Miércoles 9 de diciembre de 2020 17:29
La pandemia profundizó y agravó tendencias que anteceden al coronavirus y que se arrastran al menos desde el estallido de la crisis de 2008. Esta crisis puso fin a la larga hegemonía neoliberal que se impuso con la derrota/desvío del ascenso de 1968-81 y se reforzó con la restauración capitalista en los ex estados obreros. El agotamiento del ciclo neoliberal abrió una nueva etapa caracterizada a grandes rasgos por: 1) tendencias a la crisis orgánica (o crisis orgánicas abiertas) en países centrales y periféricos; 2) una profunda polarización social y política heredada de las condiciones estructurales del neoliberalismo (creciente desigualdad, perdedores de la globalización); 3) crisis de los partidos tradicionales que sostuvieron el consenso neoliberal y surgimiento de nuevos fenómenos políticos a derecha e izquierda; 4) retorno de la lucha de clases a nivel internacional, que tuvo una primera oleada con la Primavera Árabe, las huelgas generales en Grecia, y el surgimiento de los “indignados” en el Estado español para nombrar solo algunos procesos; y una segunda oleada en que se inició en 2018 con la lucha independentista en Cataluña y la rebelión de los chalecos amarillos en Francia. En esta segunda oleada se desarrollaron importantes elementos de radicalización que en determinados países, como Chile, abrieron situaciones prerrevolucionarias. Aunque estos procesos fueron contenidos por una combinación de represión y desvío, las clases dominantes solo consiguieron estabilizaciones precarias sin poder resolver a su favor la relación de fuerzas. Parte de esta situación de la lucha de clases y de giros bruscos a derecha y a izquierda, fue también el golpe reaccionario en Bolivia. Esta oleada entró en una pausa por la pandemia que todo indicaría que se ha terminado y que se abre un período de fuerte conflictividad social.
Aún es prematuro para hacer definiciones categóricas sobre la dinámica de la situación internacional. Todavía no se sabe cuándo ni cómo terminará la pandemia. Por otra parte, en enero de 2021 asumirá el gobierno de Joe Biden en Estados Unidos que por tratarse de la principal potencia imperialista tendrá consecuencias internacionales. Por lo tanto, estos son apuntes provisorios sobre algunas tendencias económicas, políticas y de la lucha de clases que han comenzado a esbozarse y que sirven como marco para pensar la dinámica de la situación en Argentina.
1) El coronavirus seguirá siendo un tema de preocupación internacional
A casi un año de su inicio oficial en Wuhan, China, la pandemia del coronavirus con sus consecuencias económicas, políticas y geopolíticas, seguirá siendo un factor gravitante de la situación internacional, como mínimo durante el próximo año.
Si bien en noviembre se aprobaron varias vacunas contra el Covid 19, lo que implica un avance con respecto a la incertidumbre de los meses anteriores, quedan por delante importantes desafíos como la producción masiva, la adquisición por parte de los estados y los problemas logísticos que implica la conservación de las vacunas (la de Pfizer debe conservarse a -70°) y la vacunación a gran escala de las poblaciones. Por otra parte, hay que tener en cuenta que las vacunas se aprobaron en tiempo récord, con el umbral mínimo de pruebas de fase 3 controladas por los mismos fabricantes, ya sea laboratorios privados o estados que las producen (como Rusia y China). Es decir que si bien en esos estudios presentaron una efectividad aceptable, su verdadera capacidad para inmunizar y los efectos adversos que puedan tener se verán en el tiempo. Más allá del aspecto sanitario, la falta de cooperación y control internacional agrava estas dificultades.
En el mediano plazo, la existencia de vacunas eficaces podría empezar a marcar el camino de salida, pero en lo inmediato la pandemia sigue causando estragos. Es un hecho que el hemisferio norte, es decir, las principales potencias occidentales, no pudieron anticiparse con la vacuna a la segunda ola del Covid 19 que está en pleno desarrollo. Difícilmente puedan tener una inmunización poblacional significativa antes de la próxima primavera. Esto tiene consecuencias sanitarias, económicas y políticas.
Estados Unidos sigue liderando el ranking de las potencias con mayor cantidad de contagios y muertes (que ya superaron el cuarto de millón). El primer desafío que enfrentará Joe Biden cuando asuma en enero será sin dudas el control de la pandemia tanto en el aspecto sanitario con la gestión y ampliación de los operativos de vacunación (que se inician bajo presidencia de Trump con logística del Pentágono), como en el terreno económico. Como presidente electo ya está haciendo malabares para encontrar el equilibrio entre las expectativas que tiene su base electoral en que tome medidas sanitarias y evitar confinamientos que arriesguen la aún endeble recuperación de la economía. A esto se suma la oposición de los republicanos que probablemente obstaculicen medidas como paquetes de estímulo fiscal para apuntalar la recuperación, fondos para prorrogar el seguro de desempleo o inversiones estatales en infraestructura.
En Europa la mayoría de los países se vieron obligados a restablecer restricciones a la circulación y distintos tipos de confinamientos –aunque más moderados que en mayo-abril-, con el consecuente impacto en la economía y en el humor social.
En América Latina, que con desigualdades fue durante largos meses el epicentro de la pandemia, con Perú y Argentina en los puntos más altos en cantidad de muertos por millón de habitantes, empezaron a encenderse nuevamente las alarmas luego de un alivio relativo, con picos de contagio en Brasil y otros países.
Tanto la producción como el acceso a las vacunas y la eficacia estatal en los planes de vacunación están atravesados por la competencia entre los diversos laboratorios de la “big pharma” y por tensiones y disputas geopolíticas que siguen una lógica similar a las guerras comerciales y las tensiones interestatales de los últimos años, con Estados Unidos, la Unión Europea, Rusia y China como los principales contendientes.
El “nacionalismo de las vacunas” es en el terreno sanitario continuidad de las tendencias nacionalistas y de la mayor rivalidad entre potencias que se vienen desarrollando desde la crisis capitalista de 2008. Hay en curso una carrera por las vacunas. Según la revista Nature, la Unión Europea junto con otras cinco naciones (entre las que se encuentran Canadá, Estados Unidos y el Reino Unido que fue el primero que empezó la vacunación de la población de riesgo) ya se habían reservado la mitad de la oferta esperada de vacunas para 2021. Rusia comenzó con la vacunación anticipándose a Estados Unidos y China. Como consecuencia los países más pobres podrían tener que esperar hasta 2024 para lograr inmunizar a su población. Todo indicaría que “occidente” trata de acaparar las vacunas de sus laboratorios y el resto deberá abastecerse con Rusia y China (y la India que tiene alta capacidad para fabricar medicamentos). Sin embargo, la OMS ya está señalando que esta competencia podría incluso retardar la salida de la pandemia que solo puede tener una solución global y no nacional.
2) Recuperación incierta. Sobreendeudamiento. Profundización de la desigualdad
La dinámica aún indeterminada de la crisis sanitaria influye directamente en las perspectivas de recuperación de la economía mundial, que debido a las medidas de confinamiento generalizadas que tomaron los estados en los primeros meses de la pandemia, sufrió una contracción aguda y sincronizada a nivel global, inédita desde la gran depresión de la década de 1930.
Desde que se reabrieron las economías viene habiendo una recuperación desigual, que en algunos casos fue incluso mejor de lo esperado como en Estados Unidos, que después de contraerse 1,3% y 9% en el primer y segundo trimestre, registró un crecimiento anualizado de 33,1% en el tercer trimestre de 2020 (aunque medido contra el mismo período de 2019 implica una contracción de 2,9%) y una reducción de la tasa de desocupación que se estancó en 6,7%. En el caso de China el crecimiento para el mismo trimestre fue de 4,9% comparado con el mismo período de 2019, lo que implica que será la única gran economía que terminará el año con números positivos aunque el crecimiento de 1,9% es muy modesto. La previsión para 2021 es que vuelva a crecer alrededor del 8%.
Esta reactivación, en particular el dinamismo de la economía china, hizo subir el precio de la soja y otros alimentos, lo que puede mejorar las perspectivas de corto plazo de países exportadores de estas commodities y de petróleo. Pero este rebote económico no debe confundirse con una tendencia consolidada a la recuperación, sobre la que hay abiertas varias hipótesis: recuperación en L (una estabilización en un punto bajo luego de la caída); en K (dualidad donde determinadas actividades y ramas se recuperan y ganan y otras se hunden); en V y W (caída y recuperación, doble en el último caso).
Según la última actualización del FMI, la economía mundial se contraerá en 2020 un 4,4% en promedio, y crecerá un 5,2% en 2021, lo que implica que hacia fines del año que viene el PBI mundial estará apenas un 0.6% por encima de su nivel de 2019. Para el organismo la salida de la recesión pandémica será una camino cuesta arriba.
La OCDE en su informe actualizado de diciembre, mejoró levemente sus previsiones luego de conocerse la disponibilidad de vacunas. Pero en este pronóstico “optimista” la previsión es que el PIB mundial se contraerá 4.2% este año (un 5,5% para miembros de la OCDE). Incluso en los escenarios más optimistas el PIB mundial recién podría alcanzar en 2022 el crecimiento pronosticado en 2019.
Por último, Oxford Economics coincide en la contracción del 4,2% del PIB mundial para 2020 pero bajó su pronóstico de crecimiento para 2021 de 5,2 a 4,9% debido al impacto de la segunda ola de coronavirus y de la reimposición de restricciones en Europa; y a la disputa entre demócratas y republicanos en Estados Unidos que podría poner en cuestión medidas de estímulo fiscal.
Junto con la incertidumbre del devenir de la crisis sanitaria, el otro elemento crítico para las perspectivas económicas es el crecimiento del endeudamiento estatal, que puede llevar a una nueva crisis de la deuda en los países emergentes. En los países avanzados las deudas privadas (sobre todo corporativas) y las burbujas accionarias (Wall Street tuvo un año récord en plena recesión pandémica) son también importantes factores de crisis.
Durante este año los estados inyectaron grandes sumas de dinero para sostener la economía. El FMI estima que el estímulo fiscal y monetario en los países más ricos fue equivalente al 20% de su PIB, en los de ingresos medios entre el 6 y 7% y los más pobres o muy endeudados –como Argentina- un 2%, lo que implica una vulnerabilidad mayor a recesiones prolongadas.
Kristalina Georgieva aconseja no retirar de manera prematura las medidas de apoyo fiscal (que incluyen fondos para la contención social) algo insostenible para gran parte del mundo, en particular para países dependientes y semicoloniales sometidos a programas del FMI como Argentina donde el gobierno de Alberto Fernández, en plena pandemia, ya ha comenzado a aplicar el ajuste para renegociar su deuda.
Como señala el economista marxista Michael Roberts, la bomba del sobreendeudamiento (estatal y privado) es anterior a la pandemia, pero ha crecido exponencialmente su potencia al punto que a fin de 2020 la deuda global será de 277 billones de dólares, equivalente al 365 % del PIB mundial. La deuda nacional de Estados Unidos (que dicho sencillamente es la suma de los déficits anuales acumulados) llegó al cierre del año fiscal 2020 a 23 billones de dólares, lo que representa el 102% del PIB. La deuda no superaba el tamaño de la economía desde 1946, a la salida de la segunda guerra mundial. Los economistas cercanos a Biden, como Paul Krugman, polemizando con la “austeridad” que promueven los republicanos contra los gobiernos demócratas, sostienen que la deuda no representa ningún problema porque la principal potencia imperialista se financia a tasas cercanas a 0 o en terreno negativo y de esa manera licúa el peso del endeudamiento. Pero es una burbuja que puede estallar.
En síntesis, hasta en los escenarios más optimistas, prácticamente nadie pone en duda que la economía mundial aunque crecerá en 2021, demandará uno o dos años en recuperar niveles pre pandemia. Esto no quiere decir que no haya oportunidades de nuevos negocios y sectores de la economía que obtengan mayores beneficios, en realidad esto ya está ocurriendo. Es el caso de Amazon, WalMart, Zoom, Facebook y otras corporaciones que hicieron ganancias fabulosas durante la pandemia.
De hecho tanto la recesión como la recuperación están profundizando la desigualdad no solo en los países atrasados y dependientes, sino en las potencias imperialistas. Por ejemplo, en Estados Unidos, los cinco grandes milmillonarios norteamericanos -Jeff Bezos, Bill Gates, Mark Zuckerberg, Warren Buffett y Larry Ellison- aumentaron su riqueza un 26% en el mismo período en que 25 millones de trabajadores se quedaron sin empleo.
La crisis golpeó muy duro a los trabajadores y sectores populares. Según el Banco Mundial este año se sumarán entre 88 y 115 millones de nuevos pobres. Y el Informe Mundial sobre Salarios 2020-2021 de la OIT señala que en el primer semestre del año, los salarios cayeron en dos tercios de los países, afectando sobre todo los salarios de las mujeres y los trabajadores de menores ingresos. En el tercio restante, no es que el salario subió sino que se perdieron gran parte de los puestos de trabajo peor pagos.
Esta profunda crisis social, que por ahora está disimulada por las medidas de contención estatales y el impacto de la pandemia, es la base material para procesos más agudos de la lucha de clases y radicalización política.
3) La presidencia de Joe Biden y la ilusión de restaurar la “normalidad” pre Trump
El triunfo de Joe Biden representa un intento senil de restaurar el “centro neoliberal”, atravesado por profundas contradicciones estructurales, que en gran medida motorizan la polarización. Por esto el sentido común es considerarlo un “gobierno de transición”, es decir, relativamente débil en sus inicios. La alta votación que obtuvo Trump (más de 73 millones de votos) y su insistencia en que hubo fraude erosiona la legitimidad del futuro gobierno, que deberá lidiar por derecha con los republicanos (y la fracción trumpista) y por izquierda con una amplia vanguardia juvenil que fue la base del “fenómeno Sanders” y expresa una tendencia a la radicalización política y de la lucha de clases. Habrá que ver hasta dónde el gobierno de Biden, que por el momento no ha integrado a ningún referente de la izquierda demócrata, podrá cumplir un rol de desvío. Pero ya es un hecho que dejará al descubierto un amplio flanco a su izquierda. En principio la conformación del gabinete con ex funcionarios de las administraciones de Clinton y Obama, unidos con mil lazos con el establishment y Wall Street está siendo duramente criticada por los sectores progresistas que accedieron al Congreso y otros cargos electivos.
En el plano internacional, el recambio en la Casa Blanca fue recibido con alivio por las potencias occidentales, los aliados asiáticos, los gobiernos de centro izquierda o no alineados con la política de Trump en América Latina, y la Iglesia Católica, entre otros. Estos actores de la “comunidad internacional” esperan que Biden restaure el “multilateralismo” y la política de acuerdos comerciales de los gobiernos de Obama, después de cuatro años de crecientes tensiones comerciales y geopolíticas.
Los primeros gestos de Biden fueron señales de reversión del trumpismo, como la vuelta al acuerdo climático de París, y al acuerdo nuclear con Irán, aunque con nuevas condiciones e incorporando enemigos del régimen iraní como Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos. Y sobre todo un cambio discursivo.
Es posible que el eslogan “America First” desaparezca de la retórica de la Casa Blanca, pero en términos generales no hay condiciones materiales para restaurar el status quo ante Trump. La globalización neoliberal en la que los aliados y socios de Estados Unidos trabajaban para sostener el liderazgo norteamericano y a la vez obtenían importantes beneficios, es cosa del pasado. El agotamiento de la hegemonía globalizadora, puesto de relieve con la crisis capitalista de 2008, es lo que explica en gran medida el surgimiento de tendencias nacionalistas expresadas en el trumpismo o el Brexit, que no son fenómenos de coyuntura.
La Unión Europea se ha debilitado por el Brexit y la acción de partidos euroescépticos. No ha podido terminar de negociar el Brexit con el Reino Unido, mientras Hungría y Polonia, dos miembros díscolos de la UE con gobiernos populistas de derecha, bloquean la aprobación del presupuesto que incluye el fondo anti covid de 750.000 millones de euros en abierto chantaje al liderazgo de Merkel.
4) Decadencia de la hegemonía norteamericana y emergencia de potencias regionales
La decadencia hegemónica de Estados Unidos, y el repliegue unilateral de Trump, ha dado lugar a un cierto activismo de potencias intermedias o regionales que buscan jugar un rol mayor en los asuntos internacionales. Esto puede implicar el desarrollo de conflictos y guerras regionales de magnitud, aunque no involucren directamente a las grandes potencias. Es el caso de Turquía y Rusia que a través de su injerencia en Siria, o de la guerra reaccionaria en Nagorno Karabaj donde Turquía apoyó la ofensiva de Azerbaiyán, pujan por sus intereses pero a la vez desplazan a las potencias occidentales de las mesas de negociaciones y resolución de los conflictos. En Siria la posguerra está dirigida por Rusia, Turquía e Irán. Y en Nagorno Karabaj el grupo Minsk dejó de existir y los negociadores de la “pax” son Rusia y Turquía.
A otro nivel, las aspiraciones hegemónicas de Irán como resultado no deseado por Estados Unidos de la guerra de Irak, es parte de este mismo proceso. Mientras que Obama trató de contenerlo comprometiendo al régimen iraní en el acuerdo nuclear firmado por las principales potencias, Trump volvió a la línea dura, reimpuso sanciones y puso en pie un “frente sunita” de países enemigos de Irán, que comenzaron a restablecer relaciones con el estado de Israel. El asesinato del científico iraní, considerado el cerebro del desarrollo nuclear, que muy probablemente ha sido obra de servicios israelíes, debe verse a la luz de estos cambios geopolíticos en la región.
Estas tendencias a la mayor rivalidad entre potencias y a la emergencia de otros polos regionales que complican los planes de Estados Unidos y otros aliados occidentales, están basadas en última instancia en la competencia capitalista, los intereses divergentes de las burguesías imperialistas y sus estados que socavan las instituciones “multilaterales” del orden (neo) liberal anterior, basado en el liderazgo sin cuestionamientos de Estados Unidos. El desarrollo de tendencias nacionalistas en los países centrales, la exacerbación de la disputa entre Estados Unidos y China y la proliferación de conflictos y tensiones regionales y crisis políticas dificultan los intentos de coordinación global, que no sin contradicciones, permitieron evitar que la crisis de 2008 se transforme en una gran depresión.
5) La competencia estratégica entre Estados Unidos y China bajo el gobierno de Biden
Hay varios focos de tensión geopolítica de magnitud, como el Medio Oriente, el Cáucaso meridional y más en general la esfera de influencia de Rusia, además de que Estados Unidos aún no pudo retirarse completamente de Irak y Afganistán. Pero lo que sobredetermina las relaciones y conflictos interestatales es la relación entre Estados Unidos y China, las dos principales economías del mundo.
Bajo el gobierno de George W. Bush China pasó de ser “socio” a “competidor” estratégico de Estados Unidos, aunque eso no se tradujo inmediatamente en hostilidad política porque aún seguía la inercia de la relación “virtuosa” entre ambos. En su segundo mandato, Obama trató de salir de Medio Oriente para dedicar los recursos militares, políticos y económicos a la región del Asia Pacífico e impulsó como principal herramienta para aislar a China el Tratado Transpacífico que incorporaba a todas las economías de la región en un bloque con Estados Unidos dejando fuera a China.
Trump adoptó una línea dura contra China, lanzó una guerra comercial en 2018 que se mantuvo con intermitencias hasta ahora, centrada fundamentalmente en socavar la ventaja china en el terreno tecnológico con el 5G. Responsabilizó al gobierno de Xi Jinping de la pandemia del coronavirus (lo llamó el “virus chino”). La política “anti china” fue uno de sus ejes de campaña. Profundizó la militarización del mar Meridional y consolidó el “cuarteto” de seguridad anti China con Australia, Corea del Sur, Japón y Vietnam.
Por su parte, bajo el liderazgo de Xi Jinping y el férreo control del Partido Comunista, China abandonó su cautela tradicional y emprendió una política más agresiva, con proyectos ambiciosos como la Ruta de la Seda, inició el rearme y modernización de sus fuerzas armadas y avanzó en poner orden en su propio territorio, reforzando en control sobre Hong Kong como señal de advertencia también hacia Taiwán. Y aprovechando el vacío relativo dejado por el unilateralismo norteamericano, acaba de firmar el acuerdo para constituir la mayor asociación comercial del mundo (30% del PIB mundial) con 15 países de Asia y Oceanía, conocido como Asociación Económica Integral Regional (RCEP por su sigla en inglés).
Bajo la presidencia de Trump, las tensiones escalaron al punto de que Beijing denunció que Estados Unidos estaba empujando hacia una nueva “guerra fría”. La analogía es inexacta porque China no representa un sistema distinto al capitalismo, como sí era la Unión Soviética a pesar de la burocratización, aunque es un capitalismo distinto al de occidente, con un fuerte dirigismo estatal. Y además, mientras Estados Unidos y la ex URSS prácticamente no tenían ningún intercambio comercial, China es uno de los principales tenedores de bonos del tesoro norteamericano, es un eslabón fundamental en las cadenas de valor de compañías imperialistas y a pesar del intento de Trump de desacoplar la economía con tarifas y medidas proteccionistas eso aún no ha sucedido.
La expectativa de la Unión Europea y de los aliados del Asia Pacífico (y de las corporaciones norteamericanas) es que la Casa Blanca abandone las guerras comerciales que afectan sus propios negocios, teniendo en cuenta que China es el principal socio comercial de Australia, Vietnam, Japón y Corea del Sur, y que en 2020 se ha transformado en el principal socio comercial de la Unión Europea, desplazando a Estados Unidos.
Hasta el momento Biden ha dicho que buscará alinear detrás de Estados Unidos a todos sus aliados para enfrentar los “comportamientos abusivos” (como la transferencia de tecnología) o la violación a los derechos humanos, y a la vez cooperar en temas de interés común, como el cambio climático. Pero en concreto solo se sabe que no retirará de inmediato las tarifas del 25% impuestas por Trump que abarcan casi la mitad de las exportaciones totales de China a Estados Unidos, y que intentará implementar la llamada “fase 1” del acuerdo que suscribió Trump por la que China debe incrementar la compra de bienes norteamericanos en 200.000 millones de dólares. Esta continuidad al menos en el arranque con una política hostil tiene una base popular en Estados Unidos. Según una encuesta de Pew Research Center, en 2020 el 73% de los encuestados tenía una visión negativa de China (era el 47% en 2017 cuando asumió Trump).
La contradicción entre la decadencia imperial de Estados Unidos y el ascenso de China es un proceso estructural de larga data y vino para quedarse. Aunque hoy China no esté disputando la hegemonía mundial, para Estados Unidos es el principal competidor estratégico, por lo que está al tope de las prioridades de la estrategia de Defensa y Seguridad Nacional. Por esto mismo, la necesidad de contener y retrasar el ascenso de China es una política de estado, aunque hay diferencias tácticas en cómo hacerlo: con guerras comerciales y tarifas como planteó Trump o con la construcción de alianzas como el Tratado Transpacífico que permita aislar a China, como intentó Obama con el llamado “pivote hacia el Asia” y probablemente retome Biden. No se trata de una estrategia “mercantil” centrada en el déficit comercial, sino una estrategia de conjunto que incluye una activa política militar en el Mar de China Meridional, en la que Estados Unidos viene involucrando a sus aliados en la región –fundamentalmente Corea del Sur, Japón, Australia y Vietnam- y que ha tenido una mayor continuidad bajo Trump.
En última instancia, esta contradicción estructural que señalamos más arriba es lo que explica la agresividad norteamericana y plantea en perspectiva una agudización de los enfrentamientos comerciales y las tensiones geopolíticas.
6) América latina. Cambio de tendencia política, crisis orgánicas y lucha de clases
La derrota aplastante de los golpistas en Bolivia tuvo un impacto regional, debilitando objetivamente las tendencias más reaccionarias como los gobiernos de extrema derecha de Jair Bolsonoro e Iván Duque. Estos gobiernos de extrema derecha, y más en general agrupamientos reaccionarios como el Grupo de Lima, recibieron un golpe adicional con la derrota electoral de Donald Trump, con quien se habían alineado de manera incondicional.
Aunque aún no se conoce la política de Biden para América Latina, los gobiernos “progresistas” esperan que tenga una política más amigable y que habilite algún tipo de negociación manteniendo obviamente los términos del sometimiento al imperialismo norteamericano. Esa es la expectativa, por ejemplo, del gobierno de AF para la negociación de la deuda con el FMI. Por lo demás, la política de Biden hacia Venezuela no es muy distinta a la de Trump, ambos reconocieron al golpista Guaidó y trabajan para que surja un gobierno más afín a los intereses norteamericanos, aunque probablemente Biden intente una política más efectiva por la vía de restablecer relaciones con Cuba –aunque a un nivel inferior que el “deshielo” de Obama- y buscar la colaboración del régimen cubano para resolver la crisis en Venezuela, como antes había colaborado para la firma de los acuerdos de paz en Colombia. Su excelente relación con la Iglesia Católica y el Papa Francisco influirá también en la política hacia la región que bajo el impacto del coronavirus y sus efectos económicos catastróficos, está entrando en una nueva etapa de inestabilidad política, crisis burguesa y conflictividad social.
A tono con el triunfo de Biden como un intento de restaurar una supuesta normalidad pre Trump, en América Latina, la vuelta de gobiernos de “centro izquierda” como el de Arce del MAS en Bolivia; el resultado del plebiscito constitucional en Chile a favor de una constituyente pero en los términos del desvío negociado por los partidos del régimen; la derrota del bolsonarismo en las elecciones municipales en Brasil en las que salió fortalecida la derecha tradicional del “centrao” (el bonapartismo institucional como lo definimos); expresan la ilusión de reconstruir una suerte de “centro político” (lo que incluye a progresistas y la derecha liberal) que frente a las tendencias a los extremos restablezca un curso de moderación.
Sin embargo, las condiciones materiales hacen extremadamente dificultoso que se estabilice el “centro” y están obligando a gobiernos supuestamente “populares” a hacer duros ajustes. Es el caso de Argentina donde la coalición de gobierno del Frente de Todos cruje por el ajuste requerido por el FMI que ya está aplicando Alberto Fernández. Esto quiere decir que en el próximo período, y con los ritmos propios de cada país, crece la probabilidad de que se acelere la experiencia de amplios sectores de trabajadores, jóvenes, campesinos, pueblos originarios y sectores populares con los que consideran sus gobiernos.
La región es una de las más golpeadas en el mundo por el coronavirus. Los datos de finales de septiembre arrojaban que con el 8.2% de la población mundial, América Latina tenía el 28% de todos los casos y el 34% de las muertes. Es probable que esta proporción no haya variado.
Esta crisis sanitaria sin precedentes actualizó los males estructurales propios de la dependencia y la subordinación al imperialismo norteamericano y el capital internacional, profundizó la obscena desigualdad y puso de relieve los efectos catastróficos de las cuatro décadas de neoliberalismo en las condiciones de vida de los trabajadores y los sectores populares.
El FMI pronostica que en América Latina y el Caribe, el PBI se contraerá un 8.1% en 2020 por el impacto de la recesión sincronizada a nivel mundial por los confinamientos a comienzos de la pandemia y su refracción local. El empleo ya cayó un 20% en promedio (aunque destaca que en Perú podría ascender al 40%) en los largos meses que lleva la pandemia, a un ritmo mucho más acelerado que el PBI. Esto se explica por el alto grado de informalidad (que alcanza como mínimo a la mitad de la fuerza de trabajo en la región) y la abundancia de empleo de baja calificación y en rubros de contacto intensivo que no admiten teletrabajo. Las pérdidas en ingresos, sigue el informe, “podrían borrar algunos avances sociales logrados hasta 2015”, es decir, retroceder del tímido ascenso social que se dio durante súper ciclo de las materias primas y constituyó el núcleo duro de los llamados “gobiernos progresistas” (posneoliberales). La consecuencia inmediata que ya se percibe en las periferias de las grandes ciudades es el aumento significativo de la pobreza y un nuevo salto en la desigualdad.
Hacia adelante las perspectivas no son mejores. El pronóstico de crecimiento del FMI para 2021 es de un 3.6%, contrastado con el nivel de destrucción eso implica que algunos países –no todos- podrían recuperar el PBI pre pandemia recién en 2023 y el ingreso per cápita en 2025. De entrada media década perdida.
Otros organismos tienen pronósticos similares. La CEPAL estima la contracción en 9.1%. El más optimista es el Banco Mundial que prevé una caída del 7,1%.
Después de una pausa impuesta por los confinamientos, el descontento está transformándose en lucha de clases abierta. Los meses de gracia que la primera ola de la pandemia les concedió a varios gobiernos acorralados por las movilizaciones de fines de 2019 con Chile como su punto más avanzado, parece haberse agotado.
La crisis económica, social y política, y las profundas divisiones interburguesas están permitiendo la emergencia de la lucha de clases, bajo la forma de protestas, paros y estallidos.
Esta situación se vuelve particularmente aguda en países en los que el neoliberalismo ha sido más “exitoso” como Chile, Perú y en cierto sentido Colombia, en los que ha despertado a la vida política y a la lucha de calles una generación que no ha vivido las dictaduras de Pinochet o Fujimori, o en el caso de Colombia, tras los acuerdos de paz con las FARC. La juventud que sufre los mayores niveles de precarización laboral y desempleo, y que en muchos países de América latina debe endeudarse para estudiar (como en Chile, Perú y Colombia) es protagonista indiscutida de las luchas y rebeliones en América Latina (y en el mundo).
Como parte de esta incipiente nueva oleada de lucha de clases, están las movilizaciones y paros nacionales en Colombia contra la violencia policial y el gobierno de Duque, las movilizaciones en Guatemala que obligaron a retroceder al congreso con la aprobación de un presupuesto a la medida de la burguesía amiga del gobierno del derechista Alejandro Giammattei; las protestas y los bloqueos de rutas en Costa Rica contra el FMI y las políticas del Gobierno de Alvarado así como las marchas contra el FMI en Ecuador. O la movilización masiva en Chile a un año del levantamiento contra Piñera. Quizás el proceso más agudo hasta el momento fue el estallido popular en Perú en el marco de una crisis de dominio burgués que pareciera no encontrar piso. Lo más interesante de este proceso que desde el punto de vista político y de las demandas arrancó de más atrás es que parece haber abierto una dinámica nueva de lucha de clases, como muestra la huelga de obreros agrícolas de principios de diciembre, que consiguieron una victoria con la derogación de las leyes esclavistas aprobadas durante el fujimorismo.
Aunque en un nivel más bajo, en Argentina las tomas de tierra en Guernica y las múltiples luchas de sectores asalariados, jóvenes precarios, ambientalistas, que en muchos casos tienden a la autoorganización deben ser leídas en esta perspectiva regional y más en general en el marco de las tendencias de la situación internacional.
7) Pos pandemia y lucha de clases
A pesar de que aún hay una situación con contornos indefinidos, nuestra hipótesis es que producto de la pandemia y sus consecuencias, combinadas con crisis burguesas, se están creando condiciones objetivas favorables para el desarrollo de procesos de lucha de clases más intensos y con mayor radicalidad, retomando a una escala superior los procesos previos a la pandemia.
La rebelión popular en Estados Unidos contra la violencia policial y el racismo tras el asesinato de George Floyd tomó por sorpresa a la clase dominante y cambió bruscamente la situación. Fueron días de movilizaciones de masas, de extensión nacional (se calcula que participaron 26 millones de personas) que tuvieron un efecto contagio en diversas partes del mundo, desde Londres, París y Berlín hasta Brasil y Colombia.
Por su dimensión histórica y por haber ocurrido en el centro del capitalismo mundial, este levantamiento popular, aunque luego fue desviado hacia el recambio electoral y el voto a Joe Biden como mal menor, marcó un punto de inflexión en la lucha de clases internacional, que a partir de ese momento empezó un incipiente curso ascendente. En Líbano con las movilizaciones masivas contra el gobierno luego de la explosión en el puerto de Beirut. En la India con una huelga general masiva y luego la movilización de centenares de miles de campesinos contra los ataques del gobierno nacionalista de derecha de Modi. Y en Francia, donde se calcula que unos 300.000 manifestantes salieron a repudiar el intento autoritario del gobierno de Macron de concederle impunidad a los policías ante hechos de violencia y represión. Y en América Latina con los procesos que hemos señalado en el punto anterior.
Si bien estas luchas no han superado el carácter “revueltista”, en las condiciones creadas por la pandemia pueden abrir la perspectiva de la intervención de la clase obrera con sus métodos de lucha y el desarrollo de situaciones pre revolucionarias más clásicas.
En un escenario de agudización de la lucha de clases y de experiencia política de amplias franjas de vanguardia con variantes reformistas “malmenoristas”, es imprescindible dar pasos audaces para avanzar en la construcción de fuertes partidos obreros revolucionarios y la reconstrucción de la IV Internacional. En ese sentido, ganará importancia el planteo de poner en pie un Movimiento por una Internacional de la Revolución Socialista para confluir, en base a lecciones programáticas comunes de los principales acontecimientos de la lucha de clases, con corrientes centristas de izquierda que se orienten en un sentido revolucionario o sectores de izquierda del movimiento trotskista.

Claudia Cinatti
Staff de la revista Estrategia Internacional, escribe en la sección Internacional de La Izquierda Diario.