Presentamos ante nuestros lectores una serie de cuatro artículos originalmente publicados en la Revista Comunidad de la Universidad Iberoamericana escritos por Ángel Palerm reflexionando sobre lo que fue el 68 mexicano. Este artículo es la cuarta y última parte, originalmente publicado en Comunidad, Vol. IV, N° 20, agosto de 1969, págs. 521-529.
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Mis notas sobre el movimiento estudiantil mexicano deberían detenerse aquí, so pena de convertirse en algo distinto del testimonio que me propuse ofrecer. “Aquí”, en este caso, significa la noche de Tlatelolco, el acontecimiento que marca el fin del movimiento, tan clara y decisivamente como los sucesos de julio indican su comienzo. Sin embargo, parece imprescindible el discutir algunos de sus resultados y de sus perspectivas.
¿Qué puede agregar, alguien que no fue un testigo presencial, a los documentos gráficos, a los reportajes de la prensa nacional y extranjera, a la retórica oficial y a las denuncias de los críticos, opositores y víctimas? Quizá yo pueda decir sólo esto. En mis años de la guerra vi jóvenes soldados dispersos y aterrados después de un bombardeo o de un ataque de tanques. Tenían las mismas caras que los muchachos que llegaban al día siguiente de Tlatelolco, tratando de contar sus experiencias, pero sin poderlo hacer todavía.
Por lo demás, sobre Tlatelolco sabemos todo lo que realmente es importante saber. Es decir, sabemos que ocurrió. La conciencia nacional, la de los gobernantes y los gobernados, tardará mucho, estoy seguro, en recuperarse de los efectos ominosos de esta noche. Ahora a veces incluso cuesta trabajo pensar que hasta entonces existía en México, al menos en las ciudades, una generación llegando ya a la mitad del curso de su vida, que no había conocido nuestra capacidad para la violencia más que a través de las películas y de los relatos de la Revolución. Es posible que ésta sea la consecuencia más traumática y a la vez más decisiva de los sucesos de Tlatelolco. O sea, el descubrimiento por los jóvenes de las inclinaciones más sombrías de nuestro carácter, que varias veces en la historia han estado a punto de destruir la posibilidad misma de la supervivencia nacional, y que ciertamente han retardado el progreso del país y su marcha hacia la completa integración. Quizá este descubrimiento no es sólo la consecuencia inevitable, sino también el propósito insensato de Tlatelolco. Los pusilánimes van a estar, ciertamente, más reacios que nunca a intervenir en la vida ciudadana. Uno teme que crecerá la abstención, si esto es posible, y que se profundizara la apatía. Por otro lado, los que desde el poder o desde la oposición afirman que la fuerza es el instrumento político más convincente y eficaz, encontrarán sus prejuicios confirmados y tendrán nuevos argumentos para justificar sus acciones.
Tlatelolco simboliza, ante todo, nuestra impotencia o al menos nuestra dificultad elemental para el diálogo. Es un signo de autodestrucción que todos haríamos bien en tener presente.
He usado antes la expresión diálogo no sólo porque la oímos, de un lado y otro, repetida constantemente durante todo el movimiento, sino también por ser un eufemismo muy empleado para referirse a la cuestión realmente fundamental. Al decir diálogo y posibilidad de diálogo, en verdad a lo que estamos aludiendo es a los cambios necesarios en el país y a los procedimientos que deben seguirse para obtenerlos.
Que hay urgencia de grandes cambios y trasformaciones, nadie lo niega hoy día. Lo difícil, quizá en última instancia lo imposible, es ponerse de acuerdo sobre qué clase de cambios y qué extensión y profundidad deben tener. A fin de cuentas, vivimos en una sociedad plural. Es decir, en una sociedad que reconoce el hecho de que está constituí da por clases y grupos que tienen intereses, ideologías y puntos de vista distintos, opuestos y a veces irreconciliables. Pero quizá sí sea posible, tiene que ser posible, encontrar una base de acuerdo sobre las maneras de operar los cambios. El énfasis lo coloco en los procedimientos, porque la esencia de una sociedad democrática, o que aspira a serlo, consiste, precisamente, en la forma en que canalizan y se resuelven los problemas que enfrentan a distintos grupos y sectores sociopolíticos.
Es ya un perfecto lugar común decir que México ha crecido demográficamente y se ha desarrollado económicamente, pero que en los campos social y político el progreso ha sido mucho más lento. Es evidente que vivimos ya en una sociedad pluralista, condición previa de toda verdadera democracia funcional, pero que las instituciones políticas están lejos de haber sido democratizadas y perfeccionadas al límite que exige la naturaleza y la complejidad presentes de la sociedad mexicana.
Desde este punto de vista, diálogo quiere decir, principalmente, participación activa en la toma de decisiones y en su ejecución. Se alega, con cierta frecuencia, que aquellos que disponen de los instrumentos de poder no se niegan a escuchar, y que, por el contrario, están ansiosos de oír críticas razonables y de atender sugerencias sensatas. Pero en verdad no se trata de esto. El ejercicio de una verdadera ciudadanía no se reduce a elevar respetuosas instancias a la participación efectiva en el poder, aunque sea por vía de la oposición política. En último análisis, la legítima aspiración de cualquier oposición es la de llegar a ser gobierno ella misma, y para ello necesita tener abiertos y libres los caminos de acceso legal al poder.
Digamos con claridad lo que todos sabemos. El sistema político actual está dispuesto, probablemente, a aceptar una módica suma de cambios, siempre y cuando las transformaciones reafirmen y confirmen su posición dominante y aseguren la continuidad de sus peculiares instituciones. No está dispuesto, evidentemente, a cometer, a petición de sus adversarios, lo que algunos llamarían un suicidio político.
Sin embargo, lo que hay que demandar de estas instituciones políticas es exactamente su autoliquidación, por medio del reconocimiento de que han cumplido con exceso (y algunos dirían que éste es su éxito) el ciclo histórico correspondiente.
En aras del diálogo necesario y de la indispensable participación ciudadana, para que los cambios históricos que se avecinan en México no nos arrojen a otro período de violencia autodestructiva, habría que comenzar desmantelando esta grotesca ficción que son nuestros partidos políticos. Uso deliberadamente el plural porque ninguno de ellos puede ser excluido, aunque la responsabilidad principal recae sobre el partido oficial.
En un arranque de imaginación uno podría suponer el PRI renunciando a su estructura institucional corporativa; organizándose de abajo hacia arriba a base de afiliaciones personales; designando a sus candidatos y acordando sus programas por medio de asambleas de sus miembros, y compitiendo lealmente en elecciones limpias. Quizá lo más irónico de esta improbable reorganización, es que el PRI (aún bajo otra sigla) continuaría siendo el partido claramente mayoritario, al menos a escala nacional. Más que esto todavía; es perfectamente posible que de semejante trance surgiera rejuvenecido, vigorizado y engrandecido.
Uno puede imaginar al PAN realizando al fin su inevitable desdoblamiento entre el ala joven, imbuida de espíritu moderno y renovador, y el ala caduca y estrechamente reaccionaria que ha llevado este partido a la esterilidad ya la tácita servidumbre del PRI. Entraríamos de esta manera, en posesión de una nueva alternativa progresista, ideológicamente distinta de la izquierda tradicional, pero por eso mismo muy estimulante y potencialmente vigorosa.
También debe uno imaginar un indispensable gran partido de izquierda renovada, tan despojado del sectarismo de los pequeños grupos como de la sumisión encubierta al partido oficial, circunstancias que hasta ahora han imposibilitado la unidad y la organización del radicalismo político mexicano. Un partido que tendría que ser de orientación y contenido socialista y democrático actuando temporalmente como acicate (o ahuizote) del partido mayoritario, pero con la perspectiva de ser algún día el partido del gobierno. Si el movimiento estudiantil indica algo claro desde el punto de vista político, es que este partido sería el de la juventud mexicana.
Todo esto debe sonar como algo extremadamente utópico, y aun peligroso para la estabilidad del país y la tranquilidad pública. Pero es que los otros caminos resultan ya intransitables.
Hace poco un mexicano distinguido por muchos motivos, entre ellos característicamente por su brillante estudio del Porfiriato, Cosío Villegas, escribía que hemos llegado a una situación semejante a la de los fines del régimen de don Porfirio. El que el desenlace sea distinto y la crisis, en lugar de conducirnos a otra tragedia, nos lleve a una superación de nuestros problemas presentes y de nuestra vida civil, depende ahora de una reorganización completa de las instituciones políticas, comenzando por su fuente natural, o sea, los ciudadanos agrupados en partidos.
El movimiento estudiantil murió esa noche de octubre en la Plaza de las Tres Culturas en un centro simbólico de la larga historia mexicana, entre los monumentos prehispánicos reconstruidos, el viejo templo-convento-escuela de Santiago y los multifamiliares levantados por el régimen. Me atrevería a predecir que no resucitará en la misma forma en que lo vimos aparecer y desarrollarse desde julio de 1968. Cuando aparezca de nuevo, creo yo, surgirá clara y definitivamente como un movimiento político que reunirá tendencias y matices muy variados, unidos en una afirmación colectiva.
Pienso que existen varias circunstancias que hacen casi inevitable esta nueva modalidad de la protesta estudiantil.
En primer lugar, pese a la ocupación militar de los centros de estudio y a las amenazas proferidas contra ellos, la Universidad ha recobrado su libertad de acción y existe un solemne compromiso de respetar su autonomía. Es más, resulta posible que en los próximos meses la autonomía se extienda al Politécnico y a otras instituciones de enseñanza superior. La autonomía protege en todas partes, y no sólo en México, la actividad política de los estudiantes, aunque no sea este su propósito explícito. Sería irrazonable esperar que los estudiantes no hagan uso de este privilegio al máximo compatible con el propósito de evitar otro choque frontal con el régimen.
En segundo lugar, en una situación en la que las manos eficientes y poderosas del sistema intervienen en todas las instituciones públicas y privadas del país, los centros superiores de enseñanza son prácticamente únicos en haber escapado, siquiera en parte, al control estatal. Es esta posición de relativa independencia lo que hace de ellos, de la Universidad en primer término, objetivos sumamente vulnerables del afán de los grupos de poder y de los movimientos políticos. A la vez, lo que los convierte en verdaderos núcleos de resistencia, aun a pesar suyo. La Universidad no puede evitar en México, como no ha podido en Estados Unidos, Francia, España, Checoeslovaquia, etc., el convertirse en el foco del conflicto entre una población descontenta y el sistema político vigente.
En tercer lugar, si el gobierno persiste, como parece ser el caso, en conceder el voto a partir de los dieciocho años de edad, la brecha quedará abierta para una intervención masiva de la juventud en la vida política del país. Una parte considerable de estos nuevos ciudadanos está en los centros de enseñanza; es un sector muy politizado y será casi imposible manipularlo con las técnicas habituales. Es natural esperar que este grupo tienda a hablar con su propia voz y a buscar sus propias formas de organización.
En cuarto lugar, el sistema evidentemente ha perdido gran parte de su vieja capacidad de captación de los opositores y de su habilidad para convertir a los líderes potenciales de la oposición en servidores y agentes del régimen. Sea porque el dinamismo del sistema se ha reducido; sea porque los conflictos son más agudos y abarcan a números crecientes de la población; sea porque se ha creado una nueva conciencia política en la clase media, entre los profesionales y la aristocracia ’obrera y en la juventud, el hecho es que el régimen enfrenta dificultades mayores, quizá insuperables, para incorporar la protesta al cuadro del sistema y los protestantes a la burocracia político-administrativa. En consecuencia, la protesta tenderá a organizarse como verdadera oposición política.
En quinto lugar, vivimos en un período electoral en el que se decide mucho de lo que va a ocurrir en el país durante los próximos seis años. Un lapso prolongado entre el movimiento estudiantil y la selección del próximo presidente, quizá hubiera permitido reorganizar el sistema para hacer frente con pleno éxito, una vez más, a la cuestión sexenal. Sin embargo, no ha habido solución de continuidad, y en estas condiciones la flexibilidad y el dinamismo del sistema han llegado a su punto más bajo. La anciana y leal maquinaria sigue funcionando a pesar de todo, pero sus crujidos son ahora ensordecedores. La tentación de desafiar el monolito ineficiente es casi irresistible.
Finalmente, estamos en una peligrosa coyuntura internacional, como nos lo indica la presidencia de Nixon en los Estados Unidos, el conflicto del Perú, la ronda de las dictaduras militares en América Latina y el escandaloso viaje de Rockefeller, entre otras muchas cosas. México necesita fortalecer su unidad nacional para hacer frente con calma a las amenazas exteriores. En estas condiciones, los conflictos no pueden ser agudizados, pero tampoco ignorados so pena de impulsar la busca de soluciones antidemocráticas y antinacionales.
Decía antes que vivimos ya en una sociedad plural, muy alejada de los viejos sistemas oligárquicos y monopolistas de dominio económico, social y cultural. Esta es la obra de la Revolución y sería políticamente torpe, sociológicamente incompetente y moralmente injusto, el no reconocerlo. Nuestra sociedad posee ahora una estructura compleja, en la que el sector urbano de la población y el sector industrial de la economía tienen la primacía. Urbanismo e industrialización significan un tejido orgánico crecientemente sutil y variado desde el punto de vista social, tecnológico y cultural.
Por todo esto, el área de mayor conflicto actual se produce, precisamente, entre esta estructura compleja de clases y grupos socioeconómicos, y la absurda simplicidad del sistema político real. La rudimentaria organización política que nos caracteriza estaba, quizá, apropiada para las condiciones también elementales de una sociedad y de una economía sencilla, predominantemente agrarias, y sumidas además en la desorganización por las prolongadas luchas internas y por las agresiones externas. Hoy día resulta ser un anacronismo nocivo, peligroso e intolerable.
Por otro lado, el sistema político vigente se concibió y desarrolló en el marco de las luchas fratricidas entre los caudillos mayores y menores de la Revolución. El sistema, y sería otro profundo error el desconocerlo, no sólo ha permitido y promovido el desarrollo económico, social y educativo del país, sino que le ha dado un largo período de paz; una pax revolucionaria con molestas e indudables semejanzas con la paz porfiriana.
Sin embargo, el sistema no tiene hoy las mismas poderosas razones de ser que tuvo en el pasado. De hecho, se ha vuelto disfuncional en términos de sus propios propósitos originales; o sea, los de impedir la perpetuación en el poder de un caudillo o de un grupo determinado, y los de facilitar un tránsito ordenado, o al menos pacífico, de un sexenio a otro.
El problema central de nuestros días es, entonces, el de adecuar la estructura política del país a las condiciones socioeconómicas y culturales existentes. Lo que necesitamos primordialmente en México es una especie de "aggiornamento", de puesta al día del sistema político. La tarea está muy lejos de ser fácil, pero el movimiento estudiantil, con su secuela de Tlatelolco, indica claramente cuáles son las alternativas y el precio que tendríamos que pagar por ellas.
El “aggiornamento” político del país no quiere decir ignorar, sino muy al contrario, poner en primera línea los problemas reales que nos aquejan en otras áreas y que requieren soluciones igualmente urgentes. Quiere decirse que “aggiornamento” significa abrir, por fin, las vías para su discusión y resolución, en un cuadro de instituciones y de procedimientos democráticos. El orden del día de los asuntos pendientes para la democracia mexicana podría hacerse casi interminable. Pero yo colocaría en lista de urgencia cuando menos a los seis siguientes:
1) La cuestión agraria en sus nuevas formas, que no son simplemente las de latifundismo y peonaje tradicional, sino de escasez real de tierras, de baja tecnificación, de insuficiente productividad, de desorganización de la producción, etc.
2) La cuestión del sector público en la economía nacional y de sus relaciones y balance con el sector privado y con la inversión extranjera. El país tendrá que decidir muy pronto hasta qué punto desea seguir subsidiando a la industria privada nacional y extranjera, o bien si quiere fomentar el desarrollo de la industria de propiedad pública.
3) La cuestión del sistema bancario privado, cuya influencia y cuyos beneficios parecen francamente desproporcionados a su papel real como promotor y financiador del desarrollo económico.
4) La cuestión de la modernización tecnológica de la economía nacional, y con ella la revisión de todo el sistema educativo, particularmente de la enseñanza superior.
5) La cuestión de la modernización de la maquinaria administrativa del país, desde los municipios a las Secretarías de Estado, pasando por los organismos descentralizados, como condición previa para elevar su eficacia, eliminar la corrupción y someter los funcionarios a formas de control democrático.
6) La cuestión de la distribución más equitativa del ingreso nacional, por medios fiscales, de participación en los beneficios de las empresas, de subsidios directos e indirectos, etc.
Días después de la noche de Tlatelolco me encontraba en Cuernavaca, huyendo del jolgorio de los Juegos Olímpicos que encontraba doloroso e insoportable. Me visitó un grupo de estudiantes, algunos de los cuales habían sufrido las angustias de la Plaza de las Tres Culturas. Hablamos larga y tranquilamente sobre Tlatelolco, el movimiento estudiantil, la política del país, las elecciones norteamericanas; sobre las perspectivas de encontrar trabajo profesional, su ubicación en la sociedad, su responsabilidad ante el pueblo mexicano…
En uno de los prolongados silencios que este día caracterizaron nuestra plática, cada quien envuelto en sus propias preocupaciones, uno de los muchachos me preguntó: Maestro, ¿y ahora qué? Sin contestar me puse a pensar cuántas veces se habrá oído este mismo interrogante en la historia de México.
Pensé en los antiguos habitantes de Teotihuacán, hace quizá cuatro mil años cuando agotada la caza comenzaron a proteger y cultivar una extraña planta silvestre, en la que difícilmente reconoceríamos al ancestro del maíz, la piel vegetal de México.
Pensé en los laboriosos constructores de las pirámides redondas de Cuicuilco y Tenantongo, sumergidas por la lava del Xitle, arrojados por la erupción a la otra orilla del lago y convertidos en los fundadores de una nueva civilización. Recordé la destrucción de Teotihuacán y Tula, la huida de los dioses clementes de la fertilidad y del agua, la invasión tumultuosa de nómadas salvajes, de guerreros despiadados y de divinidades sedientas de sangre.
Pensé en los indios y en los españoles ante las ruinas de Tenochtitlán arrasada, y en la moderna ciudad de México; en los misioneros y en los templos del Virreinato; en los insurgentes con sus caudillos despedazados; en Juárez, solitario en su coche por los caminos de México...
Pero no dije nada. Al fin, casi por instinto, todo mexicano sabe que pertenece a un pueblo y a una cultura con una increíble capacidad de supervivencia y de renovación.
“Sons of the shaking earth” les llamó Eric Wolf, en uno de los libros más bellos e iluminantes que se han escrito sobre México. Hijos de la tierra agitada o convulsionada; capaces de grandes crueldades; dotados de una delicadeza frágil y de una sensibilidad artística excepcional; creadores originales de civilizaciones monumentales; descendientes a la vez de Quetzalcóatl, Huitzilopochtli y del piadoso Dios de los cristianos; herederos de Grecia, Roma y España, tanto
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