Argentina vapuleó 4 a 0 al ascendente EE.UU. sin despeinarse y espera al domingo para coronar su gran torneo.
Lionel Pasteloff @LionelPasteloff
Miércoles 22 de junio de 2016
Foto: sitio La Semana
No hizo falta que quedaran afuera Brasil y Uruguay. Tampoco se necesitó que el equipo venciera a Chile o que Colombia mostrara fisuras. Desde que comenzó la Copa América, la selección de Martino tuvo en claro que su mayor rival eran sus propios fantasmas. El enorme potencial del equipo no tenía rival más que la mochila pesada que arrastra por décadas de derrotas, incluyendo muchas que a este plantel no le pertenecen.
El partido con EE.UU. resultó de trámite sencillo porque Argentina así lo quiso. Arrancó cortando arriba de forma sistemática, justamente ante los de Klinsmann, que no le escatiman a la intensidad. La apuesta no podía salir mejor: a los 3 minutos Lavezzi cabeceó con una pirueta tras una brillante habilitación de Messi. Pero lejos de administrar la ventaja, la albiceleste (esta vez de azul) fue para adelante y siguió buscando. Resultaba desesperante ver a los estadounidenses perder repetidamente la pelota, pero así era. La presión alta facilitó el trámite y se dominó a voluntad. Banega administró con ese andar lujoso que abundó en él durante esta competición. Messi era perseguido de a varios, pero jugaba sin dificultades. Augusto y Lavezzi se mostraban como opciones confiables. Fue como volver a ver parte de lo observado contra Venezuela, pero sin el bajón de aquel encuentro que permitió el penal en contra. En lugar de eso, el capitán argentino clavó un tiro libre soberbio, consiguiendo el gol que lo dejó como máximo goleador de la selección a nivel histórico. Sus compañeros, los más habituados a verlo brillar, tampoco daban cuenta de semejante joya.
En la segunda parte, como era lógico, no fue necesario tanto ritmo. Sin embargo, la reacción del local -esperable al menos de arranque- ni siquiera asomó por Houston. El dominio siguió siendo absoluto para Argentina. Y a los cuatro, Higuaín capitalizó un gran pase de Lavezzi para convertir el tercero. Ya no había suspenso en lo que restaba.
Tuvo tiempo el 10 para asistir a Higuaín y colocarlo cómodamente como el segundo goleador del equipo, detrás de él. Además del brillo colectivo, hasta Romero pudo sonreír: no le patearon al arco ni una sola vez. No quedó espacio para fisuras. Messi continuó jugando y repartiendo. Banega se sumó a Lamela, Gaitán, Funes Mori y Augusto Fernández dentro del rubro “aciertos de Martino”. El entrenador volvió de una zona oscura en la que estuvo tras perder la final de la edición pasada y arrancar mal la eliminatoria. La deuda era de identidad, uno de los caballitos de batalla del técnico. Si hay algo que se vio en sus jugadores en estos partidos fue eso: una idea de juego, compromiso y convicción.
El año pasado una final con dudas y la derrota en penales dejó el sabor amargo pero además la incertidumbre de no saber donde se estaba, tras el promisorio mundial. Las apariciones de algunos nombres nuevos, la confirmación de los existentes y la plenitud de los consagrados permiten abordar una nueva final con expectativas sustentadas en ítems sólidos, alejados de cualquier sentimiento.
La única mancha fueron los golpeados y lesionados, que se compensan con la esperanza de los posibles regresos de Biglia y Di María. Cambiar piezas a esta altura no asusta, porque con este envión cualquier nombre parece encajar. Aunque no haya revancha posible por lo ya perdido, más de uno querrá una consagración ante Chile, otrora verdugo. Pero Argentina ya se ganó a sí misma y va por el escalón que le dé el trofeo que merece. El sueño americano, hasta el domingo, es argentino.