Tras la muerte del presidente Ebrahim Raïssi, el 20 de mayo, las elecciones anticipadas preocupan al régimen mientras la República Islámica afronta dificultades crecientes y las contradicciones regionales siguen agudizándose.
Miércoles 26 de junio 22:57
Masoud Pezeshkian, candidato reformista iraní. Uno de los seis que intervienen en las elecciones anticipadas el 28 de junio de 2024.
En Teherán reina un clima extraño. Pasó mucho tiempo desde que los iraníes experimentaron una campaña electoral tan animada. Aunque la votación tendrá lugar el 28 de junio, los seis candidatos a suceder a Ebrahim Raïssi sólo tienen un objetivo: el antiguo gobierno.
El espectáculo electoral: la estrategia de la burocracia para recuperar el voto reformista
Contra Masoud Pezeshkian, el raro reformista que ha superado los obstáculos impuestos por la comisión electoral que eliminó de la lista de candidatos incluso a los dignatarios más conservadores del régimen, como el ex presidente ultraconservador Mahmoud Ahmadinejad , se enfrentan cinco candidatos conservadores por la elección presidencial. Multiplicando promesas, anunciando el inminente retorno de la prosperidad económica, todos los candidatos aumentan, bajo la vigilancia de las fuerzas de la burocracia del Estado, las críticas al mandato de Ebrahim Raïssi: de la política económica a la violencia contra las mujeres cometida por la Policía de la Moral, todos los candidatos -sin excepción- están haciendo campaña contra los "excesos" del difunto presidente.
Si se calcula cuidadosamente la aparente libertad de tono, como los dos periodistas detenidos al inicio de la campaña por investigar casos de corrupción contra el principal candidato conservador, Mohammad Baqer Ghalibaf -ex comandante de la Guardia Revolucionaria- y cercano al círculo íntimo del ayatolá Jamenei, lo entendieron rápidamente. Lo que está en juego es el miedo de quienes están en el poder ante el colapso de la participación electoral que, elección tras elección, socava cada vez más la legitimidad de las instituciones de la constitución islámica que lograron imponer luego de la revolución de 1979.
Mientras que el gobierno ha autorizado a un candidato reformista a participar en las elecciones, aunque el partido reformista, sin candidato, boicoteó las elecciones legislativas de marzo, tolerando al mismo tiempo a los candidatos favorecidos por la burocracia para criticar al antiguo gobierno, la estrategia de la burocracia es clara: hacer que la campaña sea lo más dinámica y abierta posible para devolver una apariencia de legitimidad a la institución presidencial y recuperar parte de la confianza, erosionada desde hace tiempo, de una parte de la población. El gobierno hace así una apuesta que no está seguro de ganar.
Mientras que el candidato reformista -Masoud Pezeshkian- domina las intenciones de voto con un 24%, el voto conservador se divide actualmente entre dos bloques: el primero con un 23,4% liderado por Ghalibaf, el segundo por Jalili, con un 21,5%. Haciendo campaña contra la nueva ley del hiyab (obligatoriedad del uso del velo en espacios públicos y prohibición de "vestimenta inapropiada") y defendiendo una política internacional moderada, la posible derrota del candidato reformista, que estaría orquestada por una burocracia maestra en el arte de derrotar a reformistas y opositores, no dejaría de tener efectos perversos. Por otra parte, no es seguro que el espectáculo de la campaña consiga engañar a muchos iraníes, convencerles de que acudan a las urnas y que baste para provocar una nueva adhesión al régimen, dirigido por una pequeña casta ultrarreaccionaria.
Elecciones presidenciales en medio de una crisis -con múltiples factores-l de poder en Irán
Mientras el país se enfrenta a una crisis multifactorial sin precedentes, la sombra de la guerra se cierne más allá de sus fronteras, dentro de la cual la recesión económica se acelera y el empobrecimiento avanza, estas elecciones están inseparablemente ligadas al contexto regional.
Si el régimen puede contar con la hostilidad del bloque imperialista hacia él, mientras se asfixia bajo el peso de las sanciones criminales que le impone Occidente, su capacidad para unir su base social conservadora levantando el espectro del enemigo externo, ya sea Estados Unidos o Israel, es tan importante como contradictoria.
Si bien las tensiones regionales han permitido al régimen explotar la posibilidad de una guerra en el exterior para liderar, en el ámbito interno, campañas reaccionarias contra las mujeres y ofensivas represivas contra los opositores, acusados de ser enemigos del país, los múltiples golpes sufridos por el régimen, que ha sido golpeado varias veces por ataques y con varios generales que fueron ejecutados, también han socavado su capacidad de presentarse como garante de la seguridad de los iraníes. Si el régimen intenta hacer que la oposición legal vuelva a las urnas, también debe satisfacer el voto conservador y reaccionario de la base social de su aparato burocrático, muy arraigado en el Irán rural y en ciertas franjas de la pequeña burguesía urbana. El resultado de las elecciones verificará también la capacidad del régimen para mantener la débil base social que le queda.
Durante los ocho meses de genocidio al pueblo palestino, Israel ha seguido poniendo a prueba la paciencia del régimen teocrático, al que acusa de ser cómplice de la escalada en la frontera israelí-libanesa y de los atentados del 7 de octubre. Después de asesinar a varios generales de la Guardia Revolucionaria, el Estado de Israel ha afectado de forma duradera la credibilidad del poder iraní y ha amenazado sus ambiciones regionales. La República Islámica, que permaneció en silencio durante muchos meses, rompió con su doctrina tradicional de respuesta indirecta para responder directamente al ataque israelí al anexo diplomático del consulado iraní en Damasco y a la ejecución de Mohammad Reza: lanzó varios centenares de misiles y ataques con drones contra Israel desde su propio territorio, Irán había llevado a cabo una escalada controlada, golpeando directamente a Israel por primera vez en su historia y dando a sus adversarios tiempo suficiente para interceptar los proyectiles.
Si el conflicto se había congelado, a un nivel de intensidad tan inédito como preocupante, el acercamiento de la monarquía saudí y de Estados Unidos ha reavivado los temores de la burocracia Pasdar (en persa significa Guardian, en alusión a la Guardia Revolucionaria cuya función es garantizar la integridad de la República Islámica. NdT), asustada por el creciente cerco del país. Después de haber concedido a todos sus representantes regionales, desde el Hezbollah libanés hasta los hutíes yemeníes, aumentar el nivel de intensidad de los enfrentamientos con Israel, la potencia iraní volvió a involucrarse en el conflicto, iniciando una tercera ola de escalada, a pesar de que el país está hundiéndose en la pobreza y amenaza con intervenir para apoyar a Hezbollah en caso de una invasión israelí.
Amenazada de guerra en el exterior, donde su hegemonía regional se tambalea, la República Islámica tiene que hacer frente a los efectos masivos de las sanciones que golpean su economía y empobrecen a su población, y a la cólera contenida que amenaza con estallar de nuevo. Aislada del mundo por las sanciones impuestas por el imperialismo estadounidense, la economía iraní está en declive. El nivel tecnológico de las fuerzas productivas ha retrocedido, mientras que la exclusión de Irán del mercado mundial ha provocado un aumento del coste de la vida para las masas iraníes: obligadas a importar de terceros países, los costes de producción en todo el sector manufacturero se han disparado, mientras que la población sigue empobreciéndose.
En este contexto, la guerra en Oriente Próximo parece ser tanto un medio de unir a la opinión pública iraní en torno a un enemigo común como de desviar a la opinión pública de los problemas internos, al tiempo que expone al régimen a reveses que socavan su legitimidad en materia de seguridad. El resultado de las elecciones, cuyo éxito o fracaso se medirá por la participación, podría incitar al régimen a mostrarse más agresivo en la escena regional en caso de derrota, tanto para reafirmar su capacidad de acción como para capitalizar las reiteradas agresiones del imperialismo hacia él.
Sin embargo, las elecciones no frenarán la aceleración de la bonapartización del poder
Masivamente deslegitimadas, las instituciones de la Constitución de 1979 sólo tienen ahora un papel formal, mientras que la participación electoral en las distintas elecciones no ha dejado de disminuir, alcanzando niveles excepcionalmente bajos para un país que hasta mediados de la década de 1990 presumía de un alto nivel de participación electoral. En cuanto al poder, desde la operación de "cambio estructural" emprendida en 2019, ha caído en manos de la Guardia Revolucionaria y de la secretaría del Ayatolá, una vasta burocracia de varios miles de funcionarios que ejercen un control invisible sobre todas las instituciones y grandes empresas del país.
En este contexto, es poco probable que las elecciones aporten una solución duradera a la crisis de legitimidad del bonapartismo iraní. Aunque, en caso de que aumente la participación, podrían proporcionar un respiro temporal al régimen, que se apoya cada vez más en la hostilidad exterior para consolidar su autoridad. Con la misma facilidad podrían acelerar la erosión constante de la base social del régimen como así también la concentración de poder en manos de los allegados al ayatolá Jamenei. Mientras la secretaría del ayatolá trata de encontrar un sucesor para el Líder Supremo de 85 años y evitar a toda costa una guerra de sucesión, el ganador de las elecciones podría convertirse en el nuevo testaferro de la burocracia pasdarán, mientras que la República Islámica de Irán podría adoptar en el futuro la forma de un bonapartismo sin un César.