pudo ser contenida o canalizada de la única manera en que podía serlo. Es decir, por medio de una formulación clara de los objetivos y propósitos del movimiento, dentro de un cuadro facilitado por una concepción objetiva y equilibrada de lo posible y de lo realizable en la coyuntura nacional e internacional.

Por otro lado, la extraña incomprensión y torpeza de las autoridades, sobre todo en los niveles llamados operativos, que eran los que se enfrentaban directamente con los problemas suscitados por el movimiento estudiantil y con los estudiantes mismos. Su actuación no puede caracterizarse sino por una marcada preferencia por el empleo de los medios e instrumentos de poder a su fácil alcance; pero no por la utilización de los innumerables recursos políticos a su disposición.

Ciertamente, en el nivel político más alto del país se elaboraron y se presentaron públicamente fórmulas de arreglo inmediato y soluciones de gran alcance. Entre ellas deben contarse la reiteración de la autonomía universitaria y el ofrecimiento de extenderla al Politécnico; la promesa de una reforma educativa en profundidad; la eventual revisión por el Congreso de los artículos objetados del Código; la oferta de una amnistía cuando desapareciera la presión; el proyecto de ley concediendo el voto a los dieciocho años de edad.

Creo que, para muchos de los que contemplábamos el movimiento con interés y simpatía, a la vez que con grave preocupación, estas soluciones constituían la coyuntura más favorable que se podía esperar, dado el contexto general de la situación. La simple aceptación de la plataforma ofrecida podía y debía ser considerada como un gran triunfo de los estudiantes, obtenido además en beneficio general del país.

De los muchos misterios que rodean el choque del movimiento estudiantil con el poder público, quizá ninguno me resulta más enigmático e inquietante que el de la frustración de las soluciones previstas en el informe del Presidente de la nación. Es evidente que resultaba muy difícil llevar a los dirigentes estudiantiles a un diálogo político, si esto era lo que se deseaba. El diálogo inevitablemente tendría que desembocar en un compromiso. Sin embargo, todos sabemos que los dirigentes trabajaban sin libertad y sin tranquilidad, en una atmósfera de hiperexcitación y de represión, de sospechas histéricas y de repulsión a la "transa". Hemos venido a conocer, además, la múltiple gama de intereses políticos que trataban de mover a los estudiantes contra toda forma de compromiso.

Todo esto, permítaseme decirlo con claridad, es explicable y hasta justificable tanto en términos de la falta de madurez de los líderes estudiantiles y de las penosas experiencias pasadas, como del estilo político del país. Lo que me resulta más difícil de entender, quizá por estar fuera del ámbito de mi experiencia personal, es la conducta de los niveles operativos de la administración pública, particularmente de aquéllos que tuvieron, o deberían haber tenido, mayor relación directa con el movimiento estudiantil.

Uno podría llegar a acusar a numerosos dirigentes estudiantiles de explotar deliberadamente la "aceleración" de los grupos de base (en particular los alumnos de preparatorias y vocacionales) para imponer al movimiento tácticas derrotistas, buscando su aplastamiento en un choque frontal con el Estado. El derrotismo táctico se justificaría a más largo plazo, de acuerdo a las tesis “aceleradas”, con una victoria estratégica que consistiría en el enfrentamiento definitivo de los estudiantes, de los obreros y de los campesinos con el sistema político del país.

Sin embargo y a la vez, uno podría acusar a las autoridades de buscar una simple y fácil victoria táctica; aislando y reprimiendo violentamente el movimiento estudiantil. No podía haber duda sobre la capacidad del Estado para cumplir este programa y aún otros más ambiciosos. Pero tampoco cabían muchas dudas sobre la posibilidad de convertir el triunfo táctico en una derrota estratégica, divorciando efectivamente a los estudiantes del sistema político, aumentando la alienación de los grupos profesionales, y entregando un régimen debilitado de muchas maneras a la influencia nociva de ciertos grupos nacionales y extranjeros, interesados en explotar cualquier situación conflictiva del país.

De esta manera, por curioso y extraño que nos pueda parecer, algunos líderes estudiantiles y cuando menos algunas autoridades, se encontraron coincidiendo (¿involuntariamente?) tanto en un mismo objetivo táctico como en los medios que debían emplearse para llegar a él.

Una vez que se descartó de hecho la posibilidad de una revolución política y que el movimiento estudiantil se “aceleró” (es decir, llegó al máximo de radicalización e intransigencia), el camino quedó más abierto que nunca para el uso de la violencia como principal técnica resolutiva. Pero a esto no se llegó, evidentemente, sin grandes vacilaciones y conflictos, que encontraron maneras de reflejarse en la conducta de las autoridades, conducta por demás extraña, que con frecuencia sumió a los estudiantes y a los observadores en la mayor perplejidad y confusión.

Resulta todavía imposible realizar un estudio serio de los aspectos más violentos del conflicto, de su significado y, sobre todo, de la violencia misma como medio de provocación y como instrumento de represión. Un análisis semejante tendrá que esperar, como decía al principio de estos artículos, a la compilación de un enorme volumen de material informativo, dentro del cual los testimonios personales tienen importancia decisiva. Sin embargo, uno puede ya contribuir a agregar algunos elementos al expediente abierto.

Acabo de aludir, un poco antes, a la confusión creada por la forma en que la autoridad utilizó la fuerza a su disposición. Me refiero, obviamente, a las alternativas claramente discernibles entre la violencia y la tolerancia casi complaciente; entre el despliegue más vigoroso del poder y la impasibilidad de las autoridades en otras situaciones. Estas y otras aparentes contradicciones fueron verosímilmente interpretadas como expresiones de un conflicto interno, o cuando menos de una fuerte polémica en el seno del poder público, sobre cómo debía hacerse frente al movimiento estudiantil. Por supuesto, esta parte de la historia no la conoceremos, si es que la llegamos a saber alguna vez, sino hasta cuando sus actores puedan hablar desligados de los intereses políticos de la coyuntura actual.

Sin embargo, resulta extremadamente importante documentar, hasta donde se pueda, algunos acontecimientos del mes de septiembre, cuando menos desde el ángulo de los observadores y aún de los participantes empeñados en mantener, si no su neutralidad, cuando menos su objetividad y serenidad de ánimo. Esto es, precisamente, lo que nos proponemos hacer ahora.

(Habla un estudiante del Politécnico).
Yo formaba parte de una brigada de la Escuela X. Se nos había dado la tarea de distribuir propaganda impresa en los mimeógrafos de la Escuela por los mercados populares de Y y Z. Hablábamos además con los dueños de los puestos, y algunas veces organizamos mítines relámpago para atraer la atención del público. La policía uniformada nunca nos molestó, aunque es cierto que procurábamos evitarla y nos dispersábamos cuando se aproximaba. Policía secreta no vimos o no fuimos capaces de identificarla.

Esto duró hasta la noche del Zócalo, cuando nos corretearon los soldados con los tanques. Al día siguiente, o quizá al otro, fuimos como de costumbre a hacer nuestro recorrido por los mercados, llevando esta vez hojas para recoger firmas de protesta por la intervención de las tropas en el conflicto estudiantil. Estábamos discutiendo con un comerciante que nos rehusaba su firma, cuando éste nos arrebató de pronto todos los papeles y los escondió debajo de un cesto. Acto seguido nos cayeron encima un par de policías sin uniforme, que nos llevaron detenidos a una delegación. Éramos cuatro de nosotros.

No, no (a una pregunta nuestra). Nos llevaron tranquilamente, sin amenazas ni empujones, diciéndonos: "Tienen que acompañarnos, muchachos". Ya en la delegación nos registraron, pero gracias al comerciante no llevábamos un papel encima. A mí me quitaron una navajita de cortar uñas. Muchas horas después nos interrogaron. Por supuesto, negamos tener cualquier injerencia en el movimiento; pero teníamos nuestras credenciales de estudiantes y no nos creyeron. Nos presentaron propaganda de la que distribuíamos, queriendo hacernos confesar que era nuestra. Pero no insistieron.

Nos dejaron solos otra vez en un cuartito. Al rato entró un señor y se ofreció a traernos tortas y refrescos, pagando con el dinero que nos habían decomisado. Cuando ya anochecía (nos habían detenido en la mañana) llegó otro señor y nos dijo que lo sentía mucho, pero que tenía que consignarnos y enviarnos a la autoridad superior, y que por qué nos teníamos que meter en tanto problema. “Dejen la política a los políticos, que ustedes no ganan nada en todo esto”. Así nos estuvo sermoneando un buen rato.

Al fin íbamos saliendo ya resignados a nuestra suerte, cuando alguien gritó desde una oficina: “Ya déjenlos que se vayan”. Discutieron otro rato entre ellos, y el mismo policía que nos llevaba nos entregó nuestras pertenencias y nos echó a la calle. A mí me dieron un susto porque me llamaron otra vez para entregarme la navajita. Al día siguiente mis padres me mandaron al pueblo y es lo último que he tenido que ver con el movimiento.

(Interviene un estudiante de CU). Yo no tuve tanta suerte, a pesar de no haber estado en las brigadas. Me dieron en la torre y muy duro. ¿Qué por qué no entré a las brigadas? Francamente porque las de mi Facultad estaban formadas por puros trosquistas, maoístas y guevaristas, y qué se yo, que se andaban peleando todo el tiempo entre ellos. Era una minoría, pero que quería hablar en nombre de todos. Francamente yo no estaba de acuerdo con sus puntos de vista sobre la revolución socialista, las guerrillas y la toma del poder.

Las manifestaciones eran otro asunto. Allí había que ir porque era la protesta pública de todos por la forma en que nos estaban tratando. Fui primero a la que salió de CU con el Rector, pero no a la que partió del Poli. Fui nada más a ver la que se concentró en la explanada del Museo de Antropología. La estaba viendo pasar por Reforma, casi enfrente de la Embajada de Estados Unidos. (¿No sé fijaron cuando le pusieron el “cordón sanitario” con los estudiantes de medicina y enfermería, todos con bata blanca?). Ahí me encontré con unos amigos, no de mi Escuela sino de otra Facultad, y nos juntamos todos a la manifestación.

No hicimos más que llegar al Zócalo y nos seguimos luego a tomar un café por Bolívar, sin esperar los discursos. Estuvimos platicando un buen rato y decidimos regresar al Zócalo, porque vimos que quedaba aún mucha gente. Se acuerdan que se propuso acampar permanentemente frente a Palacio hasta que se hiciera el diálogo con las autoridades. Al rato de estar con otros compañeros empezaron a decirnos por un altoparlante que nos teníamos que ir. Luego nos dimos cuenta de que estaban acordonando la plaza con tropas y policía. Francamente me dio más miedo irme que quedarme, ya que se decía que estaban agarrando a los que salían sueltos.

No me dieron mucho tiempo para pensarlo, porque casi enseguida nos echaron los tanques encima. Por todos lados entraban soldados, que nos iban acorralando. Perdí de vista a mis amigos y me encontré rodeado de tropa. Quise parlamentar, pero alguien me dio un culatazo en la espalda. Ni lo vi venir, pero me tumbó. Me levantaron con una bayoneta apuntada al estómago, y salí corriendo por Madero entre un grupo de estudiantes tan asustados como yo.

En una esquina estaban los muchachos peleando con gente vestida de civil; otros trataban de quemar o descarrilar un tranvía. Ahí recibí más golpes en la cabeza, en la espalda y en las piernas. Como pude llegué a San Juan de Letrán, todo el rato con los tanques y los soldados detrás de nosotros, sin dejarnos pasar. Vi gente muy golpeada y algunos tendidos en el suelo. No creo que tuvieran órdenes de aprisionar a nadie, porque nos hubieran podido agarrar a todos en el Zócalo. Querían sacarnos de allí, y nos sacaron a la brava. La golpiza ya no la siento, pero esa noche no la voy a olvidar nunca.

(Habla un maestro de la UNAM). ¿Qué es lo que estás tratando de probar? ¿Has elegido a propósito estos dos casos? (Le aseguro que no, que es puramente accidental). Entonces, ¿hasta qué punto son representativos? De cualquier manera, yo estaría dispuesto a aceptar que estas y otras historias semejantes ejemplifican conductas muy distintas y hasta contradictorias de las autoridades. El problema es cómo interpretarlo. Yo podría ahora mismo sugerir otras varias explicaciones, y todas me parecen verosímiles. Sin embargo, sin más información no es posible probar ninguna.

Podría decirse, por ejemplo, que los distintos instrumentos del poder actúan de maneras distintas, pero acordes a su propia naturaleza institucional. La tropa está adiestrada para combatir. Sus acciones están hechas casi totalmente por reflejos frente al adversario, no importa con qué cara o aspecto se presente éste. La policía, en cambio, convive normalmente con la población y de una manera u otra sabe que su misión es mantener el orden con un mínimo de violencia. En teoría, al menos, conoce que hay derechos ciudadanos que debe respetar, aunque con frecuencia no lo haga.

Segundo, pudiera haberse tratado de órdenes distintas, o bien de interpretaciones diferentes de la misma orden de acuerdo a los funcionarios que la recibieron y la trasmitieron a los ejecutores. Así, mientras unos se sentirían más inclinados a tratar a los estudiantes como simples alborotadores, otros podrían verlos como una amenaza terrible a la estabilidad del país. No se puede descartar el que algunos funcionarios y policías llegaran incluso a simpatizar con el movimiento. El carácter y el funcionamiento de nuestro sistema nacional deja amplio margen para este tipo de cosas.

Tercero, las autoridades podrían haber diseñado una escala de respuestas a las acciones estudiantiles. De esta manera, la distribución de propaganda no se reprime con gran severidad porque, a fin de cuentas, parece ser un derecho de todo mexicano expresar sus opiniones. Sin embargo, acampar frente al Palacio Nacional y anunciar que uno se va a quedar allí indefinidamente, es algo que ningún gobierno puede tolerar, si es que desea seguir gobernando en la forma en que ha venido haciéndolo.

¿Pero a dónde nos lleva todo esto? Ni más ni menos que al ejercicio de este pasatiempo nacional de leer signos y de interpretar portentos que tú mismo criticas. Me parece una línea de análisis extremadamente improductiva, aunque quizá divertida para la charla de café. Reconozco el problema que presentan las formas a veces paradójicas y otras realmente contradictorias con que las autoridades emplearon la fuerza. Sin embargo, no tengo ninguna esperanza de resolverlo y ahí lo dejo.

De todas maneras, me resisto a aceptar por eso mismo la caracterización que hace A. de la tercera etapa del movimiento. Con algunas salvedades, estoy de acuerdo con la primera y la segunda fases, y también con el proceso que llevó de una a la otra. Tendría bastante qué decir sobre el papel de los grupos políticos estudiantiles, que en CU fue mucho más importante del que describe A. en su Escuela. Creo que en el Poli fue aún mayor que en la UNAM.

Mis dudas van con los caracteres de la tercera etapa. ¿Radicalización? De acuerdo. ¿Pérdida de contacto de los dirigentes con las "bases"? Cierto; sobre todo del contacto físico, aunque quizá no del político; las "bases" se mantuvieron generalmente leales a los líderes. ¿Colapso de la dirección? Evidente, particularmente después de detener a varios cientos de estudiantes, de obligar a otros a esconderse y de asustar a todos. Agregando a esto la ocupación de los centros universitarios y la pródiga siembra de acusaciones, rumores y calumnias, tenemos un buen cuadro de las causas del colapso del movimiento estudiantil.

La violencia, sin embargo, estuvo presente desde el comienzo del movimiento y no sólo en su etapa de desintegración. De hecho, A. en su primer artículo dice que fue el estallido de la violencia policíaca, primero en las manifestaciones de julio, luego alrededor de San Ildefonso y finalmente con el famoso bazucazo, lo que hizo nacer el movimiento estudiantil en su etapa política. No existen razones serias para distinguir entre la violencia de julio y agosto, y la de septiembre y octubre. Todo se encaminaba desde un principio, a reprimir y destruir el movimiento estudiantil, no a comprenderlo y resolverlo.

(Opina un profesor del Politécnico). Yo veo al contrario esta cuestión de la violencia. Más bien dicho, lo he vivido al contrario de lo que dice nuestro amigo de la UNAM. Es decir, encuentro diferencias muy perceptibles entre agosto y fines de septiembre, por ejemplo; no digamos ya con la noche de Tlatelolco.

A mí me detuvieron en agosto, todavía no sé por qué. Bueno, sí lo sé, o al menos lo imagino. Los muchachos me reclutaron para pintar mantas y carteles; hice algunos discursos furibundos en las asambleas, y marché en las manifestaciones. Sea por lo que sea, ya que militancia política no tengo,
me agarraron y me llevaron a la cárcel de S. Me verían muy peligroso porque ordenaron dejarme incomunicado. No registraron mi entrada ni me interrogaron. Tampoco me dejaron llamar a la familia o a un abogado.

Pasé la primera noche bastante angustiado. A la tarde siguiente vino a verme una de las autoridades de la prisión. “Usted tiene aspecto de ser persona culta, maestro, y debe hablar inglés”. Le confirmé la segunda parte, y entonces me pidió servirle de intérprete con un gringo que tenían preso. Acepté después de alguna duda sobre si esto sería colaborar con el enemigo. Pero estaba muy aburrido, con ganas de hablar con gente y de saber lo que pasaba. Para mí que había habido un golpe de estado y ya estaban los generales en el poder.

El gringo resultó ser un hippie de lo más mugroso, que no hablaba palabra de español. Estaba medio enloquecido. No quería comer y gritaba todo el rato en inglés. Me explicó que lo habían agarrado dizque por fumar marihuana y que no era cierto. Quería abogados, el cónsul norteamericano, telefonear a Los Ángeles, una cobija eléctrica y otra clase de comida. Me cayó muy pesado y lo dejé después de traducir sus quejas y reclamaciones.

Como consecuencia de mí conocimiento del inglés, cambió mi régimen carcelario. Bajo promesa de no hablar con otros presos me dejaron salir al patio, tomar el sol y hacer ejercicio. Periódicos no me permitieron, pero me parece muy divertido el que me prestaran los Supermachos y los Agachados. También usaron mi dinero para comprarme alimentos especiales. Algunos carceleros venían a hablarme, me trataban con cortesía y me platicaban lo que estaba pasando, que no era tan sensacional corno yo había pensado.

Cuando llevaba cuatro días preso y comenzaba a acostumbrarme, me pusieron en libertad sin más explicaciones. Me fui derecho a casa y encontré bien a todo el mundo, aunque muy preocupados. Me quedé con miedo y decidí pasar las noches en casa de un amigo y estar lo menos posible en mi domicilio.

Hice bien, porque a fines de septiembre fueron a buscarme. Era mediodía y mi esposa estaba preparando la comida. Llamaron y dijeron que venían de Teléfonos. Al abrir la puerta se metieron como cinco individuos sin uniforme, pero con pistolas. Registraron el departamento, leyeron mis papeles, manosearon los libros, interrogaron a mi esposa para saber dónde estaba yo, y se sentaron a esperarme viendo la televisión. Estuvieron hasta la noche, sin dejar salir a nadie de la casa y contestando ellos el teléfono. Así fue como me di cuenta de que estaban buscándome. No hice más que oír una voz extraña y colgué el aparato.

Cuando no aparecí se llevaron a mi esposa, que tuvo que dejar a los niños con unos vecinos. Según ella me ha contado, la llevaron en un coche dando vueltas por la ciudad y pasando cerca del Poli y de CU, amenazándola verbalmente para que los condujera donde yo estaba. De lo contrario, decían, la llevarían a ella a la cárcel.

A la noche por fin la dejaron en casa de nuevo, recomendándole que no contara nada a nadie. Nunca se identificaron, excepto como empleados de Teléfonos. Después de esto me llevé a la familia de vacaciones fuera de México.

(Interviene ahora un amigo, que no es estudiante ni maestro, pero que ha seguido el movimiento con gran interés y ambivalencia). La violencia, como dicen ustedes, aunque el término me parece mal aplicado, debe verse como un recurso del Estado, de cualquier estado, para mantener o restablecer el orden (que ha sido amenazado o roto. Desde este punto de vista lo que deseo discutir, porque es lo único que lógicamente puede discutirse, es la inteligencia y la eficacia en el uso de los resortes del poder. Dicho de otra manera: ¿Se mantiene el Estado dentro de los límites que la sociedad le ha dado?
¿No podía usar otros medios? ¿No exagera sin necesidad el uso de su poder? ¿Obtiene los efectos buscados sin crear problemas mayores?

(Ante las voces de protesta de otros concurrentes). Yo no discuto la legitimidad de las revoluciones. A fin de cuentas, nuestro régimen, como casi todos los del mundo, es producto de una revolución. Lo que trato de decirles es que aún los regímenes más revolucionarios en sus principios acaban por institucionalizarse. Es decir, establecen un orden legal y lo defienden. La defensa de la legitimidad de la revolución es lo mismo que la defensa de la legitimidad del orden establecido. Por favor, procuren ser tan lógicos y consecuentes como lo fueron los verdaderos líderes revolucionarios, Lenin y Trotsky entre otros, que declaraban explícitamente que la violencia es condenable sólo cuando la emplea el enemigo. Más allá de esta afirmación no existen más que justificaciones que pretenden trascender el uso de la violencia con razones religiosas, filosóficas, políticas, económicas, etc. Yo quisiera estar tan seguro como parecen estarlo algunos de ustedes de que existe plena justificación para una posición revolucionaria en el México de hoy.

Pero me están ustedes empujando a discutir algo sobre lo que no deseo polemizar. O sea, sobre la legitimidad de la violencia por parte del Estado y por parte de sus enemigos revolucionarios. Lo que desearía discutir es una cuestión básica: ¿Estamos verdaderamente en una coyuntura revolucionaria?
Si la respuesta es afirmativa, quiere decirse que se han agotado las posibilidades de cambio pacífico y de evolución política del sistema nacional. Quien lo crea así apela a la violencia cuando le parece oportuno. Me parece poco razonable quejarse cuando la agresión se contesta con la misma moneda y se sale perdiendo.

El hecho es que, sea por falta de capacidad dirigente o de control sobre los grupos más radicales, sea por propósito deliberado o por manipulación externa, el movimiento estudiantil llegó a un momento de choque frontal, revolucionario, con el sistema político del país. Esta situación se alcanzó rápida pero gradualmente, como ha mostrado A. en su análisis. Consecuentemente, el poder público cambió también sus tácticas y sus procedimientos frente al movimiento. Desde este punto de vista se justifica esta tercera etapa del movimiento.

Yo sí pienso que hay una diferencia profunda, desde el ángulo del empleo de la violencia, entre los acontecimientos de julio y los de septiembre y octubre. En julio la fuerza pública se desbocó o como suele decirse sobrerreaccionó al estímulo, cosa intolerable en un estado moderno y en una ciudad como México. En agosto, en términos generales, se controló y moderó considerablemente la acción de la fuerza pública. Desde septiembre, pasada la coyuntura de arreglo que se presentó, la fuerza pública actuó clara, deliberada y sistemáticamente, en la dirección de aplastar el movimiento estudiantil, visto ya como un movimiento de carácter revolucionario.

Ahora bien. Lo que acabo de decir no elimina, ni mucho menos, la necesidad de un juicio severo sobre las maneras de proceder de la fuerza pública. Por otro lado, estoy convencido de que se confió demasiado en la fuerza, y demasiado poco en los recursos de la política. O sea, contestando a mis preguntas de antes, el Estado excedió los límites al exagerar el uso de su poder, y produjo con ello peores efectos de los que hubiera alcanzado de emplear mayor moderación y procedimientos distintos.

(Tiene ahora la palabra un profesor de la Universidad Iberoamericana). Pienso que debemos agradecer a nuestro amigo el haber colocado nuestro problema en una perspectiva más racional desde el punto de vista sociológico y político. No estoy de acuerdo con él, sin embargo, sobre todo por lo que voy a decir.

Los estudiantes, o bien muchos de ellos y cuando menos la mayoría de sus dirigentes, podían pensar que las posibilidades de evolución política del sistema actual son muy pocas o totalmente inexistentes. El peso de la prueba de que están equivocados, recae directamente sobre aquellos que ejercen el control del sistema político. Al recurrir finalmente a las técnicas represivas para quebrar el movimiento, mostraron quizá que los estudiantes tenían razón. Digo quizá, porque los hombres del sistema pueden aceptar la necesidad de la evolución, pero a la vez resistirse a los cambios mientras permanezcan ciertas condiciones de presiones externas y de división y conflictos dentro del mismo sistema.

Los cambios que el sistema necesita hacer y las trasformaciones que el país requiere realizar, son profundos, extensos y radicales. Por eso mismo son peligrosos a corto plazo, ya que desequilibran un sistema que aparentemente está funcionando a satisfacción de sus controladores, y con ello se desatan fuerzas potencialmente destructivas. Todos los instintos de un grupo político que está en el poder lo inducen a favorecer la moderación en los cambios y a emplear la mayor cautela posible al llevarlos a la práctica. La Revolución mexicana está institucionalizada.

Existe, por otra parte, una noción del principio de autoridad que, nos guste o no, es operativa para los que se encuentran en el poder. Independientemente de la justicia de las demandas que se le hagan y de las presiones que se ejerzan, el poder público reacciona no sólo en términos de la substancia de las reclamaciones, sino también en términos de los medios que se emplean para hacerlas.

No estoy tratando de justificar nada. (Replicando con calor a algún comentario de un participante). Estoy intentando comprender, que es nuestra principal tarea. El movimiento estudiantil no está muerto sino temporalmente reprimido. Tarde o temprano volveremos a tener, como en Francia, Estados Unidos, Checoslovaquia, Italia, problemas semejantes. Me parece urgente examinar con serenidad lo que ha ocurrido y evitar la repetición de los errores más flagrantes, tanto de los estudiantes como de las autoridades.

Voy a aumentar la indignación de algunos de ustedes diciendo que algunas autoridades no parecen haber estado solas empleando la violencia como técnica de provocación para intensificar y extender el conflicto, haciendo imposible su resolución negociada. ¿Qué explicación tienen, de lo contrario, las exigencias al diálogo público con radio y televisión, la amenaza de quedarse en el Zócalo, los incendios de vehículos y otras cosas parecidas o aún más graves?

No, no se trata de dividir responsabilidades entre autoridades y estudiantes. Se trata, lo repito nuevamente, de entender lo que ha ocurrido, cosa que sería bien difícil aun cuando fuéramos capaces de despojarnos de emociones y de grupo.

(Interviene uno de mis colegas de la Escuela). Observo que nuestra mesa redonda ha ido derivando desde un planteamiento de experiencias personales a una discusión general sobre la violencia. Creo que debemos abandonar por ahora esta clase de discusión, para la que carecemos de información suficiente. Para volver a nuestro cauce, yo quiero agregar mi contribución personal a los testimonios que hemos escuchado.

Nuestra Escuela quedó, como se ha dicho, piadosamente fuera del círculo de los sucesos violentos. Uno puede preguntarse el porqué. Está en primer lugar, desde luego, la insignificancia numérica de nuestros estudiantes, insignificancia combinada, sin embargo, con una alta visibilidad en razón de la disciplina científica que siguen. Está, en segundo lugar, el alejamiento físico tanto de CU como del Poli. Finalmente, es posible que nuestros estudiantes estuvieran menos radicalizados que aquellos de otras escuelas, y en consecuencia se expusieron menos a la represión.

Es cierto que algunos muchachos fueron detenidos cuando repartían propaganda, y que otros lo fueron durante la ocupación militar de CU. Hasta donde yo sepa, sin embargo, nadie fue perseguido o molestado por su actividad dentro de la Escuela. Tuvimos, evidentemente, nuestra cuota de observadores policíacos. Pero eran tan fáciles de identificar que renunciaron a fingirse estudiantes y desaparecieron de nuestro horizonte.

La Escuela permaneció abierta hasta la invasión de CU, y aún entonces no hubo movimientos ostensibles para clausurarla. Por el contrario, parecen haber sido los mismos estudiantes los que pidieron el cierre de] local, quizá para evitar caer en una trampa policial. El temor no carecía de fundamento, en vista de que unos días después un grupo de profesores tuvo que abandonar precipitadamente la Escuela ante la inminencia de una visita policial.

Nuestra experiencia, en cuanto se refiere a la violencia, ha sido sólo vicaria, o bien relacionada con acontecimientos ocurridos fuera de la Escuela. Quizá se podrían sacar de esto algunas conclusiones interesantes sobre la función del número y de la concentración estudiantil en el movimiento.

En vista de ello, es posible que una consecuencia inesperada del movimiento sea el descongestionamiento de CU y del Poli, medida muy necesaria y conveniente, cuando menos desde el punto de vista académico.

Mi primera experiencia personal con la violencia la obtuve en el Zócalo, la noche que las tropas desalojaron a los estudiantes. Yo había discutido un buen rato con algunos muchachos, tratando de convencerles de que la idea de acampar frente al Palacio y precisamente en vísperas del Informe del Presidente, era descabellada y provocadora. No tuve éxito, entre otras razones porque los estudiantes se sentían comprometidos con sus compañeros. (“Rajarse” es una fea palabra en el vocabulario nacional, y lo era aún más durante el movimiento).

Estaba en Reforma, después de cenar con algunos amigos, cuando vimos desfilar una columna de tanques y de camiones con sol dados, rumbo al Zócalo. Nos apresuramos con la intención de adelantarnos y advertir a los muchachos, pero ya no pudimos entrar a la plaza, aunque la rodeamos por todos lados. Las bocacalles estaban cerradas por soldados en formación, la bayoneta calada en el fusil, policía de tránsito y otras fuerzas públicas. Este espectáculo me deprimió muchísimo. Por primera vez veía yo en México gente armada enfrentándose a los estudiantes.

Esta misma noche hablé con algunos chicos que consiguieron escapar del Zócalo sin mayores problemas que los de una larga carrera y el susto consiguiente. Estaban (la palabra se usó mucho en esos días) "traumatizados". Tengo la franca impresión de que ninguno de ellos se había detenido a pensar en las posibles consecuencias de un abierto desafío al poder público. Como ocurre con tanta frecuencia, las palabras iban mucho más lejos que las intenciones, y las verdaderas intenciones de la mayoría eran, simplemente, hacerse escuchar y obtener respuestas.

Confieso que después de esa noche fui a la manifestación “silenciosa”, la más extraña, impresionante y formidable que he visto, con grandes vacilaciones. Debería decir con grandes temores. Mientras se caminaba por los espacios abiertos de las grandes avenidas, rodeados de gente que expresaba su simpatía aplaudiendo, dando dinero a las muchachas que hacían la colecta y aún juntándose a la manifestación, uno marchaba con cierta tranquilidad. Los temores se recrudecían al entrar a las sombrías calles que llevan al Zócalo desde San Juan de Letrán.

Nada ocurrió, sin embargo. Las oleadas humanas llegaron hasta los muros de silencio del Zócalo, sin encontrar obstáculo ni acogida, y de allí, rechazadas, mudas, desconcertadas, regresaron a la luz y al aire de la Alameda y del Paseo de la Reforma. En el bosque de Chapultepec nos esperaba la sorpresa. Docenas de los coches estacionados alrededor del Museo de Antropología habían sido atacados con saña, rompiendo los cristales y rajando las llantas.

El episodio de los coches destruidos me deprimió aún más que la noche del Zócalo. No debería ser así, por supuesto, ya que el único daño físico se hizo a los automóviles. Pero evidentemente se hizo también un gran daño, psicológico y político, a los estudiantes. ¿Era ésta la respuesta que iban a obtener? A fin de cuentas, los estudiantes, al imponerse la disciplina del silencio, habían aceptado tácitamente muchas críticas que se les habían hecho. Todavía ahora sigo sin entender la procedencia y mucho menos la intención de una represalia tan insensata.

Finalmente, esta otra noche de brujas en la Ciudad Universitaria, yo estaba en Coyoacán, celebrando con un grupo de amigos y alumnos el examen profesional de un compañero. (Recuerden que la huelga no había paralizado todas las actividades académicas). Estábamos escuchando las opiniones de una persona bien conectada con los poderosos del país, que nos decía que el conflicto por fin estaba en franco camino de solución. La mayor preocupación de las autoridades parecía ser la de garantizar la celebración pacífica de las inminentes Olimpiadas, y los dirigentes estudiantiles habían aceptado proclamar una tregua hasta fines de octubre. Aprovechando la “desescalada” se negociarían las soluciones, de tal manera que en noviembre pudieran reanudarse las clases.

A todos nos pareció muy lógico y sensato el camino emprendido, aunque hubo quienes indicaron que algunos líderes estudiantiles planeaban una marcha de protesta a la Villa Olímpica, en la que tratarían de hacer participar a los residentes de las colonias proletarias más miserables. Se rumoreaba, además, que la marcha culminaría con la ocupación de las residencias construidas para alojar a los deportistas extranjeros. Hubo otros que expresaron abierto pesimismo por cuanto se refería a la buena fe de algunas autoridades para resolver el conflicto. Recuerdo esta frase lapidaria: “El sistema no puede permitirse hacer concesiones”.

Fue en este momento cuando entraron dos muchachos que a gritos nos anunciaron que el ejército estaba ocupando la Ciudad Universitaria. Habíamos tenido tantas falsas alarmas y los días pasados habían sido tan relativamente tranquilos, que no queríamos creerlos. Pero casi enseguida unos corrieron a los teléfonos para tratar de localizar a sus hijos, y otros salieron a comprobar la noticia.

Cuando llegué a CU los automóviles formaban una verdadera caravana sobre la Avenida Insurgentes, a pesar de que las tropas nos obligaban a seguir camino. Rodeamos CU por las calles accesibles, y en todas encontramos soldados acordonando el recinto universitario, tanques y camiones con tropas. Vimos incluso equipos de campaña, cocinas ambulantes, etc., todo lo que indicaba que el ejército venía preparado para una larga permanencia. De vez en cuando se formaban grupos de estudiantes, que eran disueltos por los granaderos o los soldados. Largas filas de camiones esperaban a los estudiantes y profesores detenidos en CU, para conducirlos a las cárceles.

No hay duda de que la “Operación CU” había sido brillantemente planeada y realizada. Los periódicos hablaron de diez mil soldados, a los que habría que agregar los granaderos y las fuerzas de policía secreta. Me alegra pensar que no hubo ni siquiera un connato de resistencia a la ocupación, y que los únicos instrumentos más o menos mortíferos que se encontraron en la Universidad fueron botellas vacías de refrescos, quizá transformables en cocktails Molotov si se dispone de los otros materiales necesarios y de la voluntad de hacerlos.

Desde una altura de la carretera vieja de Cuernavaca vimos apagarse una tras otra las brillantes luces que habían iluminado la Ciudad Universitaria noche tras noche.


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