Estos días se abrió un debate respecto a la relación entre el movimiento feminista y el transactivismo o transfeminismo ¿quienes pueden llamarse feministas? ¿es la comunidad LGBTTI aliada del movimiento de mujeres?

Bárbara Brito Docente y ex vicepresidenta FECH (2017)
Miércoles 24 de enero de 2018

Estos días se abrió un debate respecto a la relación entre el movimiento feminista y el transactivismo o transfeminismo ¿quienes pueden llamarse feministas? ¿es la comunidad LGBTTI aliada del movimiento de mujeres? Son algunas de las preguntas que se abrieron y que considero, en estos términos planteadas, cuestionamientos necesarios para pensar la estrategia que utilizaremos para conquistar la total emancipación de la mujer.
Sin embargo, el tono del debate no ha sido el mismo en todos los casos y, días antes de la votación de la Ley de Identidad de Género, no podemos dejar pasar posiciones que poco se diferencian con las esgrimidas por los sectores más conservadores como Marcela Aranda, con frases como que las trans son hombres, que su reconocimiento como mujeres no es más que un acto misógino y que le abre las puertas a la pedofilia.
Un primer argumento para justificar este discurso es la definición de género entendida como “un conjunto de estereotipos que sirven para perpetuar patrones de opresión y dominación” y, como salida, plantearían una posición abolicionista del género resaltando el sexo (femenino) como protagonista solitario de liberación. Esta compresión del concepto de género confunde el fin con la realidad. ¿Se puede hoy dejar de hablar de género y, por tanto, de las imposiciones de género? ¿Una perspectiva abolicionista es realizable de forma inmediata? Estas preguntas sólo se pueden responder avanzando a dilucidar el origen de la opresión de género y cuestionando a su vez que la posibilidad de transformar la sociedad en un sentido revolucionario no es una tarea exclusiva del sexo femenino.
Si para algunas la opresión de género es milenaria y tiene poca o nula relación con el actual sistema económico capitalista, para las marxistas revolucionarias o feministas socialistas el capitalismo alimenta la subordinación y opresión hacia la mujer y la diversidad sexual. No es casualidad que sean las mujeres más pobres y trabajadoras las que sufran las peores penurias volcadas por este sistema: abortos clandestinos, trabajos precarios, femicidios, entre otros. Esto nos lleva a plantear que no es posible acabar con la opresión de género sin acabar con el capitalismo.
Cualquier perspectiva abolicionista requiere necesariamente cuestionar y remover las bases materiales que sustentan la división binaria del género, como el trabajo doméstico que es concebida hoy como tarea específica de la mujer.
Esto no quiere decir que nuestra batalla contra la victimización, la sexualización y la cosificación, contra una femineidad impuesta que limita nuestras posibilidades y, también, contra el machismo y la misoginia, no sea una batalla actual. No esperaremos que llegue el día de la abolición del género para cuestionar y enfrentar las miserias de esta sociedad, así como tampoco esperaremos que las relaciones humanas cambien su carácter para poder vivir nuestra sexualidad como queramos, aunque no podamos vivirla plenamente. Pero sabemos, a su vez, que no podemos confundir el fin con la realidad y que en los marcos del actual sistema capitalista a lo más lograremos conquistas parciales, fácilmente reversibles.
El marco social hace que nuestras batallas se den a contracorriente, cargando aún con las condiciones impuestas, moviéndonos sobre marcos establecidos, normas sociales, morales y éticas que, de alejarnos, sufrimos consecuencias inminentes. Sucede con las mujeres que nos distanciamos de lo que Beauvior llamaba el “eterno femenino”, también con las trans que no sólo escapan de una masculinidad impuesta sino, luego, por esta propia negación, son también castigadas al decidir ser lo que son, mujeres, sin dobles nombres.
¿El género es una imposición? Si. ¿Hay que abolir el género entendido como estereotipos impuestos? Si. Pero es una batalla en curso no un decreto y como tal, en los marcos del actual sistema político y social, tenemos que apostar a conquistar todos aquellos derechos que hagan más amena la vida de las mujeres, incluyendo la vida de las mujeres trans.
Y es este el sentido que persigue la llamada Ley de Identidad de Género, no el intercambio de roles otorgados por género, no que lo femenino pueda convertirse en masculino cambiando un mal por otro, sino la igualdad social entre hombres, mujeres y diversidad sexual. ¿Puede suceder que ciertos derechos sirvan para perpetuar estereotipos? Evidentemente, pero eso no significa que, por esa posibilidad, neguemos derechos sociales a mujeres trans, pues otra posibilidad es que sirva para fortalecer un movimiento desde la base para preparar luchas mayores contra este sistema. Este es el mismo sentido de reivindicaciones como el matrimonio igualitario donde, a sabiendas de que es una institución que alimenta el amor romántico donde el otro es concebido como propiedad privada, cuestiona que el hecho de que sea el Estado el que decida sobre nuestras vidas, identidad y orientación sexual abriendo la posibilidad a un cuestionamiento mayor.
El gran problema de esta política propia del feminismo separatista que confunde la realidad con el fin es que no lucha por mínimas demandas a la vez que abandona la pelea por la transformación estructural de la sociedad capitalista.
Vuelta a las cavernas
Simone de Beauvoir se preguntó qué es ser mujer y su respuesta se tradujo en un debate emblemático contra el biologicismo tomado por diversas corrientes asiduas al marxismo y, también, al posmodernismo. La relativización de la biología como constructora de la esencia femenina fue un acto revolucionario, nos libró de ser sólo un útero y nos permitió pensar como real la utopía de utilizar el conjunto de lo que somos y avanzar a lo que queramos ser como mujeres.
No me concentrare en este punto en dilucidar las debilidades del discurso de teóricas como Butler, sin embargo, quisiera mencionar que, al igualar el orden de la existencia social con el orden de lo simbólico, cae en el peligro de restarle importancia a los aspectos de la biología que sí alcanzan una dimensión en la realidad cotidiana (aunque sea por imposición) y, con ello, de diluir los aspectos específicos de la opresión a la mujer, por ser mujer.
El ya conocido “no se nace mujer, se hace” de Beauvoir no puede ser tergiversada en el sentido de diluir las características propias del sexo femenino en la sociedad capitalista, cuya condición se utiliza para alimentar ganancias y reducir costos de una minoría a costa del agobio, la precarización laboral y la dominación de nuestra sexualidad.
Como afirmaba Beauvoir, "rechazar las nociones de eterno femenino, de alma negra, de carácter judío, no es negar que haya hoy judíos, negros, mujeres", negar que la biología nos determina no es negar nuestra propia existencia como sujetos, decir que el útero no nos determina no es negar que somos mujeres.
El sexo biológico no es una construcción social, pero si es susceptible a ser cuestionado y manipulado por la sociedad y sus normas. La relación con lo social es fundamental para no volver a la teoría del eterno femenino que sólo nos consideraba como un útero y que es incapaz de concebir los avances técnicos capaces de mejorar nuestras condiciones de vida. El biologicismo ha transformado el ser mujer en una regla social, el tener útero en el eterno femenino del ser madre y buena esposa y como función, la ocupación de las tareas del hogar y el cuidado de los enfermos. Toda reivindicación femenina nació en su fundamento criticando este traspaso mecánico entre la biología, la personalidad y el rol social de los sujetos.
Es indudable, así como las imposiciones por género, que dichos avances técnicos pueden ser utilizados para ejercer una dominación mayor sobre nuestros cuerpos, como ocurre en ciertos casos de la ginecología y la obstetricia, pero a su vez es una herramienta que, de ser utilizada en nuestro favor, puede perfectamente evitarnos dolor y malestar. Ese mismo dolor y malestar puede ser saneado por la medicina en el caso de las mujeres trans, pero, nuevamente, el freno son las imposiciones sociales ligadas al sexo biológico, la discriminación y los discursos de odio. El orden social del patriarcado y el capitalismo continúa manejando nuestros cuerpos y vidas.
Sexo contra sexo o clase contra clase
El sexo biológico no determina lo que somos ni define absolutamente el ordenamiento político y social, aunque se utilice para la subyugación de las mujeres a través de la constitución de lo femenino. Si lo hiciera, determinaría la clase a la que pertenecerían hombres y mujeres (opresores y oprimidas, dominadores y subordinadas, etcétera), pero eso no existe, es cosa de ver que también son mujeres las que actualmente manejan la sociedad y dominan el mundo, nadie se atrevería a decir que mujeres como Michelle Bachellet pertenece a la clase oprimida y que un obrero de la construcción pertenece a la clase dominante. Evidentemente el machismo es una forma de opresión y un sistema de privilegios de unos por sobre otros, sin embargo, responde a un orden impuesto y utilizado por la clase dominante para su propia conservación.
Nuestra respuesta tiene que ser en alianza de oprimidos y explotados, trabajadores, mujeres, diversidad sexual, migrantes, pueblos originarios. Sólo una gran fuerza social en las calles y organizada en nuestros lugares de estudio y trabajo permitirá conquistar nuestros derechos a la vez que prepararnos para acabar con la explotación capitalista, partera de miserias como el machismo, la homofobia, la xenofobia, la transfobia.