Ese es, justamente, el punto que deseo recordar de Gould. Su capacidad de saber que podía equivocarse. Que debía equivocarse. Ese animarse a equivocarse.
Sábado 20 de mayo de 2017
Reducir la historia de una persona, cualquiera sea, a una única característica (pretendida virtud) es un absurdo. En el caso de Stephen Jay Gould, este absurdo se vuelve pretenciosamente tonto, a partir de sus múltiples facetas: desde la ciencia a la militancia política, desde la escritura científica a la fascinante divulgación. A pesar de eso, si acaso debemos buscar una sola característica, tratemos de que logre cierto aglutinamiento inicial. Buscar así recuperar algunas de las virtudes que lograron conformar una herencia sobre aquellos que intentamos replicar parte de su trayectoria desde nuestros propios territorios. Por ello, deseo recuperar en particular aquella actitud física y mental de Gould: su saber ubicarse, posicionarse, involucrarse. Ese poder señalar lo no necesariamente esperado. Ese recordar, pero apelando a la otra memoria. Ese proponer, pero no la propuesta meramente variada, sino una que moleste, altere, incomode, que nos saque del equilibrio. Ese es, justamente, el punto que deseo recordar de Gould. Su capacidad de saber que podía equivocarse. Que debía equivocarse. Ese animarse a equivocarse.
Su propuesta jerárquica, fascinante y compleja, difícil de pensar pero aún más difícil de considerar en la práctica científica, nos arrojó a varias generaciones a una multidimensionalidad de la vida vertiginosa. Jerarquía de una sola vía, imposible de volver a la idea unidimensional de lo viviente luego de atravesada dicha puerta. Pero más aún, jerarquía también contingente, mediante la crítica a una vida que pudo ser de otro modo. Y para colmo, junto a una vida multinivel y nunca necesaria, aquella otra analogía arquitectónica acerca de que no es en las vigas en donde encontraremos nuestros propios destinos, sino más bien en lo olvidado, en lo marginal, en lo sobrante, en los spandrels. Qué difícil pensar la vida así, tan plural, tan multidimensional, tan contingente, tan marginal. Qué difícil pensar la vida tan viva. Y entonces, Gould nos retrotrae a las palabras de Julio Cortázar en aquel Manual de Instrucciones: “Y si de pronto una polilla se para al borde de un lápiz y late como un fuego ceniciento, mírala, yo la estoy mirando, estoy palpando su corazón pequeñísimo, y la oigo, esa polilla resuena en la pasta de cristal congelado, no todo está perdido”.
De toda propuesta verdadera nace el equívoco. La incomodidad interrumpida, el orden deshecho. Y así, toda propuesta real genera rechazos, fascinaciones, adherencias, repeticiones, delirios. La propuesta real nace de una primera posición mental y física: animarse a proponer para poder equivocarse. No se trata de la garantía del éxito, del acuerdo, de la verdad. Se trata de un juego (individual pero también colectivo) de un posible error inherente al propio salto. Y, en el fondo, no importa ese error. O mejor dicho: importa. Importa como signo de lo vivo. De una ciencia viva. Y entonces es cuando agradecemos, y personalmente es cuando agradezco a Gould por enseñarnos que en ese pequeño error está el motivo principal del camino de la ciencia, de la sociedad, de la vida.