En España, Italia, Francia y otros países comienza a hablarse de “desescalada”, con planes de los gobiernos para salir por etapas del confinamiento masivo y retomar la actividad económica, si se logra superar la crisis sanitaria. Aun así, se calcula que esto llevará varios meses y está claro que ya se ha abierto una segunda crisis, económica y social, de proporciones inéditas.
En la Cumbre europea del jueves 23 de abril se acordó un “plan de reconstrucción” para después del Covid-19, aunque sin una posición común sobre cómo ponerlo en marcha. La Unión Europea enfrenta la peor crisis económica de su historia polarizada entre el bloque “del norte” y los países “del sur” de Europa. Todos los gobiernos se preparan para rescatar a las empresas, con planes que descargan la crisis en millones de trabajadores. Ante el resurgir de los nacionalismos más reaccionarios en los Estados imperialistas, es clave una perspectiva internacionalista y de clase.
Perry Anderson señalaba en la introducción a su libro El Nuevo Viejo Mundo que Europa “parece un objeto imposible”. No se refería sólo a la complejidad de analizar una estructura social con más de 450 millones de habitantes —si nos referimos a los 27 países que integran actualmente la UE—, sino a las tensiones irresueltas entre una estructura supranacional y los diferentes Estados nación. Esas tensiones se vienen agravando en los últimos años, y estallan en medio de la crisis actual.
Una caída histórica del PIB europeo que podría llegar al 15%
La responsable del BCE, Christine Lagarde, anunció estas cifras catastróficas en la reunión europea del jueves 23 de abril. Según sus cálculos, se avecina una profunda recesión, que en las estimaciones más graves podría alcanzar una caída del 15% del PIB este año y en las versiones más optimista un retroceso del 9%.
Para tener dimensión de la debacle, basta observar los datos del índice PMI del mes de abril, que mide la actividad del sector privado. Según los datos de IHS Markit, la Eurozona se contrae un 7,5% en términos trimestrales, tres veces más que durante la crisis económica del 2008. El IHS Markit Eurozone Manufacturing PMI cayó a 33.6 en abril, marcando el derrumbe más importante en la actividad fabril desde 2009. Junto con la producción manufacturera, se precipitaron los nuevos pedidos y el empleo se encogió al ritmo más rápido desde abril de 2009.
A nivel de empleo, la consultora McKinsey advierte que se perderán 59 millones de puestos de trabajo en Europa por la crisis del coronavirus, duplicándose los índices de desempleo. Los sectores más afectados ya son el turismo, hoteles y alimentación. McKinsey calcula que el 74% de los trabajos en estos sectores podrían desaparecer, lo que significa que 8,4 millones de trabajadores quedarían en el paro. También están en riesgo el 50% de los puestos de trabajo en el sector del entretenimiento y las artes, y las multinacionales automotrices están evaluando el cierre de varias plantas. Otros sectores muy afectados son las aerolíneas.
Al igual que en 2008, esta crisis golpea con más fuerza a los países del sur de Europa. El Banco de España calcula que en este país el paro alcanzará entre el 18,3% y el 21,7%, ya que el turismo, la construcción y las automotrices han sido en las últimas décadas tres de los pilares del capitalismo español.
Los “halcones” del norte contra los “derrochadores” del sur
El programa de reconstrucción de la UE implica poner en disponibilidad 1,5 billones de euros, tal como constaba en la propuesta del presidente español, Pedro Sánchez, para activar un “plan Marshall” post Covid-19. Pero cómo se implementará y con qué fondos, todavía no está claro. De hecho, Alemania, Holanda, Finlandia y Austria han bloqueado que el plan comience a tomar forma hasta el mes de mayo. Un mes atrás, la reunión del Eurogrupo el 27 de marzo había terminado en un fracaso mayor, por la fuerte negativa de los países del norte de Europa a cualquier tipo de “mutualización” de la deuda. Ahora, ante la gravedad de la crisis, están dispuestos a aceptar una masiva inyección de liquidez mediante un paquete que incluirá subsidios directos y deuda, pero aún se está discutiendo en qué proporción.
Esta definición es clave, considerando que países como Francia, Italia y España ya tienen un endeudamiento altísimo, heredado de las medidas que se tomaron en la última década para salir de la crisis del 2008. En aquel momento, los Estados se endeudaron para rescatar a las empresas y a la banca. Para ponerlo en números, la relación entre deuda y PIB alcanza en Italia el 134.80%, siendo el cuarto país más endeudado del mundo. Su deuda es de 2,4 billones de euros, nada menos que el equivalente al PIB de Francia.
A escala europea, el ranking lo encabeza Grecia, con el 176.60%. Con Italia en segundo lugar, le siguen de cerca Portugal (117.70%), Bélgica, Francia (98%) y España (95.50%). Para comparar, en Alemania esta cifra se encuentra muy por debajo (59.80%), una ratio que en Europa sigue disminuyendo en el caso de países como Holanda, Suecia, Noruega o Dinamarca. La Unión europea se vuelve a polarizar, como después de la crisis del 2008, entre los países acreedores del norte y los países deudores del sur. Recordemos que entonces surgió el acrónimo PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España) para referirse despectivamente a los países del sur de Europa.
La crisis del coronavirus y la recesión en economías con grandes niveles de endeudamiento ha llevado a un aumento importante de la prima de riesgo en los países más afectados, España e Italia. En los últimos días se tocaron niveles que no se veían desde hace varios años (aunque todavía muy debajo del peor momento de la crisis del euro en julio de 2012). Según algunos analistas, el BCE viene manteniendo a la banca italiana con “respirador artificial” pero esta crisis amenaza nuevamente con hacer estallar esta bomba, con consecuencias imprevisibles.
El enfrentamiento entre ambos bloques se agravó hace unas semanas, cuando el ministro de Finanzas holandés, Wopke Hoekstra, pidió que la UE investigara la situación fiscal de países como España o Italia y por qué no podían hacer frente a la crisis sin recurrir a la ayuda de Bruselas. Una sugerencia que el presidente de Portugal, António Costa, calificó enseguida como “repugnante” y “mezquina”. Las declaraciones del “halcón” holandés también provocaron la respuesta del presidente del consejo de ministros de Italia. Giuseppe Conte dijo que la desconfianza de los italianos con la UE “surge en el momento en que nos sentimos abandonados precisamente por los países que se benefician de esta Unión”. Según una encuesta del Instituto Técne realizada en plena crisis del coronavirus, el 49% de los italianos estaría a favor de abandonar la UE (20 puntos más de los que afirmaban lo mismo en noviembre pasado). Mientras que otra encuesta mostraba que el 88% de los italianos estaba descontento con la respuesta de Europa ante la crisis. [1]
El relato de los “halcones” del norte es que los países del sur de Europa son “derrochadores” y se endeudan sin sentido. En 2017, el entonces presidente holandés del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, había asegurado que los países mediterráneos se “gastan todo el dinero en alcohol y putas” y después piden ayudas. Pero este relato cínico esconde que es la propia construcción de la UE, con su particular división internacional del trabajo y flujos de capital, la que determina en gran parte las diferencias fiscales y económicas entre el norte y el sur.
Como explica la economista Lidia Brun: “En Alemania ven como un escándalo el nivel de deuda pública sobre PIB de España y piensan que los recursos públicos se han derrochado. Pero España tenía una deuda pública del 35% del PIB en 2006. Si ahora está en el 96% es porque tuvo que hacer frente al estallido de una burbuja inmobiliaria de la que muchos bancos europeos sacaron tajada y que, junto con la crisis financiera global, tuvo un impacto brutal sobre la economía”. [2]
Detrás de los desequilibrios fiscales y los niveles de deuda, se encuentran otras variables económicas importantes. En las economías del sur de Europa han cobrado un peso descomunal los servicios y el turismo (muy afectados por la crisis del coronavirus), frente a una mayor industrialización en el eje del centro-norte (Eje Roterdam-Milán). Por otro lado, el proceso de deslocalización industrial durante las últimas décadas, junto con la restauración capitalista en los países del Este de Europa, ha llevado a que esos países tengan una mayor proporción de valor agregado industrial en su PIB que otros como Francia, Italia o España. [3]
Ante la catástrofe económica que se abre, la respuesta de la UE, y en particular los Estados del norte, es que los países más afectados por la crisis se embarquen en nuevos y masivos endeudamientos, hipotecando a generaciones futuras a pagar esas cuentas con recortes en los servicios públicos, rebaja de las pensiones y ajustes presupuestarios. El ejemplo de Grecia y el plan austericida de la Troika, adoptado por Syriza en 2015, queda en el recuerdo fresco de muchos trabajadores en todo el continente.
Pero el cinismo de estos gobiernos no deja de llamar la atención, cuando justamente Holanda es uno de los dos países que, junto con el ducado de Luxemburgo, recibe la mitad de la inversión ficticia a nivel global. Es decir, empresas que inscriben sus sedes fiscales en esos territorios solo con el objetivo de evadir impuestos. Un mecanismo fraudulento que lleva a que las empresas multinacionales dejen de pagar nada menos que 13.500 millones de Euros cada año, tan solo en España.
Y todo esto sin mencionar los mega millonarios rescates a la banca europea después de la crisis del 2008, de los cuales se beneficiaron especialmente los bancos alemanes. Para graficar cómo aquellos rescates nos llevaron en gran parte a la crisis actual, tomemos en cuenta solo un dato. En 2016 Eurostat daba por perdidos unos 213.210 millones de euros por el rescate a la banca europea, lo que era el equivalente a la suma del gasto anual en servicios de salud en España, Suecia, Austria, Grecia y Polonia.
Nacionalizaciones a la vista… para salvar a los capitalistas con dinero público
Además de un primer paquete de la UE de 540.000 millones de Euros, cada gobierno ha comprometido grandes fondos de ayudas, destinados centralmente a las empresas.
En este marco, ya están en marcha también importantes proyectos de nacionalizaciones. Mediante la participación estatal en el accionariado de las grandes empresas, estas se hallan regidas por la idea de que multinacionales emblemáticas de los Estados imperialistas “no pueden caer”. Los Estados están preocupados porque algunos de sus “buques insignia” caigan en manos extranjeras, mirando con especial recelo los movimientos de China, pero también a los capitales norteamericanos.
Italia ya avanzó en la nacionalización de Alitalia, mientras que el ministro de economía de Francia, Bruno Le Maire, anunció un “apoyo histórico” a Air France con 7.000 millones de Euros y a Renault con otros 5.000 millones. El ministro dijo que no dudaría “en usar todos los medios disponibles para proteger a las grandes empresas francesas”. Ese país también ha habilitado 45.000 millones de euros en moratorias fiscales y cancelaciones de pagos para pequeñas y medianas empresas.
Por su parte, Angela Merkel comprometió esta semana 10.000 millones para Lufthansa y ya está rescatando a empresas como Adidas mediante préstamos especiales (1.000 millones), al operador turístico TUI (1.800 millones) y a Puma. MediaMarkt ya ha pedido otros 2.000 millones. En el caso español, el gobierno aún no ha anunciado nacionalizaciones, aunque no se descartan en el futuro. Mientras tanto, ha establecido un fondo de 100.000 millones de euros para avalar créditos a las empresas y se predispone a otorgar ayudas financieras urgentes para rescatar a Iberia, siguiendo de Francia y Alemania con sus antiguas compañías de bandera.
El principio que se aplica en estas nacionalizaciones y rescates no es otro que el de la “privatización de las ganancias y socialización de las pérdidas”. Las grandes multinacionales europeas vienen de años de hacer fabulosas ganancias. Con el comienzo de la crisis, los Estados se están embarcando en un nuevo ciclo de endeudamiento masivo, y gran parte de esos paquetes de créditos y ayudas terminarán salvando a las multinacionales con dinero público, mientras estas dejan en la calle a millones de trabajadores.
El sueño roto de la integración europea
Después de la caída del muro de Berlín y la reunificación alemana (1989-1990), se sucedieron varios hitos que fueron la base de un relato triunfalista sobre las perspectivas de la integración europea: el tratado de Maastricht (1992-93), la adopción de la moneda única (2002), y la ampliación de la UE hacia el este (2004-2007), incorporando a los Estados que hasta entonces habían estado detrás del telón de hierro.
Esa ampliación hacia el Este, como sostiene Perry Anderson, era un “acontecimiento histórico de primer orden” porque posibilitaba la unificación de las “dos Europas”, una gran base para el optimismo europeísta y capitalista. Pero no se trataba solo de una conquista ideológica o moral. Las multinacionales ganaron nuevos mercados y una gran masa de mano de obra barata a disposición, algo que fue aprovechado sobre todo por Alemania. Por dar un ejemplo, Eslovaquia se transformó en el país que más automóviles produce del mundo por habitante (con un salario varias veces inferior al de Alemania para trabajadores de las mismas empresas).
Sin embargo, desde la crisis y gran recesión de 2008, se han sucedido episodios con una dinámica en sentido contrario, mostrando tendencias a la crisis y la fragmentación. Hemos visto desde entonces: un momento de aguda crisis del euro (2012-2014), la crisis griega (2015), la crisis migratoria (2015-2016), la crisis del Brexit (2016-2020) y el auge de partidos de extrema derecha y movimientos euroescépticos, hasta llegar a la crisis actual. Además, no es casualidad que sea en aquellos Estados del Este de Europa, a los que se les había prometido el paraíso europeo, donde más haya crecido el euroescepticismo.
Si Jürgen Habermas podía afirmar hace unos años (con un exceso de optimismo) que Europa había solucionado de un “modo ejemplar” el “gobierno más allá del Estado-nación” y los sistemas de bienestar social “como modelo para el mundo”, difícilmente se podría defender lo mismo en medio de esta crisis. La crisis del coronavirus está revitalizando las fuertes tensiones en la UE y los discursos nacionalistas, en diferentes niveles —algo que no comenzó con esta crisis, pero se profundiza. Al mismo tiempo, el colapso de los sistemas sanitarios en España, Italia, Francia y Reino Unido, muestra las terribles consecuencias de décadas de privatizaciones y políticas neoliberales. Ni gobierno supranacional ejemplar, ni modelo de estados de bienestar para la población.
Mientras que los principales sectores de las burguesías europeas aún se mantienen dentro de los marcos de la UE y presionan para salvar a sus propias empresas (contagiados del espíritu de “América First” de Donald Trump), los Estados del norte buscan descargar la crisis en los pueblos y las clases trabajadoras del sur. En varios países se escuchan voces que plantean la necesidad de reforzar la “industria nacional”, para no depender de las cadenas de suministros internacionales (algo que se evidenció de forma trágica ante la falta de insumos médicos o respiradores) o por la grave crisis que atraviesan sectores como el turismo.
También cobran peso discursos soberanistas que, ya sea por derecha o por izquierda, plantean un retorno a los marcos de los Estados nacionales como vía de salida a la crisis, incluso planteando la ruptura o salida de la UE. En los países del sur de Europa, esto se combina con un fuerte malestar “anti alemán” en clave nacionalista, como si España e Italia estuvieran en crisis solo por el “sometimiento” a los dictados de Bruselas y no por las políticas que llevaron adelante sus propios gobiernos y sus propias burguesías nacionales.
Frente a este tipo de posiciones, la primera cuestión a dejar en claro es el carácter imperialista de los principales Estados de la UE, tanto los del norte como los del sur. En el caso de España o Italia, por ejemplo, estamos hablando de la tercera y la cuarta economía de la UE, respectivamente, países imperialistas que integran la OTAN y que tienen misiones militares en el exterior, en el norte de África, Irak o Afganistán. Multinacionales italianas y españolas del sector de la energía, gas, o telefonía tienen grandes negocios e inversiones en todo el mundo, y se han lucrado especialmente de procesos de privatizaciones a “precio de ganga” en América Latina o en países del norte de África. Empresas que son “marcas insignia” de estos países como la textil Inditex del español Amancio Ortega, han construido su modelo de negocio sobre la base de la explotación de mano de obra semiesclava en talleres clandestinos en Bangladesh, Marruecos o Bangkok.
Los gobiernos de estos países, en manos de conservadores o de la centroizquierda, han apoyado las intervenciones imperialistas y las políticas de bloqueos de la UE, como a Cuba o a Venezuela. Al mismo tiempo, los Estados imperialistas del sur de Europa defienden las mismas políticas de la Europa fortaleza contra los migrantes y refugiados, con leyes migratorias basadas en la xenofobia y el aprovechamiento de los migrantes como mano de obra barata y descartable. Es más, por su posición geográfica, son estos Estados los encargados de “salvaguardar” las fronteras europeas, dejando morir a miles de inmigrantes en el Mediterráneo, o construyendo centros de detención para extranjeros.
La segunda cuestión, es que, tanto a nivel continental como a nivel de cada país, se despliega una guerra de clases, donde los Estados nacionales actúan como “juntas de negocios” de los capitalistas para imponer mayor explotación a la clase trabajadora, mediante devaluaciones salariales, flexibilización laboral, contratos basura, introducción de temporalidad y externalizaciones, liquidación de convenios colectivos, etc. Los partidos reformistas de la izquierda europea, desde Syriza en Grecia, a Podemos en el Estado español o el Bloco de Esquerda en Portugal, han mostrado que no son ninguna alternativa frente a la Europa del capital, más bien lo contrario, se adaptaron como buenos gestores de los Estados capitalistas en momentos de crisis.
Con una fuerza social constituida por más de 200 millones de personas, la clase obrera de Europa, nativa y extranjera, más feminizada y racializada que nunca, tiene la potencialidad de oponer resistencia a esta ofensiva. Para eso será necesario superar las trabas de las burocracias sindicales y las variantes políticas neorreformistas, luchando por la construcción de una dirección política revolucionaria alternativa para la clase trabajadora, que defienda un programa transicional para que la crisis la paguen los capitalistas y la perspectiva del gobierno de los trabajadores.
El ciclo de la lucha de clases abierto antes de esta crisis, con la irrupción de los chalecos amarillos en Francia, y la posterior huelga indefinida del transporte en ese país, así como las múltiples huelgas en sectores de trabajadores en Portugal, Italia, Polonia, Estado español y todo el continente durante los últimos años, muestran que eso es posible. Ante una nueva crisis histórica como la que estamos empezando a ver, necesitaremos retomar la senda de la lucha de clases, del mayo francés y el otoño caliente italiano, la revolución portuguesa de 1974, la Primavera de Praga y más de un siglo de luchas entre revolución y contrarrevolución.
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